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Intelectuales

Momento llegará en que se haga la historia de cómo la acción política del Gobierno ha estado basada en la mentira

Uno de los síntomas más relevantes de esta etapa de confusión y crisis que se vive en la sociedad occidental, y muy especialmente en España, viene dado por la destrucción del lenguaje. Las palabras pierden su significado primigenio y se convierten en cáscaras vacías, carentes de valor descriptivo, se prostituyen, al servicio de espurios intereses y pierden su capacidad expresiva. Los ejemplos son innumerables pero hoy vamos a referirnos al caso de los «intelectuales», palabra relativamente reciente (se empezó a usar en Francia en la década de los ochenta del siglo XIX) y que nunca ha podido ocupar el lugar de alguna de sus nobles precedentes, como «humanista» o «ilustrado». Y no ha podido porque, desde el principio, ha sido víctima de una exagerada politización, ya que, en vez de ponerse al servicio de la verdad, que debía ser su misión esencial, se han puesto al servicio del poder, en busca de un buen «pesebre», como se suele decir por aquí. La más notable excepción es Zola con su famoso artículo J'accuse, en el que se enfrentó contra el establishment del momento en defensa del injustamente perseguido Dreyfus. Los seudointelectuales de hoy, incluidos los firmantes de manifiestos que se difunden por la Red, jamás se enfrentarían con el poder, cuando éste es de izquierdas, que por algo les subvenciona generosamente. Prefieren dirigir sus dardos contra la oposición, en su «democrático» esfuerzo de «tinelización», encaminado a marginar para siempre a quienes no comparten lo que, según ellos, es políticamente correcto y aceptable.

Los anglosajones, más realistas, nunca han confiado mucho en este tipo de intelectuales a los que, despectivamente, califican como «cabezas de huevo» (eggheads). Y en el Oxford Dictionary la acepción principal es un adjetivo («relativo al intelecto») y sólo en segunda acepción es un sustantivo que define a «una persona con un intelecto altamente desarrollado». Me da la impresión de que ninguno de los «abajofirmantes» al servicio de los intereses del poder encaja en esta escueta definición. Toda esa chusma de cineastas, novelistas de tercera, enchufados y arribistas de toda laya que se han apropiado del término están a años luz de la definición que da el DRAE de «intelectual» («dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras»). A no ser que nos resignemos a considerar como tales a esa señora que le gustaría desayunarse fusilando a algunos de sus adversarios o incluso al nunca bien ponderado Pepe Blanco, que causa sensación cada vez que aparece en las pantallas. Por no hablar de la ministra de Cultura, que confunde los dibujos animados con el latín.

Pero estos «intelectuales» individuales no serían nada si no estuvieran potenciados y jaleados por esos otros «intelectuales colectivos» que son los medios de comunicación al servicio del poder, que en España han copado la parte mayor y más influyente de las terminales mediáticas, estableciendo lo que Benedicto XVI acaba de denominar en su último libro como «el diktat de las opiniones dominantes». Se crea así un clima de opinión, que parece llenarlo todo y que excluye inquisitorialmente a cualquier discrepante. Hasta que la parte más consciente del pueblo logra liberarse de esa «violencia tan intelectual como la voluntad humana a la que pretenden sojuzgar», de que hablaba Tocqueville. El rey del cuento estaba desnudo, la desnudez de los intelectuales de izquierda consiste en haber desertado de la búsqueda de la verdad, poniéndose al servicio de la mentira institucionalizada. Momento llegará en que se haga la historia de cómo toda la acción política del Gobierno Zapatero ha estado basada en la mentira. Una mentira que, para intentar ser eficaz, empieza por afirmar y reiterar que los que mienten son los otros. Una obra maestra de hipocresía que, como se sabe, es el homenaje que el vicio rinde a la virtud.

Los seudointelectuales españoles de izquierda se recrean en su encanallamiento y cada vez se hunden más en su abyección. Aquí no es imaginable nada similar a lo que ha ocurrido en Francia, donde intelectuales —estos sí, auténticos— procedentes de la izquierda, como Max Gallo, André Glucksman o Luc Ferry, no han tenido inconveniente en apoyar a Nicolás Sarkozy, convencidos de que sólo sus propuestas dan una esperanza de que Francia salga de su marasmo. Y eso a pesar de que Sarko no desaprovecha ocasión de recalcar la necesidad de volver a los valores tradicionales y mantener el principio de autoridad. Una actitud que pondría de los nervios a los apaletados intelectuales de eso que ellos llaman «este país». Un lúcido escritor ruso —de esos que toda su vida ha ido contra corriente, sin pesebres en los que pastar—, Alexander Kobakov, acaba de decir en una entrevista una frase que, por sí sola y bien meditada, descalifica a toda esta caterva de seudointelectuales al servicio de la mentira: «Ningún intelectual occidental sería de hoy de izquierdas si hubiese vivido bajo el poder soviético».

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