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Más que terror

A veces envidio las circunstancias, más que el tiempo, en que don Emilio García Gómez y esta página Tercera se honraban mutuamente con sus estupendos escritos sobre poesía árabe, historia de al-Andalus o reflexiones varias de Humanismo. Por entonces, los árabes no constituían amenaza alguna y sí un apasionante campo de estudio y difusión cultural. Por otra parte, algún sector del arabismo no había derivado todavía hacia el activismo político en beneficio de dictadores, reyezuelos o extremistas musulmanes y el interés se centraba en las cosas mismas, no en utilitarios objetivos de designación directa. Pero ya no hay sitio para el sosiego. La demografía galopante, la posesión y uso del petróleo como arma de presión (por las implicaciones energéticas, comerciales o financieras en Occidente), la explosión del islam en busca de un imaginario pasado de perfecciones, paralela al repliegue sobre sí misma de una Europa que no cree en nada si no es en lejanas ballenas o histerias climáticas de fundamento dudoso, han cambiado tanto el paisaje que difícilmente lo reconocerían los maestros de don Emilio, Asín Palacios o Julián Ribera.

Hoy nuestra tarea es otra y por más que prefiriese hablar de las ocres casbahs del sur, o de niñas que cargaban cántaros y pastoreaban a sus hermanillos, no podemos cerrar los ojos ante lo que está sucediendo en Marruecos: el fanatismo y sus bombas han aventado las sonrisas amables y el escapismo turístico. Pero también ponen en entredicho la supuesta democratización del régimen y prueban la existencia de un sólido sustrato irracional que de modo intermitente reaparece año tras año. Y van más de veinte desde el ataque al restaurante El Descanso, en la carretera de Barcelona; cuatro desde el atentado contra la Casa de España en Casablanca; tres desde la matanza de Atocha, perpetrada, al parecer, por marroquíes, al menos como autores materiales; y sólo unos días desde la bomba contra un cibercafé. Cuatro terroristas han perecido anteayer víctimas de sus propios explosivos o de las expeditivas acciones de la policía marroquí: si no han estado nunca en Marruecos y quieren hacerse una idea, vean la película Babel y presenciarán una muestra fidedigna de sus procedimientos, sin mezcla de exageraciones de espectáculo. Ayer, en Argelia, los secuaces del F.I.S. nos recuerdan que siguen vivos y sin la menor intención de limitarse a la acción política con dos nuevos atentados y muchas víctimas nuevas.

El axioma del origen económico —la pobreza— del terrorismo islámico es un lugar común de elementalidad sonrojante cuando lo esgrimen impertérritos autotitulados intelectuales: no explican la procedencia acomodada de muchos de los asesinos, ni los ingentes recursos de que disponen para fines nada santos países como Arabia Saudí, Kuwait, etc., ni por qué en otras latitudes no menos depauperadas no asoman movimientos similares, con proyección sobre el Globo entero, de manera análoga a los crímenes que comete el denominado, más por cobardía que por eufemismo, «terrorismo internacional». ¿Quién se imagina a los colombianos, martirizados desde el lejano 1948, tras la muerte de Eliezer Gaitán, por el ciclo insurrección-represión, colocando bombas justicieras en el Metro neoyorquino? ¿Es pensable siquiera que los alemanes expulsados de Prusia, Pomerania y Silesia se hubieran dedicado a partir de 1945 a gimotear, mientras derribaban en vuelo aviones neozelandeses o surafricanos con el argumento de que les habían arrebatado su patria? El terror a escala planetaria desencadenado por musulmanes responde a resentimientos y frustraciones de orden ideológico mezcladas con la religión, sin que ésta, originariamente, haya cumplido otra función que la de alacena de donde extraer recuerdos para recubrir de santidad la barbarie. El desdén absoluto de los musulmanes por otras culturas —fuera de la instrumentación de la tecnología—, la convicción (a todas luces absurda) de la superioridad de su fe y de su sociedad, la conciencia de su inferioridad material y política, confrontados con una realidad tan subsidiaria que termina empujando a millones de personas a vivir entre los odiados occidentales, han cristalizado en rencor implacable, que unas veces arremete contra otros musulmanes a quienes se acusa de apostasía (takfir, recordamos que en el islam se castiga con la muerte) y otras se vierte contra los investidos como culpables por los mismos criminales, ya se trate de un jefe del Pentágono o de una alcalaína que viajaba en tren a su trabajo. Todos culpables.

Pero un movimiento de tales proporciones, de psicología de masas que se consideran agraviadas, con razón o sin ella, no surge y se multiplica desde la nada o sobre la única base de ensoñaciones siniestras de unos pocos orates visionarios, requiere un basamento social amplio proclive a escuchar y jalear semejantes mensajes. En las últimas pseudoelecciones marroquíes el partido Justicia y Desarrollo, de islamistas «moderados» —seguimos sin oír cuál es la diferencia entre moderados y extremistas— no llegó a alcanzar el 5 por ciento de los votos y desconocemos cuántos obtendría el ilegal, por ahora, Justicia y Caridad del jeque Yasin, pero repitamos el secreto a voces: si en algún país musulmán se dieran elecciones libres, los integristas islámicos ganarían de calle. Y así ha sucedido en las contadas ocasiones en que los comicios fueron relativamente limpios, caso de Argelia y Turquía. Marruecos no es una excepción, pese a las apariencias de modernidad en algunas ciudades o de los papeles de ciertos escritores que adoptan la sabia precaución de vivir en Francia. En las metástasis terroristas del islam no hay necesariamente difusión, aunque unos y otros grupos se conecten, sino poligénesis, es decir, identidad común de intolerancia y fanatismo en los mecanismos de pensamiento. La persecución de pastores evangélicos que pretenden difundir su credo, la imposición, incluso violenta e incluso en Europa, de usos «islámicos» (vestimenta, tabúes alimentarios), o el mero lema de la Gendarmería marroquí («Dios-Rey-Patria»: ¿les suena?) forman parte de un universo donde la sola mención de conceptos blanditos como la Alianza de Civilizaciones no más incitan a la risa y el desprecio.

A lo más que podemos aspirar —de parte de significados dirigentes musulmanes— es a declaraciones retóricas que menudean y entreveran con amenazas y muestras de incomparable desvergüenza. Nada menos que el Secretario del Congreso Mundial de Fes, Abduljalil Sajid (sic) contestaba (ABC, 19-2-06) a la pregunta de la justificación de la violencia en el islam: «No. Lo que hay son agravios. El colonialismo robó en nuestros países. Luego lo que se ha producido son reacciones a esas situaciones de injusticia, como ocurrió en su día en Suráfrica y ahora pasa en Chechenia, Cachemira o Palestina. Quienes se levantan contra la ocupación no necesitan la sanción de las autoridades religiosas, actúan por agravio, por odio. (...) El islam condena la violencia y predica la resistencia y la paciencia. El islam ya es la segunda religión de Europa y los europeos no tienen nada que temer». Es lícito preguntarse por la credibilidad de tales palabras, teniendo en cuenta que continuamente se detectan células islamistas en España (incluidas Ceuta y Melilla), que en nuestro país entran a la cañona cuantos marroquíes quieren, o que nosotros somos considerados por personajes como el precitado injustos ocupantes de al-Andalus, que debe retornar a sus auténticos dueños. En este contexto tampoco parece razonable tomar en serio ingenuidades (en caso de que lo sean) como la de Saad Eddin Ibrahim (ABC, 17-2-06): «Hay que procurar ampliar el espacio público de los demócratas del mundo musulmán, de modo que hay que impulsar los medios de comunicación libres y los sistemas judiciales independientes que protejan la libertad de prensa (...) se debe entablar y mantener un diálogo activo que implique a los islamistas». O informamos adecuadamente y con claridad a nuestra gente de lo que está ocurriendo en el país fronterizo, o en la calle donde residimos, o las próximas generaciones van a pasar momentos muy amargos.

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