Alimento para el alma
Con apenas cuatro años de diferencia, Juan Pablo II Magno y Benedicto XVI han dedicado su esfuerzo intelectual y de fe a analizar un tema tan esencial para, como poco, los católicos, como es de de la Eucarística. Si bien el primero de ellos dedicó una Carta Encíclica (Ecclesia de Eucharistia) fechada el día 17 de abril de 2003, Jueves Santo, y el actual Pontífice lo ha hecho con una Exhortación Apostólica Postsinodal (Sacramentum Caritatis) de reciente aparición (22 de febrero de 2007, fiesta de la Cátedra del Apóstol san Pedro), el caso es que, sustancialmente, ambos documentos (salvadas las distancias sistemáticas y orgánicas) tienen un sentido único: precisar que la Eucaristía es alimento para el alma y, por eso, para la persona.
Sobre el primero de los documentos referidos ya se ha escrito mucho y, aunque del segundo, por su proximidad en el tiempo, aún no han aparecido análisis en número elevado sí es claro que aparecerán. Sin embargo, aquí no se trata de analizarlos sino, más bien, de hacer un acompañamiento a los mismos centrado en, sobre todo, lo que supone la Eucaristía, esa acción de gracias constituida por Jesucristo en aquella última cena y primer recuerdo de su sacrificio, para nosotros, sus hermanos y, por eso, hijos de Dios.
Como era lógico pensar, para que el recuerdo de lo hecho por Jesucristo perviviera, eternamente, en la memoria de sus discípulos, hacía falta que algo de carácter simbólico y, a la vez, real, nos sirviera de apoyo para aquello. Así, nos proporcionó lo que nutre nuestro espíritu, el momento idóneo en el que podemos dar fuerza a nuestra estructura humana, el instante en el que, asumiendo su naturaleza divina, aceptamos la esencia de Dios en nosotros. Y ese no es otro que la Eucaristía.
Así, como nutrición, nos servimos de la Palabra de Dios que se proclama en esta acción de gracias, y, como sabemos por experiencia, se produce una vivificación de las entrañas espirituales porque están constituidas, sílaba a sílaba, por la boca creadora de Dios, de donde sale toda palabra buena. Nutrición que suple nuestras deficiencias y tibiezas y nos proporciona esa savia con la que podemos sentir revivir nuestro mismo ser; apreciamos, en el sacrificio eucarístico, la entrega salvífica de Jesucristo y, por eso, agradecemos tal esfuerzo por cumplir la voluntad de su Padre.
Con ella, y en ella, encaminamos, al alma, a un fin claro y determinado, ya, por Dios: dar vida inmortal a la parte espiritual de la que nos componemos como personas. Y, por eso, sucede, en nosotros, como si nos atravesara el corazón una daga muy parecida a la que atravesó a María y que profetizara Simeón ya sabemos cuándo pero no por sentir la muerte de Jesús en el sentido que la sintió su Madre, realidad inalcanzable para nosotros, sino por vernos reflejados en los ojos de Dios a vista de la sangre de su Hijo.
Por eso, estamos con el alma en la boca por las ofensas que se dirigen contra lo religioso, contra Dios, contra lo católico, contra Jesucristo, porque, al fin y al cabo, se dirigen también contra nosotros que, por todo lo dicho, somos herederos de aquella acción de gracias a la que dedicamos estas líneas, como uno más de los beneficiados por lo dejado el que esto escribe, y nos sentimos con el alma en vilo cuando vemos lo que se hace con Dios, cuando se le abandona en el desván del recuerdo apartándolo del mundo como si no lo hubiese creado Él, pretendiendo, así, con su olvido, erigirse, su criatura, en el poder omnipotente de su vida, que no tiene y en el director de su existencia, que no es.
Por eso, se nos va el alma por amor a Cristo, porque nos la da en su acción de gracias, y nos sentimos «locos por el amor de Cristo», como diría un santo muy moderno, de hoy mismo (porque los santos son desde siempre y para siempre), por querer imitar, aunque sea, sus comportamientos aunque nos podamos sentir tan alejados, a veces, de tan digno hacer y nos llega al alma, nutrida con sus palabras, la entrega a los demás sin preocuparse del tiempo, el amor mostrado en cada gesto que de sí salía, la lucha por difundir que el Reino de Dios ya había llegado, el perdón a los que le ofendían (y no sólo en su Pasión), la misericordia, entrañas, al fin y al cabo, de Dios, que él, por eso, tenía.
También, gracias a la Eucaristía, llevamos en el alma, prendido, el espíritu de Dios, renovando nuestro bautismo con el aliento del Creador, que nos acompaña, en nuestro vivir, y por eso, por esa gratitud que le debemos, afeamos el alma cuando pecamos, cuando nos sumimos en la tristeza de la ofensa a Dios y, entonces, nos pesa, sentimos como si lo escuchado en los textos sagrados que han sido proclamados (los antiguos y los nuevos, ambos inspiración divina) nos atrajera hacia la fosa que tanto canta el salmista, como inspirándonos una súplica de perdón por tal cosa hecha, y se nos parte el alma cuando, ataviados con equipaje de sentimiento, acaparado en la transustanciación, vemos como pierde el desvalido, como el menos deja de ser hasta eso, menos, cuando el que es predilecto de Dios es manipulado por los que se creen sus defensores pero son ajenos a la defensa misma, y sabemos que su teología es, quizá, más logía, más tratado, más ciencia, que teo, menos Dios para ser más hombre.
Y gracias a la Eucaristía, nosotros queremos tener el alma bien puesta, y vivir de ella, como la Iglesia, al igual que dice Juan Pablo II Magno, y hacer de ella ese sacramento de caridad del que habla Benedicto XVI para ser herederos, verdaderos y concernidos por ello, de la gracia de Dios, transmisores de su luz, hacedores de los bienes inmortales del sacramento. Y por eso, nos alimentamos de las especies, y esas especies no són sólo pan y vino, como sabemos, y eso nos conforma con Jesucristo como hermanos y, por eso mismo, como hijos de Dios-Creador.
Por eso es difícil entender como es posible que, muchas veces, pueda decirse, desde personas que se dicen creyentes, que qué sentido tiene acudir a la Eucaristía, ¿por qué acudir a Misa? Y esta pregunta suena terrible en los oídos de quien comprenda la respuesta.
Y esto, a pesar de todo, no es sino la expresión de una triste impresión del alma.
Del director
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