conoZe.com » Baúl de autor » Eleuterio Fernández Guzmán » Eleuterio - 2007

Una llamada para la mies

El último domingo de abril se celebra la jornada Mundial de Oración por las vocaciones (al sacerdocio y a la vida consagrada), como máxima expresión del amor entendido en su pleno sentido, como corazón que late dentro del mundo y es para el mundo porque dándose a él se da a Jesús y, así a Dios. Una llamada a que quienes sean capaces de oírla, a aquellas personas que sientan la inspiración de Dios en sus corazones, respondan a ella de la forma más correcta y adecuada posible.

El lema es bastante clarificador y nos pone en la realidad misma del mensaje de Dios: «Haz latir el corazón del mundo». Por eso, no es sólo el hecho mismo de que se demanden trabajadores para la mies sino, yendo más allá de esto, hacer que el destino normal y lógico de su trabajo esforzado, sea ese mundo donde viven, conviven, aman, ese mundo tan alterado por los elementos tergiversantes de su propio ser; por eso, lo que, en este caso es de destacar es que ese «seguidme y os haré pescadores de hombres» (Mc 1, 17) lo es para que aquellos que hayan caído en la «red» del amor de Cristo y, por ende, de Dios, sientan que han sido llamados a hacer lo mismo. Pero para todos, en general, extensivamente.

Dice Benedicto XVI en su Mensaje con motivo de la Jornada de la que hablamos, titulado «La vocación al servicio de la Iglesia Comunión», que «la misión de la Iglesia se funda por tanto en una íntima y fiel comunión con Dios». Esa especial unión, que nos distingue a los que nos consideramos hijos de Dios de los que no estiman que lo son, nos hace constituir «un solo cuerpo y un solo espíritu» en Cristo. A ese mundo va dirigido el mensaje y el lema porque según la Constitución «Lumen Gentium» (4) es, la Iglesia «un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Cabe, por lo tanto, y en primer lugar, comunicar al mundo la siempre Buena Noticia de que formamos una comunidad y que, como tal, ha de vibrar, en nosotros, ha de latir, nuestra vida al unísono, con el único acento procedente del amor de Dios y, así, hacer mover al mundo, este siglo que, muchas veces, permanece atareado por lo útil y lo «necesario» (equivocado) que, atrapado por el tener, socava cualquier valor que no rime con relativista o nihilista o subjetivista, rítmico movimiento que, desde su vacío, invade los procederes de aquellos que no ponen límite a su ambición desmedida.

Pero, además, ese latido, eso que hay que mover, eso que hay que hacer vivir, es el corazón. Éste no es, sólo, un músculo que bombea sangre sino que es, como sabemos, o representa, o se le entiende, como algo más. Además de ser, seguramente, el órgano más importante de la vida humana, en un sentido espiritual tiene otros significados más ricos en contenido. El corazón es el mismo espacio de donde salen las obras, donde mora el alma, donde tiene su asiento, por lo tanto, el bien y el mal. Cabe, por eso mismo, hacer que el latido de la Palabra de Dios que se transmite a través de aquellos que se llama a la vocación, limpie el que esté dañado, el que no esté sano, el que haya caído en la noche tenebrosa del pecado porque sabemos que el corazón tiene ojos, que ven el mundo; que el corazón tiene manos, con las que tocamos el gozo de Dios o el fracaso del hombre, que tiene oídos con los que es más fácil percibir el ruido del siglo o la suave brisa de Dios; que, por último, tiene boca por la que se profieren bendiciones o maldiciones según sea nuestro comportar y nuestro entendimiento de lo que nos rodea relacionado, sobre todo, esto, con el asiento que haya tomado, en nosotros, la Palabra de Dios.

Y ese corazón, ese sutil hilo que nos une con el Reino de Dios si sentimos su presencia en nosotros, si sabemos distinguir los caminos que nos llevan a él de los que nos abocan al mal, ha de latir para hacerse grande, para que sea capaz de amar con un amor intenso, único, extensible, y ese amor ha de ser, si no es sentido de motu propio por cualquiera, provocado por aquellas personas que son llamadas al servicio de Dios y, por eso del hombre. Por eso celebramos esta Jornada Mundial, para que para la mies se trabaje y para eso se hace ese llamado.

Y, sin embargo, toda esta actividad buscadora, todo este decir «ven y sígueme», como si fuéramos Mateo en su cobraduría, no está, o se hace, para cualquiera, en general, sino al contrario en concreto para un mundo nuestro en el que vivimos. No se trata de algo lanzado al viento para ver si alguien dice sí, sino con un objetivo muy exacto: el mundo.

El corazón de Dios no tiene fronteras. Eso mismo provoca que cuando se trata de hacer algo, como lo que se pretende a partir de esta Jornada (a partir de y no sólo en ésta), se ha de intentar que se universalice el efecto de la llamada, que no se quede en aquellos que conocen el mensaje y la doctrina de Cristo y, por lo tanto, la voluntad de Dios sino que, al contrario, comprenda, en ella, a todos los corazones que, al unísono, han de latir, que a la vez, han de manifestar su querencia por el amor de Dios, su voluntad de no ser ajenos a la influencia de la vida que el Padre infunde en nosotros, de ser (como dicen los materiales preparados para la ocasión que aunque, como en este caso, vayan dirigidos a jóvenes bien valen para todos los que no lo somos tanto) «motores en el interior de la humanidad».

Por último, en la, digamos, despedida que, en el Guión Litúrgico para la Eucaristía del IV Domingo de Pascua se ha elaborado, se dice que «somos enviados como buenos pastores para conducir a nuestros hermanos al buen pasto de la fraternidad y del amor. Lo hemos aprendido del Señor y nos sentimos orgullosos de haber descubierto que podemos ser como Él, Buen Pastor. Nuestro compromiso con la Iglesia se puede concretar en esta Jornada en orar al Buen Pastor para que siga enviando otros pastores a su Iglesia, y en colaborar para que aquellos que han sido llamados puedan disponer de los recursos necesarios para ser fieles hasta el final». Esto, pienso yo, también se hace extensible, o habría que hacerlo, a todos, y no sólo a los que vayan a ser sacerdotes o religiosos. La llamada, esa vocación que, más que particular, y en este caso y Jornada, comprensible, es para cada una de las personas que nos consideramos hijos de Dios porque así cumplimos con su voluntad: que todos sean uno.

Por eso mismo, se presenta el testimonio de D. Santiago Casanova, Laico, que clarifica bastante la extensión que resulta importante hacer de esa, tan repetida aquí, llamada. Nos dice que se levanta «cada mañana sintiendo que el Padre me sigue llamando a ser fermento en la masa, que el Padre me sigue interpelando en mi trabajo, en mi familia, en mi entorno».

Ni más ni menos, porque se trata de un latir del corazón del mundo en el que estamos todos aunque unos, de forma especial, admitan que son lo que son y, por eso, se entregan en una medida, digamos, rebosante, llena, en plenitud con el amor de Dios.

Al menos, el resto, permanecemos en la retaguardia de la fe como avanzadilla del hoy, para que no se olvide que también en nuestros corazones late esa llamada, que también respondemos como sabemos y que, también, queremos, como dice el Santo Padre, en el mensaje antes citado, ponernos «al servicio del Evangelio» porque percibimos la presencia de Dios «y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana», como un latir eterno, para la eternidad.

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