Contra la eutanasia
Las cuestiones fundamentales de nuestra vida, las que afectan a nuestra existencia como seres humanos, requieren ser repensadas una y otra vez. Así lo exige el progreso del conocimiento, pero también la necesidad de reforzar todo lo que tiene valor. Hablamos con razón del «valor de la vida humana» pero, como personas y como sujetos sociales, nos importa cada vez más señalar en qué consiste, cuáles son sus contenidos y a qué nos obliga si queremos poner en práctica esa valoración. La Humanidad, a lo largo de su existencia, ha vivido el riesgo, y arriesgados fueron quienes supieron plantear todo lo que ha supuesto progreso verdadero.
Hoy, nuestra capacidad de profundizar en el conocimiento de la vida humana, desde el punto de vista biológico, alcanza un detalle y una profundidad que hasta hace poco no hubiéramos sospechado. Nuestra individualidad biológica se hace patente en lo que constituye nuestra propia intimidad genética, que ya podemos leer y descifrar. Pero es ahora cuando más falta hace renovar y actualizar una idea esencial: que cada ser humano es único e irrepetible, valioso por el hecho de serlo, de vivir. La Ciencia positiva nos muestra —entre hallazgos ciertos e incertidumbres por resolver— cómo es el inicio de la vida del hombre y cuándo llega su final natural. También propicia mejores intervenciones para mantener y prolongar la salud a lo largo de nuestro ciclo vital, igualmente con resultados espectaculares, aunque los bienes que de ellos se derivan alcancen sólo a una parte limitada de quienes integramos la especie. Pero, el salto a ese ámbito de los valores sigue siendo fruto de una actitud de riesgo, de compromiso. Como lo ha sido en tantas ocasiones que a lo largo de la Historia nos llevaron a construir un sistema de valores basado en el ser humano como fin, no como medio. Y sobre todo, cuando se asentó el mensaje de que la trascendencia de la vida humana está precisamente en la aceptación de pertenencia a una misma especie, con unos derechos que alcanzan a todos.
Frente al reconocimiento de que la vida humana es siempre un bien, que sólo cabe aspirar a proteger, se abre camino en nuestra sociedad lo que con razón se ha llamado una «cultura de la muerte». La promoción de la eutanasia, aunque no la única, es una de esas iniciativas letales. Como ocurrió en el caso del aborto provocado, algunos tratan de promover una aceptación general —incluso con elevación a rango legal— de la eutanasia, basada en la consideración de situaciones-límite muy concretas. Importa mucho deslindar lo que puede ser el análisis de casos específicos, con las valoraciones matizadas que se puedan efectuar, de lo que, a mi juicio, debe ser un principio irrenunciable: nadie tiene derecho a provocar la muerte de un semejante gravemente enfermo, ni por acción ni por omisión.
El fallecimiento en Granada de Inmaculada Echeverría tiene que suscitar en toda persona un sentimiento de dolor que nos acerque a su sufrimiento, al tiempo que un deseo de que haya alcanzado el descanso que tan difícil tuvo en vida, cualquiera que sea el sentimiento de cada uno sobre lo que significa descansar después de la muerte. Pero, es imprescindible hacer un análisis de lo ocurrido, de las opiniones manejadas, así como de las valoraciones de quienes como integrantes de un comité de ética aprobaron el acabar con su vida. Es cometido de profesionales expertos, lo será cada vez más, el tratar de discernir entre tratamiento inútil que prolongue la vida de forma artificial (encarnizamiento terapéutico) y actuación que propicie su final, sea por acción o por omisión. En este caso, es imposible sustraerse a la idea de que el respirador supone la aplicación de un tratamiento, tan establecido y común como podría ser la alimentación mediante sonda gástrica o por vía parenteral, al enfermo incapaz de nutrirse de la forma normal. Es muy difícil, por tanto, evitar la conclusión de que lo que se ha practicado es una eutanasia, aun volviendo a insistir en el respeto a quienes piensan que simplemente se ha omitido una terapia desproporcionada.
Pero este caso, como otros muchos, es aprovechado para reclamar una legalización de la eutanasia. No está en mi ámbito de capacidades el introducirme en un razonar jurídico sobre la prevalencia del derecho a la vida, algo que además se deduce de una aplicación del sentido común. Pero sí he de señalar que una sociedad que acepta la terminación de la vida de algunas personas, en razón a la precariedad de su salud y por la actuación de terceros, se infringe la ofensa que supone considerar indigna la vida de algunas personas enfermas o intensamente disminuidas. Al echar por tierra algo tan humano como la lucha por la supervivencia, la voluntad de superar las limitaciones, la posibilidad incluso de recuperar la salud gracias al avance de la Medicina, se fuerza a aceptar una derrota que casi siempre encubre el deseo de librar a los vivos del «problema» que representa atender al disminuido.
Se argumenta en función de la autonomía personal, tratando de equiparar el derecho a vivir, que alienta en todos casi siempre, con el derecho a terminar la propia vida, como si ambos fueran equiparables. Sin embargo, la eutanasia supone un acto social, una actividad que requiere la actuación de otros, dirigida deliberadamente a dar fin a la vida de una persona. Los interrogantes que se abren con su regulación, y sus alcances y límites, son abismales. Por muy estricta que sea la regulación, será inevitable el temor a una aplicación no deseada.
Alabamos la pasión por la vida que lleva a tantas personas privadas de salud, incapaces de valerse del todo por sí mismas, a luchar para seguir adelante. Nos esforzamos por un avance de la Ciencia que propicie más y mejores tratamientos, muchos podrían alcanzar a personas que a día de hoy están enfermas y sin posible curación. Seguimos anhelando el ofrecer pronto resultados prácticos, resultantes del avance inmenso en el conocimiento biológico. Todo ello se inserta en las mejores actitudes que el hombre puede tener, las que nos diferencian como especie. Aunque tenemos la certeza de que llegará la muerte de todos nosotros, estamos pertrechados para luchar por una vida, más larga y mejor, que nos capacite para ejercer todo lo que nos hace humanos, hasta el final.
Habremos de seguir investigando; sin duda podremos establecer cada vez mejor, desde cuál es la situación de los enfermos terminales y sus expectativas de supervivencia, hasta el perfeccionamiento de los criterios de muerte clínica. Pero, una sociedad que acepta la eutanasia abre un camino en el que para muchos ya no hay retorno posible. La inversión del valor del curar o aliviar —al enfermo terminal también, por supuesto— como principio esencial de la Medicina, sustituyéndolo por el de provocar la muerte, puede abrir vías cuyos límites son impredecibles. La Ciencia y la práctica médica tienen cada vez más y mejores instrumentos para actuar y para discernir; reclamar que se empleen a favor de la vida humana es un derecho de todos.
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