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Potenciar fórmulas de consenso

En los medios políticos estadounidenses se comenta festivamente el hecho de que cuando Al Gore habla en alguna ciudad americana sobre el calentamiento global, ese día nieva. Al parecer, no es simplemente un chiste: estadísticamente, el fenómeno está más o menos comprobado. Mientras contemplaba la entrega del Oscar al ex vicepresidente de Estados Unidos sonreía para mis adentros pensando en ese raro fenómeno. Algo parecido ocurre con el tema que amablemente EL PAÍS me invita a abordar. Es curioso que apenas declarada por el TC la plena constitucionalidad del Acuerdo entre el Estado y la Iglesia sobre enseñanza, se tome como aspecto central de la reflexión la conveniencia de su reforma.

Como es sabido, la sentencia del Tribunal Constitucional del 15 de febrero de 2007 no sólo resuelve el tema de la idoneidad de los profesores de religión, sino que avala con llamativa firmeza lo establecido en el Acuerdo con la Santa Sede. «Si el Estado», dice el TC, «en ejecución de la obligación de cooperación establecida en el artículo 16.3 (Constitución española), acuerda con las respectivas comunidades religiosas impartir dicha enseñanza en los centros educativos, deberá hacerlo con los contenidos que las autoridades religiosas determinen y de entre las personas habilitadas por ellas a tal efecto. (...) No resultaría imaginable que las Administraciones educativas pudieran encomendar [este cometido] a otras personas...» (Fundamento Jurídico 8).

En mi opinión, tendemos a sucumbir con facilidad a la tentación de buscar en el pasado o en el futuro «lo mejor posible» con una respuesta de presente, olvidando que con frecuencia lo más razonable es lo que ya es. Sin duda, en la dialéctica del debate académico siempre encontraremos defectos y alternativas que harían de los acuerdos de 1976-1979 un mejor instrumento jurídico de relación. Ocurre con todas las leyes. Para eso estamos los juristas. Pero el acierto de los Acuerdos, entre otros parámetros, ha de medirse, en buena medida, por su longevidad. Esto es, la solidez que le dan sus más de 25 años de vigencia, tantos como el texto constitucional. No conviene olvidar que el anterior Concordato (el de 1953) no logró esa estabilidad, entrando en crisis mucho antes de su efectiva derogación.

Los Acuerdos Estado-Iglesia supusieron el final de una etapa de remodelación de la arquitectura de las relaciones Iglesia-Estado en España, que había comenzado unos años antes de la muerte de Franco y que se precipitó con su desaparición. El buen sentido jurídico viene encontrando fórmulas imaginativas que, evitando aplicar la piqueta a una estructura aceptable, vienen dando respuestas inteligentes a nuevas necesidades. Baste pensar en el reciente canje de notas entre Roma y Madrid para mejorar el tema de la financiación sin levantar un tsunami jurídico.

Las frecuentes peticiones de reforma de los Acuerdos ocultan, en realidad, una desconfianza global de algunos sectores políticos o ideológicos hacia la legislación especial sobre cultos. Paralelamente, manifiestan una euforia jurídica orientada a su sustitución por una legislación común a todo tipo de fenómenos asociativos. La propuesta sería razonable, si no fuera a-histórica. Es decir, se queda aislada en un mar de leyes especiales. Hoy vivimos una época jurídica marcada por la «descodificación». Una época en la que proliferan neologismos tales como «negociación legislativa», «neo-contractualismo normativo», etcétera, indicativos de la eclosión de leyes especiales, informal o formalmente pactadas con diversos grupos sociales. Estas leyes se entienden, además, como las más adecuadas para regular las peculiares exigencias de los complejos fenómenos sociales que el Estado de derecho debe disciplinar. Existe una tendencia a un derecho «tentacular», «atrapa-todo», que contempla fenómenos muy dispares y les da respuestas -más o menos razonables- que procuran adaptarse a la peculiar estructura de cada uno. Es decir, la rigidez de las leyes comunes cede ante la plasticidad de la vida.

En el marco de las relaciones Estado-Iglesia, existe un llamativo florecimiento de la legislación concordada en todo el mundo, paralelo a ese crescendo de legislaciones negociadas por los Estados en otros ámbitos sociales. No olvidemos el elocuente dato de que los acuerdos estipulados por los Estados con la Iglesia católica en los cuarenta años que hoy nos separan de la clausura del Vaticano II, superan muy llamativamente en cantidad a todos los suscritos en los cuatro decenios precedentes. Puestos a elegir, no es hacer violencia a la realidad preferir en cuanto sea posible un sistema en que los interlocutores pacten sus diferencias o sus reticencias a la luz pública, más que relegarlos a esas aparentes leyes «unilaterales» dictadas por el Estado que, tantas veces, ocultan «concordatos subterráneos», rodeados de intrigas y presiones de los lobbies. Así que, en mi opinión, el sistema de acuerdos o concordatos, tanto para la Iglesia católica como para las otras confesiones, no es manifestación de un «pluriconfesionalismo laico» más o menos solapado. Es, simplemente, incorporar al notable censo de centros generadores de derecho de la sociedad contemporánea -unos por encima del Estado (organizaciones internacionales, incluida la UE), otros por debajo (sindicatos, trusts, empresas, etcétera)- también a las confesiones. Las Cortes constitucionales occidentales y los Tribunales de Derechos Humanos repudian tanto los confesionalismos teocráticos como ideocráticos. La hoja de ruta alternativa que marcan es la de la laicidad. Una laicidad que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia. En ese contexto parece moverse el Tribunal Constitucional español. Potenciar la bilateralidad, me parece, es potenciar fórmulas de consenso que aquieten las pasiones y, en lo posible, satisfagan las inteligencias.

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