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Benedicto XVI, octogenario

Dada su trayectoria, el Papa parece tener poco que aprender y mucho que enseñar. Pero no es así

No gustó a muchos —incluso llegó a molestar— la elección del cardenal Ratzinger como sucesor de Juan Pablo II, el Magno. Algunos intelectuales y diversos medios de comunicación se empeñaron en ver en el Papa bávaro el puño de hierro de una ortodoxia implacable, propia de una Iglesia desfasada y ajena al mundo. Nada más contrario al pontífice que esa imagen prefabricada de inquisidor y martillo de herejes.

Al cabo de dos años, Benedicto XVI ya es conocido como quien realmente es, sin tapujos ni clichés.

Como un hombre natural y dialogante, de formas sencillas y argumentación sólida. Profundamente humilde —con esa humildad que nace de sentirse criatura y no creador—, el Papa es más un administrador de talentos que un propietario de capacidades. Está acostumbrado a analizar antes que a diagnosticar, a servir antes que a exigir. A oír antes que a condenar.

A sus ochenta años, tras haber profesado en importantes universidades alemanas como Bonn, Münster, Tubinga o Ratisbona, fundar con Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac la revista internacional Communio, ser arzobispo de Múnich, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal y tantas cosas más, Benedicto XVI parece tener poco que aprender y mucho que enseñar. Pero no es así.

Como buen amante de la música, el Papa escucha, disfruta escuchando, y sólo habla cuando tiene algo importante que decir. Entonces, sí que lo hace. Con claridad, con la suprema potestas que le confiere su pontificado y la maxima auctoritas que le otorga su privilegiada inteligencia. Y se dirige al mundo entero, como pastor, no sólo de los cristianos, sino de todos lo hombres.

En estos dos años, Benedicto XVI nos ha recordado muchas cosas importantes, pero el centro de su mensaje gira en torno a la palabra purificación.

De la misma manera que el artista ha de poner a punto sus pinceles al enfrentarse al lienzo, o el músico afinar su instrumento antes de entonar una melodía, el intelectual coherente ha de purificar los conceptos si pretende analizar las cuestiones centrales que afectan a la Humanidad. Para Ratzinger, el Amor, la Razón y la Fe son nociones que es preciso clarificar de cara a un debate intelectual fructífero. Sólo a través de ellas podremos entablar un diálogo intercultural que nos permita alcanzar la paz y el desarrollo.

No sorprende, pues, que en su primera encíclica —Deus caritas est— haya tratado de purificar, de restaurar, como si de un busto antiguo se tratase, el concepto griego de eros para aplicarlo, con valentía, al mismo Dios.

En el corazón divino, afirma el Papa, subsiste tanto el agapé como el eros; el amor de donación y el de posesión. El amor con que Dios nos envuelve es, sobre todo, agapé, pero el Dios Todopoderoso «espera el sí de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa». He aquí el eros.

Por eso, esa «locura divina» griega, que prevalece frente a la razón, es también atribuible al Dios cristiano, que es Padre y ama paternalmente, esto es, locamente, a sus hijos los hombres.

En segundo lugar, el Papa reclama una constante purificación de la razón, «porque su ceguera ética es un peligro que nunca se puede descartar totalmente».

La Ilustración redujo el ámbito racional a lo verificable, a través de la experimentación, alejó la razón de las res divinae, y relegó la religión a la esfera acientífica de las subculturas.

La purificación de la razón conduce inexorablemente a la purificación de la fe.

«No obrar según la razón, no actuar de acuerdo al Lógos, es contrario a la naturaleza de Dios». Éste fue el mensaje central del malinterpretado discurso académico de Ratisbona.

En efecto, Dios es Lógos, como nos recuerda San Juan al comenzar el cuarto Evangelio. Por eso, la teología, en tanto disciplina científica, ha de preguntarse por la razón de la fe. Ésta no desprecia la ciencia; la potencia. Le da altos vuelos.

El problema del hombre actual es que tiene la vista cansada. Un ojo —el de la fe— es vago; el otro —el de la razón— miope. Y juntos forjan una imagen desfigurada de la realidad, un caos fruto del prisma de la autosuficiencia. De ahí la dificultad para conocer la verdad de las cosas, que no es otra que la verdad de Dios.

El Papa Ratzinger no teme esa purificación. Sospecho que sólo le importa conocer la Verdad, esa que libera al hombre de sus cadenas. Por eso, se atrevió a reclamar —nada menos que con Jürgen Habermas— la necesidad de «pensadores capaces de traducir las convicciones cifradas de la fe cristiana al lenguaje del mundo secularizado, para hacerlas así eficaces de nuevo».

¡Cuán difícil es encontrar mayor honestidad intelectual! ¡Qué arduo hallar en nuestra aldea global un espíritu tan libre como el del Papa!

Y es que, en el Amor, es decir, en Dios, el Santo Padre ha descubierto el lazo que une razón y fe. Al Amor se llega por ambos caminos. Éste es su gran tesoro. Su espléndido tesoro.

Y, generoso, el Romano Pontífice está ansioso por compartirlo con toda la Humanidad.

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