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Roma: nubes y claros

Los días posteriores a la celebración del cincuentenario de la Unión Europea me han pillado en Roma. El cielo estaba cubierto, de vez en cuando, chaparrón. En el metro se circulaba en vagones que parecían recién puestos: se me desvaneció la imagen de aquellos trenes romanos de anteayer, grafiteados hasta cegar las ventanillas, como ruinas de tercera comparadas con las que pueblan la superficie de la ciudad. Pero no, limpios y funcionales, eran casi todo eso que uno le pide a la modernidad. Un circuito cerrado de televisión repetía en su interior, da capo senza fine , un breve spot institucional con montaje de videoclip, mudo, de azules fríos y destellos metalizados, que celebraba el Tratado de Roma y las conquistas de la UE. Unas palabras que iban y venían anunciaban los valores de Europa: el primero en aparecer era sorprendentemente —ma non tanto— seguridad, y seguía con empleo, medio ambiente, paz...— curiosa ausencia la de la libertad.

Uno no dejaba de observar el videoclip celebrativo con cierto sentido crítico. Especialmente a raíz del extrañamiento que se ha ido apoderando de la ciudadanía con respecto a las políticas comunitarias, y que va derivando en falta de participación. Pero sobre todo por el eco del discurso del Papa la víspera del cincuentenario. En él se preguntaba: ¿No es motivo de sorpresa el que la Europa de hoy, mientras quiere presentarse como una comunidad de valores, conteste cada vez más el hecho de que haya valores universales y absolutos? Esta singular forma de apostasía de sí misma, antes aún que de Dios, ¿no le lleva quizás a dudar de su misma identidad? Y aunque ciertamente ha habido muchos avances, también es verdad que si en la práctica han servido sólo para llegar a una comunidad de valores transitorios, entonces estamos en un simulacro de comunidad. Seamos realistas, ¿sobre qué valores evanescentes se va a poder reunir a griegos con ingleses, españoles con rumanos, etc.? Sin raíces fuertes no hay valores ni frutos. Me considero europeísta, pero Europa no es ni puede ser cualquier cosa, líquida, postmoderna, posthumana: en definitiva póstuma, deseosa de consumir por anticipado la herencia de sí misma porque no hay futuro razonable más allá de los próximos quince días, ni, por lo tanto, herederos.

Propongo un ejemplo: esos mismos palacios, iglesias, catedrales, bibliotecas, parlamentos que forjan parte de nuestro imaginario europeo, y que veneramos porque toman su sentido de valores fuertes inmateriales, se nos están convirtiendo en atracciones de parque temático. Un parque temático donde los objetos no son réplicas fidedignas, sino los propios originales. Los turistas los visitan, fotografían senza flash las figuras de una bóveda que cuenta la historia de la condición humana y su salvación, o un pergamino cuya delicuescencia aún deja leer la dignidad y la eficacia del diálogo socrático, o un acta parlamentaria auténticamente humanizante, o un par de hojas de la edición príncipe de una novela que ha conformado nuestra sensibilidad; pero no entienden el sentido de esas imágenes y palabras, y por lo tanto es muy difícil que crean en los valores que los fundamentan. Europa va tematizando todo esto, convirtiéndolo en un tema para otros , porque ella descree de sí. Gran paradoja porque, en gran parte, estos turistas somos los propios europeos: ser europeo hoy es serlo y ser turista de sí al mismo tiempo. Pero toda paradoja se termina aclarando: llega un segundo momento en que el turismo es totalmente externo, y los autóctonos , reducidos demográficamente —también lo denunció el Papa— se emplean en mantener el parque temático, incluso en ejercer de actores, como ocurre en las reservas indias de EE. UU. La tercera fase consiste en cerrar el parque temático porque los dueños del montaje desaparecieron, y los turistas externos se convirtieron en los dueños legales del solar.

Si nuestro arte y nuestra cultura quedan tematizados, y la auténtica comunidad de valores consiste en las destrezas retóricas y pragmáticas de una negociación de intereses ciegos a lo que no sea ellos mismos, entonces estaremos a merced de cualquier opa —hostil o no tanto— que nos haga un tercero económicamente irresistible: lo de E.on y Endesa quedará como una anécdota en comparación. ¿Quién dice que en algún momento no se traslade la torre Eiffel a un emirato árabe; o que para visitar la catedral de Santiago no habrá que desplazarse hasta la falda del Fujiyama?

Europa debe reconocer su diversidad de raíces, y sobre todo la unidad cultural inextricable que se ha ido forjando entre ellas. Pero ya se ve que la solución no está —sólo— en conseguir que Merkel ordene a un funcionario de Bruselas que eche mano del típex para enmendar unos pocos párrafos en el preámbulo de la Constitución Europea, y a imprenta. Los que reclamamos esas raíces tenemos la grave responsabilidad de mostrarlas vivas, de convertir esa herencia rica y compleja en auténticos frutos para todos.

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