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Mirando a Pentecostés

Cuando hayan pasado cincuenta días desde el Domingo de Resurrección, nosotros también seremos enviados, como aquellos primeros nosotros.

Juan Pablo II Magno, en la Homilía del 8 de junio de 2003, Domingo de Pentecostés, dijo que «La Iglesia de Cristo está siempre, por decirlo así, en estado de Pentecostés. Siempre reunida en el Cenáculo para orar, está, al mismo tiempo, bajo el viento impetuoso del Espíritu, siempre en camino para anunciar»

Nos pone, por decirlo así, ante dos situaciones ante las cuales debemos responder como católicos: la oración, la unión con Dios a través de ese hilo misterioso que es orar y, también, y sobre todo, hechos para anunciar, para estar, como dijo Pedro, «dispuestos para dar razón de nuestra esperanza» (1 Pe 3, 15) Y en eso debemos estar.

Por eso, una vez hemos sobrepasado los días en que celebramos el misterioso camino que Jesús siguió hasta su Calvario particular y por el cual quedamos justificados ante Dios y gracias a la voluntad de Dios, miramos hacia ese día en que Jesús, decidido a enviar a sus discípulos a transmitir su Palabra, también nos llamó a nosotros, a esa distancia de siglos, a que fuéramos heraldos de sí mismo y de su mensaje.

Por eso, aquí mismo, ahora que nos encontramos ilusionados con poder surgir de las cenizas con las que quisieron que nos convirtéramos y sirvió de señal de recordatorio de lo que somos, podemos trazar un, a modo, de camino, a través del cual respondamos, seamos corresponsables con Cristo, de hacer que el mundo vea hacia dónde es necesario dirigir nuestros, sus, pasos, para no errar en el intento de ser, al menos, una sombra de la huella de Jesús.

Si, imaginariamente, miramos al horizonte inmediato de nuestra vida, y vemos como se nos avalanzan las ocasiones de tergiversar nuestro proceder, que suponemos correcto pero perfectible, fácilmente seremos capaces de discernir ciertos hechos con los que cuales no podemos acordar nuestro paso; hemos de estar, en un sentido bien entendido, llevados «bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego» (Homilía de Benedicto XVI el 15 de mayo de 2005, Solemnidad de Pentecostés)

Por ejemplo, y sin ánimo de ser exhaustivos, diría yo, en primer lugar, que no podemos consentir, en aras de un cumplimiento, siquiera, de lo cotidiano, que se nos quiera hurtar la posibilidad de expresión de nuestra cristiandad, de nuestra catolicidad, bajo la sospecha de perturbadores del orden social políticamente correcto; ni, en segundo lugar, deberíamos dejarnos robar la cartera de la Fe por aquellos que, sin escrúpulos, esconden intenciones moralmente inaceptables bajo la capa, siempre flexible, de la educación estandarizada cuando esto está hecho con ánimo dirigista y controlador de las mentes incautas o inexpertas; en tercer lugar, no es conveniente que nos acomodemos o, lo que es lo mismo, que nos dejemos llevar por el mundo porque tenemos que recordar que, aunque estemos en él somos templo del Espíritu Santo (1 Cor 6, 19) y eso debemos de tenerlo en cuenta.

Por eso, y además, si miramos hacia Pentecostés y nos dejamos iluminar por el Espíritu de Dios que entonces, pero que ya recibimos en nuestro bautismo, nos volverá a recordar cuál es nuestra misión, debemos de estar, así, y en primer lugar, como hicieron los Apóstoles a requerimiento de Jesús, reunidos, «en oración con María en el Cenáculo, en espera de ese acontecimiento prometido» (Hch 1,14) (Homilía de Benedicto XVI el día 4 de junio de 2006, Solemnidad de Pentecostés), en espera de que, cuando llegue ese momento, nos encontremos preparados, purificado nuestro corazón del malestar que nos produce el mundo que, entre todos, hemos hecho y hacemos. Y María, Madre de Dios y Madre nuestra, no abandonará a los que la invocan, y consolará, con sus caricias divinas, el alma entristecida por lo que pasa, por lo que nos pasa.

Cuando hayan pasado cincuenta días desde que Jesús hiciera patente su promesa, nosotros también volveremos a mirar hacia nuestro inmediato futuro. Ahora, mientras esperamos ese acontecimiento, misterio que posiblemente no entendamos pero que con Fe creemos y podemos profesar es, también, seguramente, una buena hora para reforzar nuestra dicha con ese gozoso momento que, ya, ahora mismo, sentimos bien cerca.

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