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Ciudadanía y valores
Entre las habituales quejas ciudadanas se han convertido en frecuentes las que, más que cuestionar alguna decisión pública merecedora de abierta discrepancia, señalan que ha sido adoptada sin debate previo alguno. Siendo la democracia el sistema que permite sustituir la mera imposición del poderoso por una deliberación con participación ciudadana, la situación no deja de resultar sorprendente. Si no hay debate, o si éste resulta bloqueado, ya no se trata como ciudadanos a los destinatarios de las decisiones que afectan a los valores, sino más bien como súbditos.
Si nos preguntamos qué factores tienden a bloquear el debate público en nuestro país, habría que señalar en primer lugar uno un tanto paradójico: el enrocamiento partidista. Ante cualquier medida de cierto calado valorativo PSOE y PP plantean con frecuencia propuestas contradictorias que abocan a un dilema. Al hacerlo, dado su carácter de partidos de notable amplitud, no representan de modo exhaustivo la opinión de todos sus militantes, ni —menos aún— la aún más relevante de sus electores. La pública discrepancia tiende, sin embargo, a brillar por su ausencia, quizá por evitar brindar triunfos al adversario. Surge así la paradoja: lo previsto como cauce de participación acaba ahogando el debate.
No seré yo quien critique a los partidos. No sólo por ser militante de uno de ellos, sino porque mi no corta experiencia parlamentaria me llevó a comprobar en qué medida contribuyen a racionalizar la toma de decisiones, sirviéndose incluso positivamente de factores que, como las listas cerradas, suelen provocar rechazo generalizado. Pretender, sin embargo, que el debate público se limite al escenificado en el Parlamento, sin verse condicionado por un previo contraste más libre de condicionamientos estratégicos, lo empobrecería; la representación política cobraría así más visos teatrales que sociológicamente efectivos.
Esta fue la primera razón que me llevó a buscar a antiguos interlocutores parlamentarios, con los que había ido surgiendo una gozosa amistad alimentada por la abierta y cotidiana discrepancia. Con Javier Paniagua, por ejemplo, director hoy del centro valenciano de la UNED Francisco Tomás y Valiente, parlamentario del PSOE una docena de años, tuve frecuentes escarceos en la Comisión de Educación del Congreso; suficientes para comprobar su rigor intelectual y su valía humana. De ahí que le planteara la posibilidad de poner en marcha una Fundación («Ciudadanía y Valores») destinada a estimular en lo posible ese debate público sin el que la confrontación parlamentaria perdería riqueza. Lo mismo hice con Joaquín Sánchez Garrido, ocho años alcalde de Toledo y luego parlamentario socialista en la Comisión de Justicia; por entonces fue posible un pacto de Estado que hoy no sólo no existe sino que, ante mi relativo asombro, no reclaman los que antes lo exigían; de nuevo se ha bloqueado el debate... No menos presto a colaborar se ha mostrado Manuel José Silva, brillante parlamentario de CiU durante sucesivas legislaturas y hoy en la periferia de la vida política. No resultaría muy difícil encontrar otros colaboradores entre los que se mantienen en la política activa, pero pareció más razonable no colocarlos en situaciones complicadas.
Hay, por lo demás, un segundo factor bloqueador del debate público, que tiende con frecuencia a solaparse con el anterior. Se pretende imponer el laicismo como pensamiento único, cuando apenas ha habido ocasión de ejercer la laicidad plural plasmada en nuestra Constitución. España vuelve a ser diferente, si se la compara con Alemania o Italia. Allí es fácil contemplar a socialistas —como el ex presidente federal Rau— defendiendo el derecho a la vida frente al aborto, la eutanasia o la experimentación con embriones; o a líderes de la izquierda política, como Rutelli, apoyar la propuesta de abstención del Papa ante el referéndum sobre cuestiones biogenéticas, mientras que el neomisino Fini desde la derecha se oponía a ella. En España, por el contrario, hablan los obispos, escuchan en reverente silencio los laicos (católicos) y se tapan los oídos los ajenos al redil. El debate acaba de nuevo bloqueado.
Es fácil prever que el intento de alimentar un debate público que ignore las fronteras partidarias llevará también a relativizar discrepancias confesionales, dentro precisamente de esa autonomía de las realidades temporales que el cristianismo legó a la civilización occidental. Lo mismo sucederá si, como ocurre en la naciente Fundación, se cuenta en el ámbito académico con aportaciones situadas de modo diverso en torno a la frontera del positivismo-derecho natural, como las de Luis Prieto Sanchís o Ignacio Sánchez Cámara. Ello podría favorecer que también en España se ensayen fórmulas capaces de dar entrada a «La religión en la esfera pública», en términos como los propuestos por alguien tan falto de oído para lo piadoso —la expresión es suya: «poco musical»— como Jürgen Habermas.
En su último libro traducido al español («Entre naturalismo y religión») formula una propuesta que nadie en la izquierda española parecería, bloqueo mediante, en condiciones de asumir. Empieza por recordar, y no es poco, que «en el marco de los Estados constitucionales las iglesias realizan funciones que no son insignificantes para la estabilización y para el desenvolvimiento de una cultura política liberal». En consecuencia habría que «eximir a los ciudadanos religiosos de la excesiva exigencia de efectuar en la propia esfera público-política una estricta separación entre las razones seculares y las religiosas, siempre y cuando esos ciudadanos lo perciban como una agresión a su identidad personal». Se ve que restaurar un laicismo decimonónico no sería muy progresista. El antiguo exponente de la Escuela de Francfort cada vez se muestra más convencido de que nuestra sociedad necesita pautas éticas y que nada hace pensar que vayan a llegar desde Wall Street.
No hemos sido pocos los creyentes dados a insistir en la necesidad de traducir las propuestas para el ámbito público en argumentos compartibles por los no creyentes. Habermas, que considera siempre inseparables simetría y justicia, rechaza por incompleto el consejo. No tendría sentido exigir «a los ciudadanos religiosos un esfuerzo de aprendizaje y de adaptación que se ahorran los ciudadanos seculares». No le parece muy liberal la actitud de quienes, «convencidos de que las tradiciones religiosas son una reliquia arcaica de las sociedades premodernas, sólo podrán entender la libertad de religión como si fuera una variante cultural de la preservación natural de especies en vías de extinción».
No deja de resultar curioso que mientras su antiguo interlocutor, hoy Benedicto XVI, anima a los islámicos a emprender la tarea de aprendizaje que tienen pendiente para poder argumentar de modo públicamente compartible, Habermas recuerde lo mismo a los laicistas. Les plantea «un cambio de mentalidad que no es menos exigente que la adaptación de la conciencia religiosa a los desafíos de un entorno que se seculariza cada vez más». Esto implica que, desde una Ilustración autocrítica, hay que «exigir razonablemente a todos los ciudadanos por igual»; pero esto sólo ocurrirá «cuando los ciudadanos religiosos y los seculares recorran procesos de aprendizaje complementarios».
Cada cual tiene sus previos puntos de partida, desde los que ha de buscar un encuentro razonable en el ámbito público. Sería ridículo considerarse propietario de lo racional por el mero hecho de no ir a misa. «¿Es la ciencia moderna una práctica capaz de determinar la medida de todo lo verdadero y todo lo falso? ¿O más bien el resultado de una historia de la razón que incluye de manera esencial las religiones mundiales?». Quien lo pregunta no es el Papa sino su antiguo interlocutor filosófico. Quizá valga la pena hacer también posibles entre nosotros debates tan exóticos. Si la Fundación «Ciudadanía y valores» llega a colaborar en ello, sus promotores no habremos perdido el tiempo.
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