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Un Pontífice ilustrado
El Papa ha hecho un trabajo muy importante para el entendimiento entre confesiones cristianas
Un día como hoy, 17 de abril, hace dos años comenzó el cónclave de cardenales de la Iglesia que al cabo de dos días elegirían al nuevo sucesor de San Pedro, el hombre que iba a regir los destinos de la catolicidad y, sin lugar a dudas, el líder espiritual más importante del mundo. El 19, el cardenal Ratzinger se convertía en el 265 Pontífice, que significa «constructor de puentes», de Roma. Ya he explicado en varias ocasiones que tuve la fortuna de asistir a la misa de inicio del cónclave en la basílica de San Pedro y lo que me impresionó la homilía del cardenal Ratzinger que, con voz firme, la centró en el relativismo que acechaba —y acecha— a la humanidad. Me chocaron tanto sus palabras, que en mi habitual columna de entonces en el ABC, y antes de que fuese elegido Papa, me referí a que había tenido la sensación, la extraña sensación, de haber escuchado al futuro sucesor de Pedro. Su mensaje de ese día parecía salido de lo más profundo del espíritu y como si hubiese sido inspirado por otro espíritu más poderoso.
A lo largo de la historia de la Iglesia ha habido Papas para todos los gustos, alguno verdaderamente profético como Juan Pablo II. ¿Cómo podríamos definir a Benedicto XVI? Personalmente creo que este Papa es un verdadero Pontífice, en el sentido literal del término, es decir un constructor de puentes: entre lo antiguo y lo moderno, entre protestantes, ortodoxos y católicos, entre la filosofía y la teología, entre musulmanes, judíos y cristianos, o entre el llamado Antiguo Testamento y el Nuevo. Y es en este punto en el que voy a fijar mi atención en este segundo aniversario del pontificado de Benedicto XVI ya que creo que en esta labor de tender puentes, el Papa ha hecho un trabajo muy importante para el entendimiento, al menos, entre las diversas confesiones cristianas. Como buen teólogo y, sobre todo, como buen teólogo alemán, en cuyo país de origen existe una gran tradición de estudios bíblicos, el Papa es un gran estudioso de la Biblia, cuyo texto conoce con minucioso detalle.
El Antiguo Testamento es como uno de esos puzzles de diez mil fichas que es casi imposible de hacer como no tengamos un modelo sin fisuras. El Nuevo Testamento sería ese modelo que simplifica y ordena la palabra de Dios. No se si me estoy metiendo en un territorio que no es el mío, pero voy a seguir. Me impresionó ya hace años esa visión moderna y muy actual que el cardenal Ratzinger daba a los más antiguos textos de la Torá o Pentateuco, como por ejemplo a ese tantas veces leído, y tantas otras tan mal comprendido, Libro del Génesis. Frente a las concepciones fabulosas sobre la creación del mundo, el relato de la Creación, según Joseph Ratzinger, resulta ser como la ilustración decisiva de la historia: «Significa la liberación del universo por la razón, el reconocimiento de su racionalidad y de su libertad». Si tenemos en cuenta que esa genial descripción genesíaca —división de la creación en siete días, separación de los elementos y de las especies, distinción entre espíritu y materia— se escribió en la redacción que nosotros conocemos, y que recogía algunas tradiciones orales antiquísimas, nada menos que unos setecientos u ochocientos años antes de Jesucristo, comprenderemos que no es casual esa combinación inspirada del Libro del Génesis entre fe y razón.
Ahora, Benedicto XVI acaba de publicar un nuevo libro, Jesús de Nazaret, que no he podido leer todavía aunque sí el documentado resumen que ofrecía este diario el fin de semana pasado. Su intención, según el Papa, es presentar el Jesús de los Evangelios como el Jesús real, como el Jesús histórico en sentido verdadero y propio. Estoy esperando encontrarlo en las librerías españolas para comprarlo. Muchas veces he pensado qué razones hay para negar la figura de Jesucristo y no la de Platón o la de Aristóteles. Cuando en tantas ocasiones te encuentras metido en esas interminables discusiones donde, desde la ignorancia, se pretende negar la evidencia histórica, en este asunto o en cualquier otro suceso extraordinario, suelo dejar en el aire esta cuestión: «¿Y si los evangelistas se hubiesen limitado a transcribir la historia tal como se la contaron los que la vivieron? ¿Y si, al margen de la fe, todo fuese verdad histórica?»
La nueva ley, según la recentísima obra de Joseph Ratzinger, se resume en el Sermón de la Montaña y constituye una especie de «autorretrato de Jesús», retrato en el que puede, desde su libertad, también mirarse el hombre, humanizando, en este sentido, ese diálogo ancestral, cara a cara, con el Dios de la ley mosaica. El Dios bíblico que otorga una ley justa, que luego humaniza el cristianismo, y que nos describe el Papa en su Jesús de Nazaret, jamás podrá significar, pues, sometimiento. Y toda religión que no se fundamente en la inalienable libertad del hombre, incluso para elegir el camino del mal, nos conducirá inevitablemente hacia la esclavitud y la autodestrucción. He aquí el enorme mensaje de este Papa ilustrado, en el segundo aniversario de su Pontificado.
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