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Fascinados por Cristo
Pensando en la Semana Santa, he recordado que, hace años, tuve en mis manos un viejo libro — Historia de la Pasión , se titulaba— con una dedicatoria de san Josemaría para un estudiante de Arquitectura: «Que busques a Cristo. Que encuentres a Cristo. Que ames a Cristo». Fechado en mayo de 1933, sería después el núcleo de un punto de Camino , cuya primera edición vería la luz en Valencia (1939). Son también el núcleo de la fe cristiana pues, como decía un obispo en el último Sínodo, el Evangelio no es una ideología sino una Persona viva. En efecto, todo lo que recoge la fe cristiana puede resumirse en aquella frase audaz de san Pablo: nosotros predicamos a Cristo crucificado.
Pero esa predicación no es simplemente una fuente de cultura acerca de un acontecimiento histórico. «En la tragedia de la Pasión —volvemos al fundador del Opus Dei— se consuma nuestra propia vida y la entera historia humana. La Semana Santa no puede reducirse a un mero recuerdo, ya que es la consideración del misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras almas; el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo». Tanto en su profesión de fe (el Credo), como en la celebración del misterio cristiano a través de los sacramentos, lo mismo que en la conducta que postula (mandamientos), así como en la vida de oración; todo eso ha de conducir a buscar, encontrar y amar a Cristo. O si se quiere, por decirlo en modo más trinitario, a ser hijos del Padre en Cristo por la gracia del Espíritu Santo.
Cristo ha afirmado de sí mismo que es Camino, Verdad y Vida. También que es Maestro. Es claro, pues, que Él mismo nos ayudará a encontrarlo, con el auxilio del Espíritu divino. Lo hallaremos en el Nuevo Testamento y, de modo particular, en los Evangelios. Y, al encontrarlo, se nos manifiesta el sentido de todas las cosas, puesto que, como afirma san Pablo, en Él están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. Él es el Logos del Padre, la sabiduría infinita de Dios y, a la vez, es perfecto hombre. En la Escritura descubriremos con asombro ambos aspectos: contemplaremos sus acciones admirables, muchas de las cuales —los milagros— revelan su condición divina. Cristo perfecto hombre no significa una caricatura de naturaleza humana en la que se entienda la perfección como la de un ser de cartón. No, esa perfección le lleva a sentir la alegría y el dolor, el hambre y la sed, los dolores y los atropellos, las lágrimas y la misericordia del modo más intenso posible en un ser humano. A la vez, se va desvelando su persona divina porque actúa como el que tiene poder, hasta llegar a decir al apóstol Felipe: el que me ha visto a mí, ve al Padre.
El cristiano puede, y necesita, encontrar a Cristo en la intimidad de la oración —contándole y escuchándole— y a través de los sacramentos. Benedicto XVI, en su reciente exhortación apostólica Sacramentum charitatis , relaciona todos ellos con la Eucaristía, «fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia». La actualización de los misterios salvadores de Cristo en la misa, la comunión eucarística, y la presencia de Jesús sacramentado en nuestros sagrarios serían suficientes para volvernos locos de amor si tuviéramos más fe. La Penitencia expresa también la maravilla de un Dios que perdona; y todos los restantes sacramentos, que son un remedio para cada necesidad de los hombres. Jesús nació, vivió nuestra vida, fue crucificado, resucitó y ascendió a los cielos. «Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse con su celo apostólico, para hacer con Él un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría» ( Es cristo que pasa ).
¡Cristo vive! No es una figura perdida en la historia; Jesús es el mismo ayer y hoy y siempre, como se lee en la Carta a los Hebreos. Cristo sigue actuando en el mundo, pero con respeto a nuestra libertad para buscarlo, encontrarlo y amarlo. «Su gran amor a Cristo, por quien se siente fascinado —decía Juan Pablo II en la ceremonia de beatificación de Josemaría Escrivá—, le lleva a consagrarse para siempre a Él y a participar en el misterio de su Pasión y Resurrección». Esa fascinación es propia de todos los santos en diversos modos; y también de todos los cristianos que deseen descubrir de veras el atractivo del Hombre-Dios. «Al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el misterio de la propia vida», escribía Juan Pablo II en la bula que convocaba para el jubileo del año 2000. Cristo es siempre novedad asombrosa, siempre abre al ser humano la perspectiva de ser divinizado y, por tanto, de ser más humano. Si se andan esos caminos, se entenderá experimentalmente aquello que dijo san Pablo: mi vivir es Cristo, y morir, ganancia.
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