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La fe que cimentó e impulsó la cultura occidental (II)

Hombres, nombres y hechos

El nacimiento de la universidad bajo la protección e impulso del Papado, la contribución técnica, muchas veces sencilla, pero hondamente enriquecedora de varias órdenes religiosas y monasterios, así como el ambiente académico sostenido y estimulado por numerosos intelectuales católicos cuya fe complementó perfectamente la razón, fueron caldos de cultivo donde la ciencia, contrariamente a lo que muchos suponen, fue secundada a lo largo de los siglos.

Quizá una de las formas más claras de evidenciar la contribución del genio católico, sea el de traer a colación el nombre de tantos hombres de ciencia que la impulsaron.

Profesor de la universidad de Oxford en el siglo XIII y admirado por sus contribuciones en matemáticas y óptica, al franciscano Roger Bacon se le considera el precursor del método científico moderno. Otro sacerdote, aunque éste danés y converso del luteranismo, Nicolaus Steno (Niels Stensen en danés, 1638-1686), estableció la mayoría de los principios de la geología actual al grado de ser llamado, en ciertos ámbitos, padre de la estratigrafía y de cristalografía. Aunada a su labor científica, Steno también fue un modelo de santidad. Por este motivo Juan Pablo II lo beatificó en 1988.

Fue también un monje quien «inventó» la comunidad científica. Marin Mersenne (1558-1648) estudió en el colegio jesuita de La Flêche y fue compañero de René Descartes con quien mantuvo después una copiosa correspondencia epistolar. Tras su paso por La Flêche, la Sorbona y el Collage de France, Mesenne abrazó la vida religiosa ingresando en la orden de los mínimos fundada por san Francisco de Paula. Fue ahí donde desarrolló su fecundo apostolado de oración y ciencia realizando valiosas aportaciones al enunciar leyes pendulares y oscilatorias que siguen vigentes en la actualidad. Fue Mersenne quien desarrolló importantes investigaciones sobre la propagación del sonido y la introducción de los «números primos de Mersenne», tan importantes en matemáticas. También se considera valiosa su contribución como musicólogo.

En torno a su celda del convento situado a mitad de París, se aglutinaron Roberval, Descartes, Pascal y Gassendi, hombres de ciencia dispuestos a compartir sus conocimientos al servicio de la verdad en una época histórica donde no eran tan común la conciencia del transmitir el saber. La materialización del sueño que congregaba a sabios de aquella época se llamó inicialmente Academia Mersenne y luego Academia Parisiense. Más tarde, tomando la idea de Mersenne, nacería la Academia de las Ciencias de Francia (1666) y la Royal Society de Londres.

Nacido el 1401 en la ciudad alemana de Krebs (Cusa en latín), el cardenal Nicolás de Cusa sostuvo antes que Copérnico que la tierra no era el centro del universo, basándose en la observación de eclipses, y afirmó el movimiento de los planetas y estrellas, además de influir en otros sabios como Leonardo Da Vinci y Giordano Bruno. En De docta ignorantia expuso una epistemología y teología distintas a las enseñadas hasta entonces propugnando, a partir de la idea de que el mundo es una imagen de Dios uno y trino, la infinitud del espacio que, más tarde, René Descartes propondrá con la idea de un espacio-tiempo infinito. A Nicolás de Cusa debemos perfeccionamiento en el sistema de medición de relojes y balanzas y la creación del barómetro. Hombre de confianza de papas como Nicolás V, Eugenio IV y Pío II, fue también obispo de profunda vida eclesial.

Pero quizá la congregación religiosa católica que más aportaciones estrictamente científicas haya dado a la humanidad, sea la de los jesuitas. No sin razón, Jonathan Wright recuerda en su libro Los jesuitas: una historia de «soldados de Dios» (Debate, Barcelona, 2005) que «científicos tan influyentes como Fermat, Huygens, Leibniz y Newton no fueron los únicos para quienes los jesuitas figuraban entre sus más valiosos corresponsales» (Cf. p. 189).

Fue un hijo de san Ignacio, el padre Christóforo Scheiner, quien descubrió las manchas solares en enero de 1612 (Galileo las descubrió en marzo del mismo año) y quien fabricó el primer telescopio terrestre, además de los interesantes estudios sobre el ojo, la retina y la luz, recogidos luego en la obra Oculus. El padre Atanasius Kirchner, conocido también como el creador de la geología moderna, defendió que las enfermedades eran causadas por micro-organismos, mucho antes que el también católico y padre de la microbiología, Luis Pasteur (1822-1895), lo hiciera e inventara la vacuna contra la rabia. Físico, matemático, filósofo, poeta y diplomático, el padre Rudjer Joseph Boscovich es el precursor de la teoría atómica e incluso de la misma teoría de la relatividad. No por nada sir Harold Hartley, de la Royal Society, le calificó en pleno siglo XX como «uno de los más grandes intelectuales de todos los tiempos».

El historiador de las matemáticas, Charles Bossut, incluyó a 16 jesuitas entre los primeros 303 matemáticos más eminentes, del siglo X antes de Cristo al siglo XIX después de Cristo. En el siglo XIX los jesuitas construyeron importantes observatorios astronómicos, geomagnéticos y de medición sísmica en América central y del sur, proporcionando avances notorios en estas disciplinas a nivel regional. De hecho, fue un jesuita, el padre Frederick Louis Odenbach, quien planteó en 1908 la idea de lo que luego convertiría en el Servicio Sismológico Jesuita y que actualmente lleva el nombre de Asociación Sismológica Jesuita. Pero sin duda el más famosos sismólogo de la Compañía de Jesús es el padre J.B. Macelwane, S.J., quien con su Introduction to Theoretichal Seismology ofreció a todo el continente americano, en 1936, el primer libro de texto sobre sismología. El padre Macelwane fue presidente de la American Geophysical Union y de la Seismological Society of America. La primera concede desde 1962 una medalla en honor del religioso a los geofísicos más jóvenes.

Pero no es todo. Treinta y cinco cráteres lunares recibieron su nombre de miembros de la Compañía de Jesús mientras que otro sacerdote, Nicolas Zucchi, es quien inventó el telescopio reflectante. En China, India, África y Latinoamérica, fueron los jesuitas quienes aportaron sus conocimientos para la creación de una infraestructura que mejoró la condición de vida de los nativos.

La economía no ha estado exenta del enriquecimiento que la fe católica le ha brindado. En History of Economic Analysis (Oxford University Press, Nueva York, 1954), el reconocido economista Joseph Schumpter dice, refiriéndose a los escolásticos católicos de la Edad Media, que fueron ellos «quienes merecen más que nadie el título de «fundadores de la economía científica» (Cf. p. 97).

El franciscano Pierre de Jean Olivi (1248-1298) postuló una teoría del valor basada en la utilidad subjetiva y, siglos más tarde, otro fraile, san Bernardino de Siena, tomó prácticamente los postulados de Jean de Olivi. Años después confluyeron en la misma posición grandes pensadores católicos como los jesuitas Juan de Lugo (1583-1660) y Luis de Molina (1535-1600). A otro religioso, aunque éste abad, Ferdinando Galiani, se le considera como el creador de las ideas de abundancia y escacés como factores que determinan el precio.

Jean Buridan (1300-1358) destacó en pleno siglo XIV por su contribución sobre la teoría del dinero. Rector de la universidad de París, Buridan explicó cómo el dinero no había emanado de un decreto del gobierno sino de un proceso de intercambio libre simplificado notablemente precisamente en la moneda. Jean Buridan fue el iniciador de los «manuales» de dinero y banca (hasta que el oro dejó de ser el patrón hacia 1930). Pero Buridan dejó escuela. Nicolás Oresme, su discípulo, escribió un tratado sobre el origen, la naturaleza, las leyes y las alteraciones del dinero que le valió el título de «padre de la economía monetaria».

En el campo de la teoría económica es loable el trabajo y contribución de Thomas de Vio (1468-1534), mejor conocido como el Cardenal Cayetano. De él escribió Murray N. Rothbard en su Economist Thougth Before Adam Smith: puede considerarse al Cardenal Cayetano, un príncipe de la Iglesia del siglo XVI, como el fundador de la teoría de las expectativas económicas» (Cf. p. 100-101). ¿En qué consistían esas expectativas? Thomas Woods nos los explica: «el valor del dinero en el presente podía verse afectado por las expectativas de mercado en el futuro. Así, el valor del dinero en un momento dado puede verse afectado cuando se prevén acontecimientos perturbadores y nocivos, desde una mala cosecha hasta una guerra, o cuando se esperan variaciones en las reservas monetarias» (Cf. Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Ciudadela, Madrid 2007, p. 198).

Ciertamente no todo mundo fue sacerdote católico ni perteneció a una orden o congregación religiosa. Ha habido y siguen habiendo laicos cuya fe les ha dado el impulso para expresar mejor su pensamiento o plasmar mejor su arte. En su obra Civilización (Alianza Editorial, Madrid, 1979), Kenneth Clark nos dice respecto a las grandes obras y autores del Renacimiento: «Guercino dedicaba muchas mañanas a la oración; Bernini realizaba frecuentes retiros y practicaba los Ejercicios Espirituales de san Ignacio; Rubens iba a Misa todos los días antes de comenzar su trabajo. Esta conformidad no obedecía al miedo a la Inquisición, sino a la sencilla creencia de que la vida de los hombres debía regirse por la fe que inspiraba a los grandes santos de la generación precedente».

Así, por ejemplo, a un eminente católico francés del siglo pasado debemos el descubrimiento de los cromosomas que causan el síndrome de Down, Jerónimo Lejeune. Es también a tres hombres de política, Robert Schuman (1886-1963), Alcide de Gasperi (1881-1954, fundador del partido de la Democracia Cristiana en Italia) y Konrad Adenauer (1876-1967, primer canciller federal de la República Federal de Alemania y miembro del partido católico del Centro, Zentrumspartei), a quienes debemos sobremanera la gestación de la actual Unión Europea.

Pero ni las universidades, ni la preservación del acervo greco-latino, ni las enseñanzas académicas, el impulso y la contribución científica han sido lo más decisivo que ha aportado el cristianismo ya no solo a la cultura occidental. De hecho, hay que remontarse a los primeros siglos de nuestra era, a la epístola de san Pablo a los gálatas (capítulo 3, versículo 28) para entender y sopesar la valía de la novedad que Cristo aportó al mundo en temas específicos como el derecho internacional, los derechos humanos, la caridad cristiana y la educación.

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