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Cultura de concertación

Se trata de avanzar hacia los fundamentos humanistas que posibilitan la convivencia

En un panorama de tonos grises, la canciller alemana, Ángela Merkel, se está revelando como la única figura política con luz propia y capacidad para liderar una Europa desalentada y sin ideas innovadoras. Ya había hecho lo más difícil: volver a editar en su propio país la gran coalición entre democristianos y socialistas, gracias a lo cual ha conseguido relanzar una economía estancada.

La inspiración fundacional de la Unión Europea es la confianza en la posibilidad de acuerdos de largo alcance entre países tradicionalmente enfrentados. El recuerdo de los padres de tan ambicioso proyecto, en este año jubilar europeo, nos ha ayudado a caer en la cuenta de que la cultura de concertación florece cuando los líderes comparten una concepción de la sociedad basada en la visión humanista de la vida. En cambio, si se exalta la agresividad y se desprecia la colaboración, la propia viabilidad de un liderazgo político resulta cuestionada y el temple que permite la convergencia de planteamientos plurales se debilita hasta desaparecer.

Entre nosotros, la cultura de concertación brilla actualmente por su ausencia. La preposición con está siendo sustituida a marchas forzadas por la preposición contra. Lo importante no es entonces lanzar los proyectos propios, sino obstaculizar los del adversario. En España nos peleamos actualmente por el agua, el idioma, los documentos, el himno, la historia, la moral y la religión. Las ofensas intencionadas de unos a otros están a la orden del día. El respeto, la dignidad, la seguridad y el honor parecen valores de otro tiempo que hoy constituyen, más bien, objeto de burla. La fuerza fascinadora del mal se conoce desde el tercer capítulo del Génesis, pasando por la tragedia griega, el romanticismo alemán y el simbolismo francés. Pero tal constante antropológica toca el fondo cuando se tiende a sustituir sistemáticamente lo bello por lo abyecto. Es todo un proyecto histórico y colectivo el que ha entrado en pérdida.

No se trata ahora de negar la evidencia y adoptar la actitud, tan poco airosa, de un optimismo bobalicón, o de dar las gracias a quienes te niegan el pan y la sal. Se trata de avanzar hacia los fundamentos humanistas que posibilitan la convivencia y dan sentido al liderazgo. Tarea que comienza desde los primeros niveles educativos. Si se piensa que el enfrentamiento es el motor del cambio, el deterioro social es inmediato. Cuando se enseña —tanto en la escuela como en la universidad— que es más estimulante la competencia que la colaboración, no es de extrañar que haya vuelto a prosperar la consabida insolidaridad celtibérica.

Ortega y Gasset escribió hace noventa años sobre el sesgo morboso que ya entonces había adquirido por estas tierras la concepción de la democracia. Lo que hoy se ha vuelto enfermizo y desnortado es el liberalismo, compartido actualmente por una izquierda que ha perdido su identidad solidaria y justiciera. Por eso, incluso en el ámbito de la investigación, se premia la competitividad en lugar del talento. Si se les hubieran aplicado criterios tan estrechos y unívocos de evaluación como los actualmente en curso, ninguno de los grandes genios científicos y filosóficos de la modernidad habrían podido levantar cabeza. Los resultados de las indagaciones acerca del mundo y de la condición humana se han expuesto, a lo largo de siglos, en los más diversos géneros literarios. Pero ninguno tan extraño como el paper—impermeable a la creatividad— que hoy se impone como cauce prácticamente exclusivo de valoración intelectual. El propio Ortega no habría pasado —para llegar a su cátedra universitaria— un filtro tan minimalista.

Para que se abra camino la mentalidad interdisciplinar y multicultural, lo primero que se precisa es generosidad y amplitud mental. Sin magnanimidad nunca se acaban de superar los planteamientos burocráticos y tecnocráticos. El único modo de intentar entonces una mejora metodológica, tanto en la educación como en la convivencia, es el enfoque procedimentalista. Cuando se ignoran los fundamentos y los contenidos, se acaba por recurrir a la imposición de rutinas y a la proliferación de reglamentos. La mediocridad es la regla y la excelencia resulta penalizada. Sobra organización, pero falta vida.

Presenciamos así, en toda Europa, una judicialización de la convivencia, un ahogo del talento y un descenso de la calidad de enseñanza. Panorama que, de rechazo, abre posibilidades inéditas a un liderazgo cultural y político que apueste de nuevo por el crecimiento humano de las personas, la capacidad de iniciativa social y la vertiente comunitaria de las libertades.

Si se sigue apostando por la pugna, limitada sólo por la reglamentación, el panorama se cierra y domina el temple pesimista. Si, en cambio, se opta por la colaboración, incentivada por la confianza en la libertad, el horizonte se abre y fulgura la esperanza.

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