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La tragedia del suicidio
No hay derecho a suicidarse, el suicidio es siempre una penosa renuncia a la propia humanidad
La pasada semana leía una entrevista con Paul Auster, el conocido novelista norteamericano, en la que decía: «Cuando uno llega a los 50 años ha perdido a parte de las personas que ha querido y lo han querido. Hay más tiempo por detrás que por delante. Uno camina con fantasmas por dentro. Yo —terminaba— tengo tantas conversaciones con los muertos como con los vivos». A mí —que ya he cumplido los 50 hace unos años— me pasa lo mismo y muy a menudo el corazón y la memoria se me escapan a aquellos amigos cuyas vidas dotaron de sentido a la mía y ya no están entre los vivos. Algunos murieron en accidente de tráfico o de montaña, otros de enfermedad y unos pocos decidieron en un determinado momento terminar voluntariamente su vida.
La muerte siempre es misteriosa, pero el suicidio lo es muchísimo más. Ludwig Wittgenstein, considerado por muchos como el filósofo más profundo del siglo XX, lo padeció muy de cerca: tres hermanos suyos se suicidaron. Al parecer, la tentación del suicidio le asaltó con frecuencia también a él, pero no se dejó arrastrar porque estaba convencido de que el suicidio es una cobardía, de que vivir es una obligación, una tarea que nos ha sido impuesta. Viene ahora a mi memoria aquella alumna de periodismo que hace algunos años me envió un correo electrónico pidiendo hacer un trabajo sobre Wittgenstein y el suicidio. Le contesté diciéndole que acudiera a mi despacho para hablar un poco. Cuando vino le pregunté si tenía alguna amiga que se había suicidado o era ella misma quien tenía ideas autodestructivas. Asomaron las lágrimas a sus ojos y me contó entre sollozos que seis meses antes su novio se había tirado por la ventana dejando una nota en la que explicaba que había decidido acabar con su vida para no hacerla a ella una desgraciada.
Muchos lectores con una cierta edad podrían contar historias semejantes. El suicidio es casi un tema tabú en nuestra sociedad, pero, según los datos difundidos recientemente en la prensa, el número de defunciones por suicidio supera al de muertos en la carretera. En el año 2005 hubo en nuestro país 3.381 suicidios y 3.332 fallecidos en accidentes de carretera hasta 24 horas después de haber sufrido el accidente. Según la OMS en Europa mueren cada año 58.000 ciudadanos por suicidio, 7.000 más que por accidente de automóvil.
Todos tenemos un pariente cercano, un amigo que ha terminado no hace mucho voluntariamente con su vida. Muchos de ellos sufrían depresiones durante años y finalmente decidieron liberarse de tanto sufrimiento suyo y —quizá sobre todo pensaron ellos— de quienes les cuidaban. Algunos eran ya mayores, otros sorprendentemente muy jóvenes, cuando todavía tenían —como suele decirse— toda una vida por delante; en ambas circunstancias no se sentían capaces de encontrar sentido a su vida cotidiana o no tenían fuerzas para afrontar los problemas profesionales, familiares o de cualquier otro tipo que les agobiaban. El problema básico del suicidio es la depresión y a estas alturas del siglo XXI, aunque disponemos de medicamentos eficaces para su tratamiento, seguimos sin saber cuál es su causa médica principal.
Muchos filósofos han pensado sobre el suicidio, incluso algunos lo han descrito como el acto supremo de la libertad. En este sentido, me parece que los defensores de la eutanasia y del suicidio asistido están haciendo un flaco servicio a nuestra sociedad. Como me escribía una filósofa, «la libertad no puede estar nunca por encima de la vida, porque es una de sus condiciones de posibilidad». Están presentando el suicidio como una honorable salida de esta vida, ofreciendo así argumentos para quienes por una depresión se han desorientado y se sienten incapaces de seguir viviendo.
Hay que ayudar más y mejor a las personas deprimidas. Una manera es, por supuesto, cuidar bien el tratamiento médico, pero otra manera de apoyarles es la de decir bien alto que no hay derecho a suicidarse, que el suicidio es siempre una penosa renuncia a la propia humanidad; así como no nos hemos dado la vida a nosotros mismos, tampoco podemos quitárnosla. Vivir no es un derecho, sino un deber cuyo sentido puede resultar a veces costoso descubrir, pero del que jamás podemos excusarnos. No se puede dimitir de la vida porque los demás nos necesitan. Vivir vale literalmente la pena: por eso el suicidio es una tragedia y no una solución.
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