conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Dominum et vivificantem » Parte III.- El Espíritu que da la Vida

5. La Iglesia sacramento de la unión intima con Dios

61. Acercándose el final del segundo milenio, que a todos debe recordar y casi hacer presente de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los tiempos, la Iglesia, una vez más, trata de penetrar en la esencia misma de su constitución divino-humana y de aquella misión que la hace participar en la misión mesiánica de Cristo, según la enseñanza y el plan siempre válido del Concilio Vaticano II. Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al Cenáculo donde Jesucristo revela el Espíritu Santo como Paráclito, como Espíritu de la verdad, y habla de su propia «partida» mediante la Cruz como condición necesaria de su «venida»: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré».[267] Hemos visto que este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la humanidad a través de la Iglesia.

A la luz de este anuncio adquiere igualmente pleno significado lo que Jesús, durante la última Cena, dice a propósito de su nueva «venida». En efecto, es signicativo que en el mismo discurso de despedida, anuncie no sólo su «partida», sino también su nueva «venida». Dice textualmente: «No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros».[268] Y en el momento de la despedida definitiva, antes de subir al cielo, repetirá aun más explícitamente: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».[269] Esta nueva «venida» de Cristo, este continuo venir para estar con los apóstoles y con la Iglesia, este «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo», ciertamente no cambia el hecho de su «partida»; le sigue a ésa tras la conclusión de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, y tiene lugar en el marco del preanunciado envío del Espíritu Santo y, por así decir, se encuadra dentro de su misma misión. Y sin embargo se cumple por obra del Espíritu Santo, el cual hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. Esta nueva venida de Cristo por obra del Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la vida espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece «hasta el fin del mundo». Todo esto acontece por obra del Espíritu Santo.

62. La expresión sacramental más completa de la partida de Cristo por medio del misterio de la Cruz y de la Resurrección es la Eucaristía. En ella se realiza sacramentalmente cada vez su venida y su presencia salvífica: en el Sacrificio y en la Comunión. Se realiza por obra del Espíritu Santo, dentro de su propia misión.[270] Mediante la Eucaristía el Espíritu Santo realiza aquel «fortalecimiento del hombre interior» del que habla la Carta a los Efesios.[271] Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo «revela plenamente el hombre al hombre», sugiriendo «una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad».[272] Esta unión se expresa y se realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza, aprende también a «encontrarse ... en la entrega sincera de sí mismo» [273] en la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.

Por esto los primeros cristianos, ya desde los días que siguieron a la venida del Espíritu Santo, «acudían asiduamente a la fracción del pan y a la oración», formando así una comunidad unida en las enseñanzas de los apóstoles.[274] De esta manera «reconocían» que su Señor resucitado y ya ascendido al cielo, venía nuevamente, en medio de ellos, en la comunidad eucarística de la Iglesia y por medio de ésta. Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio se manifestó y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía. Y así ha sido siempre en todas las generaciones cristianas hasta nuestros días, hasta esta vigilia del cumplimiento del segundo milenio cristiano. Ciertamente, debemos constatar, por desgracia, que el milenio ya transcurrido ha sido el de las grandes divisiones entre los cristianos. Por consiguiente, todos los creyentes en Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, deberán poner todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a la voluntad del Espíritu Santo, «principio de unidad de la Iglesia»,[275] para que todos los bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, se encuentren unidos como hermanos en la celebración de la misma Eucaristía «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad».[276]

63. La presencia eucarística de Cristo, su sacramental «estoy con vosotros», permite a la Iglesia descubrir cada vez más profundamente su propio misterio, como atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual «la Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de unidad de todo el género humano».[277] Como sacramento, la Iglesia se desarrolla desde el misterio pascual de la «partida» de Cristo, viviendo de su «venida» siempre nueva por obra del Espíritu Santo, dentro de la misma misión del Paráclito-Espíritu de la verdad. Este es precisamente el misterio esencial de la Iglesia como proclama el Concilio.

Si en virtud de la creación Dios es aquél en el que todos «vivimos, nos movemos y existimos»,[278] a su vez la fuerza de la Redención perdura y se desarrolla en la historia del hombre y del mundo como en un doble «ritmo», cuya fuente se encuentra en el eterno Padre. Por un lado, es el ritmo de la misión del Hijo, que ha venido al mundo, naciendo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo; y por el otro, es también el ritmo de la misión del Espíritu Santo, como ha sido revelado definitivamente por Cristo. Por medio de la «partida» del Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y Espíritu de la verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad de la presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que «se había ido» a través del misterio pascual, «viene» y está continuamente presente en el misterio de la Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por obra del Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como sacramento. Esto sucede también porque, por voluntad de su Señor, mediante los diversos sacramentos la Iglesia realiza su ministerio salvífico para el hombre. El ministerio sacramental, cada vez que se realiza, lleva consigo el misterio de la «partida» de Cristo mediante la Cruz y la Resurrección, por medio de la cual viene el Espíritu Santo. Viene y actúa: «da la vida». En efecto, los Sacramentos significan la gracia y confieren la gracia; significan la vida y dan la vida. La Iglesia es la dispensadora visible de los signos sagrados, mientras el Espíritu Santo actúa en ellos como dispensador invisible de la vida que significan. Junto con el Espíritu está y actúa en ellos Cristo Jesús.

64. Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es en Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es «el otro Paráclito» o «nuevo consolador» porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida.

Cuando usamos la palabra «sacramento» referido a la Iglesia, hemos de tener presente que en el texto conciliar la sacramentalidad de la Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido estricto, es propia de los Sacramentos. Leemos al respecto: «La Iglesia es ... como un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios». Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que la palabra es empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la vida; la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del Espíritu vivificante.

El Vaticano II añade que la Iglesia es «un sacramento de la unidad de todo el género humano». Se trata evidentemente de la unidad que el género humano, diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene de Dios y en Dios. Ella tiene sus raíces en el misterio de la creación y adquiere una nueva dimensión en el misterio de la Redención, en orden a la salvación universal. Puesto que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»,[279] la Redención comprende todos los hombres y, en cierto modo, toda la creación. En la misma dimensión universal de la Redención actúa, en virtud de la «partida» de Cristo, el Espíritu Santo. Por ello la Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma como «sacramento de la unidad de todo el género humano». Sabe que lo es por el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios.

De este modo, se realiza la «condescendencia» del infinito Amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su «imagen y semejanza». Bajo la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios. De este acercamiento de los dos polos de la creación y de la redención, Dios y el hombre, la Iglesia se convierte en «sacramento, o sea signo e instrumento». Ella actúa para restablecer y reforzar la unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación de comunión que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Redentor. Es una verdad que, en base a las enseñanzas del Concilio, podemos meditar, desarrollar y aplicar en toda la extensión de su significado en esta fase del paso del segundo al tercer milenio cristiano. Y nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de que dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación —que está inscrita en la historia de la humanidad— está presente y operante el Espíritu Santo, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación terrena del hombre y hace confluir toda la creación —toda la historia—hacia su último término en el océano infinito de Dios

Notas

[267] Jn 16, 7.

[268] Jn 14, 18.

[269] Mt 28, 20.

[270] Es lo que expresa la «Epiclesis» antes de la Consagración: «Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor» (Plegaria eucarística II).

[271] Cf. Ef 3, 16.

[272] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.

[273] Ibid.

[274] Cf. Act 2, 42.

[275] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 2.

[276] S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus XXVI, 13: CCL 36, p. 266; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 47.

[277] Const. dogrn. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

[278] Act 17, 28.

[279] 1 Tim 2, 4.

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