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Introducción
1. La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es «Señor y dador de vida». Así lo profesa el Símbolo de la Fe, llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de los dos Concilios —Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381)—, en los que fue formulado o promulgado. En ellos se añade también que el Espíritu Santo «habló por los profetas». Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de su fe, Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de Juan, el Espíritu Santo nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el día grande de la fiesta de los Tabernáculos: «" Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí ", como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva».[1] Y el evangelista explica: «Esto decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él».[2] Es el mismo símil del agua usado por Jesús en su coloquio con la Samaritana, cuando habla de una «fuente de agua que brota para la vida eterna»,[3] y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento «de agua y de Espíritu» para «entrar en el Reino de Dios».[4]
La Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de la experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama desde el principio su fe en el Espíritu Santo, como aquél que es dador de vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna.
2. Esta fe, profesada ininterrumpidamente por la Iglesia, debe ser siempre fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios. Durante el último siglo esto ha sucedido varias veces; desde León XIII, que publicó la Encíclica Divinum illud munus (a. 1897) dedicada enteramente al Espíritu Santo, pasando por Pío XII, que en la Encíclica Mystici Corporis (a. 1943) se refirió al Espíritu Santo como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa conjuntamente con Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico,[5] hasta el Concilio Ecuménico Vaticano II, que ha hecho sentir la necesidad de una nueva profundización de la doctrina sobre el Espíritu Santo, como subrayaba Pablo VI: «A la cristología y especialmente a la eclesiología del Concilio debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo, justamente como necesario complemento de la doctrina conciliar».[6]
En nuestra época, pues, estamos de nuevo llamados, por la fe siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia, a acercarnos al Espíritu Santo que es dador de vida. Nos ayuda a ello y nos estimula también la herencia común con las Iglesias orientales, las cuales han custodiado celosamente las riquezas extraordinarias de las enseñanzas de los Padres sobre el Espíritu Santo. También por esto podemos decir que uno de los acontecimientos eclesiales más importantes de los últimos años ha sido el XVI centenario del I Concilio de Constantinopla, celebrado contemporáneamente en Constantinopla y en Roma en la solemnidad de Pentecostés del 1981. El Espíritu Santo ha sido comprendido mejor en aquella ocasión, mientras se meditaba sobre el misterio de la Iglesia, como aquél que indica los caminos que llevan a la unión de los cristianos, más aún, como la fuente suprema de esta unidad, que proviene de Dios mismo y a la que San Pablo dio una expresión particular con las palabras con que frecuentemente se inicia la liturgia eucarística: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros».[7]
De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia, las cuales celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el Padre al mundo, «para que el mundo se salve por él» [8] y «toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre».[9] De esta misma exhortación arranca ahora la presente Encíclica sobre el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria: él es una Persona divina que está en el centro de la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia.[10] Esta Encíclica arranca de la herencia profunda del Concilio. En efecto, los textos conciliares, gracias a su enseñanza sobre la Iglesia en sí misma y sobre la Iglesia en el mundo, nos animan a penetrar cada vez más en el misterio trinitario de Dios, siguiendo el itinerario evangélico, patrístico v litúrgico: al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.
De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos, que trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo descubrimiento de Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito, como lo presenta Jesús a la Samaritana; la necesidad de adorarlo «en espíritu y verdad»; [11] la esperanza de encontrar en él el secreto del amor y la fuerza de una «creación nueva»: [12] sí, precisamente aquél que es dador de vida.
La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar el Espíritu mientras, junto con la familia humana, se acerca al final del segundo milenio después de Cristo. En la perspectiva de un cielo y una tierra que «pasarán», la Iglesia sabe bien que adquieren especial elocuencia las «palabras que no pasarán».[13] Son las palabras de Cristo sobre el Espíritu Santo, fuente inagotable del «agua que brota para vida eterna»,[14] que es verdad y gracia salvadora. Sobre estas palabras quiere reflexionar y hacia ellas quiere llamar la atención de los creyentes y de todos los hombres, mientras se prepara a celebrar —como se dirá más adelante— el gran Jubileo que señalará el paso del segundo al tercer milenio cristiano.
Naturalmente, las consideraciones que siguen no pretenden examinar de modo exhaustivo la riquísima doctrina sobre el Espíritu Santo, ni privilegiar alguna solución sobre cuestiones todavía abiertas. Tienen como objetivo principal desarrollar en la Iglesia la conciencia de que en ella «el Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo».[15]
Notas
[1] Jn 7, 37 s.
[2] Jn 7, 39.
[3] Jn 4, 14; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.
[4] Cf. Jn 3, 5.
[5] Cf. León XIII, Ep. Encicl. Divinum illud munus (9 mayo 1897): Acta Leonis, 17 (1898), pp. 125-148; Pío XII, Carta Encicl. Mystici Corporis (29 de junio 1943): AAS 35 (1943), pp. 183-248.
[6] Audiencia general del 6 de junio de 1973: Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios, XI (1973), 74.
[7] Misal Romano; cf. 2 Cor 13, 13.
[8] Jn 3, 17.
[9] Flp 2, 11.
[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso internacional de Pneumatología (26 de marzo de 1982): «L'Osservatore Romano» en lengua española, 30 de mayo, 1982, p. 2.
[11] Cf. Jn 4, 24.
[12] Cf. Rom 8,22; Gál 6,15.
[13] Cf. Mt 24, 35
[14] Jn 4, 14.
[15] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17.
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