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1. Motivo del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
49. El pensamiento y el corazón de la Iglesia se dirigen al Espíritu Santo al final del siglo veinte y en la perspectiva del tercer milenio de la venida de Jesucristo al mundo, mientras miramos al gran Jubileo con el que la Iglesia celebrará este acontecimiento. En efecto, dicha venida se mide, según el cómputo del tiempo, como un acontecimiento que pertenece a la historia del hombre en la tierra. La medida del tiempo, usada comúnmente, determina los años, siglos y milenios según trascurran antes o después del nacimiento de Cristo. Pero hay que tener también presente que, para nosotros los cristianos este acontecimiento significa, según el Apóstol, la «plenitud de los tiempos»,[193] porque a través de ellos Dios mismo, con su «medida», penetró completamente en la historia del hombre: es una presencia trascendente en el «ahora» («nunc») eterno. «Aquél que es, que era y que va a venir»; aquél que es «el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin».[194] «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna».[195] «Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer ... para que recibiéramos la filiación».[196] y esta encarnación del Hijo-Verbo tuvo lugar «por obra del Espíritu Santo».
Los dos evangelistas, a quienes debemos la narración del nacimiento y de la infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo sobre esta cuestión. Según Lucas, en la anunciación del nacimiento de Jesús María pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» y recibe esta respuesta: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios».[197]
Mateo narra directamente: «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo».[198] José turbado por esta situación, recibe en sueños la siguiente explicación: «No temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». [199]
Por esto, la Iglesia desde el principio profesa el misterio de la encarnación, misterio-clave de la fe, refiriéndose al Espíritu Santo. Dice el Símbolo Apostólico: «que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen». Y no se diferencia del Símbolo nicenoconstantinopolitano cuando afirma: «Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre».
«Por obra del Espíritu Santo» se hizo hombre aquél que la Iglesia, con las palabras del mismo Símbolo, confiesa que es el Hijo consubstancial al Padre: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado». Se hizo hombre «encarnándose en el seno de la Virgen María». Esto es lo que se realizó «al llegar la plenitud de los tiempos».
50. El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio al que la Iglesia ya se prepara, tiene directamente una dimensión cristológica; en efecto, se trata de celebrar el nacimiento de Jesucristo. Al mismo tiempo, tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó «por obra del Espíritu Santo». Lo «realizó aquel Espíritu que —consubstancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina.
En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la suprema gracia —«la gracia de la unión»—fuente de todas las demás gracias, como explica Santo Tomás.[200] A esta obra se refiere el gran Jubileo y se refiere también —si penetramos en su profundidad— al artífice de esta obra: la persona del Espíritu Santo.
A «la plenitud de los tiempos» corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. «Por obra del Espíritu Santo» se realiza el misterio de la «unión hipostática», esto es, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona del Verbo–Hijo. Cuando María en el momento de la anunciación pronuncia su «fiat»: «Hágase en mí según tu palabra»,[201] concibe de modo virginal un hombre, el Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios. Mediante este «humanarse» del Verbo-Hijo, la autocomunicación de Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la creación y de la salvación. Esta plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia expresiva en el texto del evangelio de San Juan. «La Palabra se hizo carne».[202] La Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir también en ella, en cierto modo, todo lo que es «carne» toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene también su significado cósmico y su dimensión cósmica. El «Primogénito de toda la creación»,[203] al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo a toda la realidad del hombre, el cual es también «carne»,[204] y en ella a toda «carne» y a toda la creación.
51. Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por consiguiente, pertenece al contenido del gran Jubileo futuro. La Iglesia no puede prepararse a ello de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en «la plenitud de los tiempos» se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia. Por obra suya puede hacerse presente en la nueva fase de la historia del hombre sobre la tierra: el año dos mil del nacimiento de Cristo.
El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad humana. «¡Feliz la que ha creído!»; [205] así es saludada María por su parienta Isabel, que también estaba «llena de Espíritu Santo»,[206] En las palabras de saludo a la que «ha creído», parece vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo dirá que «no creyeron»,[207] María entró en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo. Escribe San Pablo: «El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad».[208] Cuando Dios Uno y Trino se abre al hombre por el Espíritu Santo, esta «apertura» suya revela y, a la vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad. Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la fe de María, mediante «la obediencia a la fe».[209] Sí, «¡feliz la que ha creído!».
Notas
[193] Cf. Gál 4, 4.
[194] Ap 1, 8; 22, 13.
[195] Jn 3, 16.
[196] Gál 4, 4 s.
[197] Lc 1, 34 s.
[198] Mt 1, 18.
[199] Mt 1, 20 s.
[200] S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIIa, q. 2, aa. 10-12; q. 6, a. 6; q. 7, a. 13.
[201] Lc 1, 38.
[202] Jn 1, 14.
[203] Col 1, 15.
[204] Cf. Por ejemplo, Gén 9, 11; Dt 5, 26; Job 34, 15; Is 40, 6; 52, 10; Sal 145 [144], 21; Lc 3, 6; 1 Pe 1, 24.
[205] Lc 1, 45.
[206] Cf. Lc 1, 41.
[207] Cf. Jn 16, 9.
[208] 2 Cor 3, 17.
[209] Cf. Rom 1, 5.
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