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Alcalá Zamora y la tercera España

La República fue lo que fue. Ni los juicios apocalípticos ni los nostálgicamente idílicos se ajustan a una realidad histórica evidentemente compleja. Lo que es incuestionable es que supuso una explosión inicial de ilusiones que se vieron pronto, progresivamente frustradas al no conseguir articular un proyecto político de amplio consenso democrático. A lo largo del intrincado camino de la República, muchos políticos de fuste se fueron diluyendo en el holocausto de los desengaños y decepciones. El que más tiempo vinculó su vida a la trayectoria institucional de la República (fue presidente del gobierno provisional desde abril a octubre de 1931 y luego presidente de la República de diciembre de 1931 a abril de 1936) y al mismo tiempo, encarna mejor el proceso del desengaño, fue Niceto Alcalá Zamora. Republicano por decepción respecto a Alfonso XIII, arrastró su republicanismo a lo largo del quinquenio republicano entre el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia y fue estigmatizado por las dos Españas. Los unos, los que ganaron la guerra, lo insertaron en la derecha débil y entreguista, los otros, los que la perdieron, lo vieron como lastre de los pretendidos avances progresistas (Judas de la República lo llegó a llamar Largo Caballero), le mortificaron en vida (ironizaron sarcásticamente sobre su vanidad y sobre su oratoria pretenciosa) y le despreciaron después de su caída política en 1936, hasta su muerte en 1949. Sólo desde la publicación en 1977 de sus Memorias parece haberse revalorizado su figura que ha sido particularmente dignificada por las biografías que de él han escrito Ángel Alcalá y Julio Gil Pecharromán.

Alcalá Zamora representa bien la imagen de la República que podía haber sido y no fue, el sueño de la tercera España, la voluntad permanente de trabajar por el consenso, el entendimiento, el diálogo, que permitiera superar el fantasma de la bipolarización, la amenaza de la guerra civil. Ninguno de sus críticos le ha podido negar su esfuerzo por establecer un puente en el foso histórico de las dos Españas con la lucidez de detectar el peligro, el riesgo de la bipartición. La amenaza no era nueva en nuestro país. La apuntó Jovellanos, la pintó Goya, la retrató periodísticamente Larra «Aquí yace media España, murió de la otra media», la reflejó magistralmente Galdós, se refirió el cainismo español Menéndez Pelayo, Machado dejó explícito el drama de una España que se muere ante una España que bosteza y Unamuno dramatizó ese enfrentamiento. Alcalá Zamora tuvo siempre presente la historia bipolar española. Y su aferramiento a la tercera España se refleja bien en el debate de las Cortes constituyentes en torno a lo que será la Constitución de 1931. «No haya una Constitución de partido, no haya una Constitución de tendencias, haya una Constitución en la que todos podamos concurrir»... «¿Y qué remedio nos queda? La guerra civil jamás. España es un país cuyo atraso se debe a que la transformación política le costó más cara que a ningún país y que la obtuvo a través de tres guerras civiles. A nadie le quiero dar la responsabilidad, que crea gloria, de evocar, temerariamente, la contingencia de una cuarta guerra civil, que, por fortuna, es imposible. En bien de la Patria, en bien de la República, yo os pido la fórmula de la paz». La realidad fue mucho más dura de lo que él podía prever en 1931. El 12 de mayo de 1937 escribía, desde el exilio, en L´Ere Nouvelle de París el artículo titulado La Tercera España, definida ésta como «constitucional y parlamentaria, cordialmente igualitaria, emanada de la justicia social, católica en su mayoría, pero sin formar un partido confesional». Y continuaba: «La guerra civil significa la derrota por adelantado de la Tercera España, esa España deshecha, esparcida, la única esperanza de renacimiento de la vida nacional que se les puede asegurar y permitir a todos los españoles». Su desengaño vital era, lógicamente, infinitamente mayor que el de los muchos decepcionados que compartían el profundo desencanto temprano de Ortega con su «No es eso, no es eso».

Alcalá Zamora quemó todas sus baterías físicas, intelectuales y morales en la defensa de un régimen, que presidió a lo largo de toda su trayectoria, sin poder cambiar un rumbo fatal que se empezó a dibujar ya en los primeros enfrentamientos mientras se gestaba la Constitución. Nadie le puede acusar de pasividad al respecto. Más bien se le reprochó su intervencionismo excesivo desde el foro parlamentario. Los grandes problemas de la historia de España se lidiaron ya en la plataforma de las Cortes Constituyentes. El primero fue el de la estructura del Estado con la inserción de Cataluña en el mismo. Alcalá Zamora derrochó voluntad transaccionista entre los soberanistas catalanes y los centralistas republicanos sin incluir el federalismo en la Constitución, pero asumiendo el «Estado integral» abierto a los Estatutos autonómicos. El segundo problema fue el de la Reforma Agraria. Aquí, la colisión con los socialistas fue fuerte; logró neutralizar las propuestas más radicales, aun a costa de asumir acusaciones de defensa interesada y cómplice de la oligarquía feudal. El tercer problema fue el religioso, en torno a la confesionalidad del Estado, con la presión en la calle de las quemas de conventos. El conflicto planteado en este frente sí le llevó a la dimisión de su condición de presidente del gobierno provisional. Como diputado de a pie, en octubre de 1931, defendió el bicameralismo con un Senado que contemplaba como una cámara de representación territorial.

Al final, el redactado final de la Constitución de 1931 atendió poco las propuestas de Alcalá Zamora. Se deslizó por otros derroteros. Tusell habló del fracaso de la «juridicidad» en la República, vieja herencia por otra parte del jacobinismo liberal. En 1931 se despreció la Comisión Jurídica Asesora, presidida por Ossorio y Gallardo que tenía que elaborar la Constitución y se dio rienda suelta a lo que Jiménez de Asúa llamaba «roja sangre política» para evitar la decepción de la opinión pública. El problema es que la opinión es muy inestable y así lo revelan los vuelcos electorales de la Segunda República. Hubo demasiada obsesión por los artículos constitucionales, como decía Ortega, «cargados de divisas, gallardetes y banderines hasta el punto que la Constitución va a acabar por parecer una vieja fragata barroca, panzuda y estrellada». El problema no era el radicalismo sino como casi siempre, el retórico trascendentalismo histórico, el afán por quedar bien ante la historia, por escenificar con voz engolada, ante sus votantes, el supremo papel histórico de enterradores del pasado y constructores del futuro nuevo. Los diputados de 1931 repitieron el mismo papel de los diputados gaditanos que redactaron la Constitución de 1812. Jovellanos fue entonces el jurista-político instrumentalizado. El compañero de viaje. Jovellanos se murió pronto, en 1811, decepcionado por la evolución de las Cortes que nada tenían que ver con su proyecto político. Su muerte, antes de la Constitución de 1812, le libró de otras decepciones y le aseguró un puesto en la historia, querido y admirado por todos. Alcalá Zamora fue elegido presidente de la República por sus propios adversarios políticos que le mantuvieron en el poder, quemándolo como político activo en la hoguera de las vanidades y en el escenario de la representación que tanto le gustaba, por otra parte, al político de Priego. El duro quinquenio vivido a lo largo de la República chamuscó definitivamente la imagen de Alcalá Zamora, progresivamente desacreditado, castigado por su propia visibilidad pública.

Nadie, en cualquier caso, le pudo quitar a Alcalá Zamora su capacidad de lucidez diagnóstica y pronóstica respecto a la España que tanto amó. Y la historia, lamentablemente, le dio la razón respecto a sus más pesimistas temores. Lo peor es que, hoy, más de medio siglo después de su muerte, cuando creíamos haber encontrado aquella tercera España que él soñó, en 1978, la seguimos buscando, mientras parece contar más que nunca la política de la representación que ya fustigó Larra con su amarga ironía: «Todo es pura representación. Desengáñate de una vez y acaba de creer a pies juntillas no solo que vivimos bajo un régimen representativo, aunque te engañen las apariencias, sino que todo esto no es más que pura representación, a la cual para ser de todo punto igual a una de teatro no le faltan más que los silbidos».

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