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Introducción
1. La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 4–6).
Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María,[1] deseo iniciar también mi reflexión sobre el significado que María tiene en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia. Pues, son palabras que celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el misterio de la «plenitud de los tiempos».[2]
Esta plenitud delimita el momento, fijado desde toda la eternidad, en el cual el Padre envió a su Hijo «para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Esta plenitud señala el momento feliz en el que «la Palabra que estaba con Dios ... se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano. Esta misma plenitud señala el momento en que el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud de gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de Cristo. Esta plenitud define el instante en el que, por la entrada del eterno en el tiempo, el tiempo mismo es redimido y, llenándose del misterio de Cristo, se convierte definitivamente en «tiempo de salvación». Designa, finalmente, el comienzo arcano del camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la Iglesia saluda a María de Nazaret como a su exordio,[3] ya que en la Concepción inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre.
2. La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo (cf. Mt 28, 20), camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María, que «avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz».[4] Tomo estas palabras tan densas y evocadoras de la Constitución Lumen gentium, que en su parte final traza una síntesis eficaz de la doctrina de la Iglesia sobre el tema de la Madre de Cristo, venerada por ella como madre suya amantísima y como su figura en la fe, en la esperanza y en la caridad.
Poco después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver a hablar de la Virgen Santísima, exponiendo en la Carta Encíclica Christi Matri y más tarde en las Exhortaciones Apostólicas Signum magnum y Marialis cultus [5] los fundamentos y criterios de aquella singular veneración que la Madre de Cristo recibe en la Iglesia, así como las diferentes formas de devoción mariana —litúrgicas, populares y privadas— correspondientes al espíritu de la fe.
3. La circunstancia que ahora me empuja a volver sobre este tema es la perspectiva del año dos mil, ya cercano, en el que el Jubileo bimilenario del nacimiento de Jesucristo orienta, al mismo tiempo, nuestra mirada hacia su Madre. En los últimos años se han alzado varias voces para exponer la oportunidad de hacer preceder tal conmemoración por un análogo Jubileo, dedicado a la celebración del nacimiento de María.
En realidad, aunque no sea posible establecer un preciso punto cronológico para fijar la fecha del nacimiento de María, es constante por parte de la Iglesia la conciencia de que María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación.[6] Es un hecho que, mientras se acercaba definitivamente «la plenitud de los tiempos», o sea el acontecimiento salvífico del Emmanuel, la que había sido destinada desde la eternidad para ser su Madre ya existía en la tierra. Este «preceder» suyo a la venida de Cristo se refleja cada año en la liturgia de Adviento. Por consiguiente, si los años que se acercan a la conclusión del segundo Milenio después de Cristo y al comienzo del tercero se refieren a aquella antigua espera histórica del Salvador, es plenamente comprensible que en este período deseemos dirigirnos de modo particular a la que, en la «noche» de la espera de Adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera «estrella de la mañana» (Stella matutina). En efecto, igual que esta estrella junto con la «aurora» precede la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha precedido la venida del Salvador, la salida del «sol de justicia» en la historia del género humano.[7]
Su presencia en medio de Israel —tan discreta que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos— resplandecía claramente ante el Eterno, el cual había asociado a esta escondida «hija de Sión» (cf. So 3, 14; Za 2, 14) al plan salvífico que abarcaba toda la historia de la humanidad. Con razón pues, al término del segundo Milenio, nosotros los cristianos, que sabemos como el plan providencial de la Santísima Trinidad sea la realidad central de la revelación y de la fe, sentimos la necesidad de poner de relieve la presencia singular de la Madre de Cristo en la historia, especialmente durante estos últimos años anteriores al dos mil.
4. Nos prepara a esto el Concilio Vaticano II, presentando en su magisterio a la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, si es verdad que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» —como proclama el mismo Concilio [8]—, es necesario aplicar este principio de modo muy particular a aquella excepcional «hija de las generaciones humanas», a aquella «mujer» extraordinaria que llegó a ser Madre de Cristo. Sólo en el misterio de Cristo se esclarece plenamente su misterio. Así, por lo demás, ha intentado leerlo la Iglesia desde el comienzo. El misterio de la Encarnación le ha permitido penetrar y esclarecer cada vez mejor el misterio de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso (a. 431) durante el cual, con gran gozo de los cristianos, la verdad sobre la maternidad divina de María fue confirmada solemnemente como verdad de fe de la Iglesia. María es la Madre de Dios (Theotókos), ya que por obra del Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios consubstancial al Padre.[9] «El Hijo de Dios... nacido de la Virgen María... se hizo verdaderamente uno de los nuestros...»,[10] se hizo hombre. Así pues, mediante el misterio de Cristo, en el horizonte de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el misterio de su Madre. A su vez, el dogma de la maternidad divina de María fue para el Concilio de Éfeso y es para la Iglesia como un sello del dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume realmente en la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla.
5. El Concilio Vaticano II, presentando a María en el misterio de Cristo, encuentra también, de este modo, el camino para profundizar en el conocimiento del misterio de la Iglesia. En efecto, María, como Madre de Cristo, está unida de modo particular a la Iglesia, «que el Señor constituyó como su Cuerpo».[11] El texto conciliar acerca significativamente esta verdad sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo (según la enseñanza de las Cartas paulinas) a la verdad de que el Hijo de Dios «por obra del Espíritu Santo nació de María Virgen». La realidad de la Encarnación encuentra casi su prolongación en el misterio de la Iglesia-cuerpo de Cristo. Y no puede pensarse en la realidad misma de la Encarnación sin hacer referencia a María, Madre del Verbo encarnado.
En las presentes reflexiones, sin embargo, quiero hacer referencia sobre todo a aquella «peregrinación de la fe», en la que «la Santísima Virgen avanzó», manteniendo fielmente su unión con Cristo.[12] De esta manera aquel doble vínculo, que une la Madre de Dios a Cristo y a la Iglesia, adquiere un significado histórico. No se trata aquí sólo de la historia de la Virgen Madre, de su personal camino de fe y de la «parte mejor» que ella tiene en el misterio de la salvación, sino además de la historia de todo el Pueblo de Dios, de todos los que toman parte en la misma peregrinación de la fe.
Esto lo expresa el Concilio constatando en otro pasaje que María «precedió», convirtiéndose en «tipo de la Iglesia ... en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo».[13] Este «preceder» suyo como tipo, o modelo, se refiere al mismo misterio íntimo de la Iglesia, la cual realiza su misión salvífica uniendo en sí —como María— las cualidades de madre y virgen. Es virgen que «guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo» y que «se hace también madre ... pues ... engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios».[14]
6. Todo esto se realiza en un gran proceso histórico y, por así decir, «en un camino». La peregrinación de la fe indica la historia interior, es decir la historia de las almas. Pero ésta es también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a la transitoriedad y comprendidos en la dimensión de la historia. En las siguientes reflexiones deseamos concentrarnos ante todo en la fase actual, que de por sí no es aún historia, y sin embargo la plasma sin cesar, incluso en el sentido de historia de la salvación. Aquí se abre un amplio espacio, dentro del cual la bienaventurada Virgen María sigue «precediendo» al Pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad. De veras es difícil abarcar y medir su radio de acción.
El Concilio subraya que la Madre de Dios es ya el cumplimiento escatológico de la Iglesia: «La Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27)» y al mismo tiempo que «los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos».[15] La peregrinación de la fe ya no pertenece a la Madre del Hijo de Dios; glorificada junto al Hijo en los cielos, María ha superado ya el umbral entre la fe y la visión «cara a cara» (1 Cor 13, 12). Al mismo tiempo, sin embargo, en este cumplimiento escatológico no deja de ser la «Estrella del mar» (Maris Stella) [16] para todos los que aún siguen el camino de la fe. Si alzan los ojos hacia ella en los diversos lugares de la existencia terrena lo hacen porque ella «dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29)»,[17] y también porque a la «generación y educación» de estos hermanos y hermanas «coopera con amor materno».[18]
Notas
[1] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 52 y todo el cap. VIII, titulado «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia».
[2] La expresión «plenitud de los tiempos» (pléroma tou jrónou) es paralela a locuciones afines del judaísmo tanto bíblico (cf. Gn 29, 2l, 1 S 7, 12; Tb l4, 5) como extrabíblico, y sobre todo del N.T. (cf. Mc 1, l5; Lc 21, 24; Jn 7, 8; Ef l, 10). Desde el punto de vista formal, esta expresión indica no sólo la conclusión de un proceso cronológico, sino sobre todo la madurez o el cumplimiento de un período particularmente importante, porque está orientado hacia la actuación de una espera, que adquiere, por tanto, una dimensión escatológica. Según Ga 4, 4 y su contexto, es el acontecimiento del Hijo de Dios quien revela que el tiempo ha colmado, por asi decir, la medida; o sea, el período indicado por la promesa hecha a Abraham, así como por la ley interpuesta por Moisés, ha alcanzado su culmen, en el sentido de que Cristo cumple la promesa divina y supera la antigua ley.
[3] Cf. Misal Romano, Prefacio del 8 de diciembre, en la Inmaculada Concepión de Santa María Virgen; S. Ambrosio, De Institutione Virginis, V, 93-94; PL 16, 342; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 68.
[4] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 58.
[5] Pablo VI, Carta Enc. Christi Matri (15 de septiembre de 1966): AAS 58 (1966) 745-749; Exhort. Apost. Signum magnum (13 de mayo de 1967): AAS 59 (1967) 465-475; Exhort. Apost. Marialis cultus (2 de febrero de 1974): AAS 66 (1974) 113-168.
[6] El Antiguo Testamento ha anunciado de muchas maneras el misterio de María: cf. S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem I, 8-9: S. Ch. 80, 103-107.
[7] Cf. Enseñanzas, VI/2 (1983), 225 s., Pío IX, Carta Apost. Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1854): Pii IX P. M. Acta , pars I, 597-599.
[8] Cf. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
[9] Conc. Ecum. Ephes.: Conciliorum Oecumenicorum Decreto, Bologna 1973 (3), 41-44; 59-61 (DS 250-264), cf. Conc. Ecum. Calcedon.: o.c., 84-87 (DS 300-303).
[10] Conc. Ecum. Vat II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
[11] Const dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 52.
[12] Cf. ibid., 58.
[13] Ibid., 63; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc., II, 7:CSEL, 32/4, 45; De Institutione Virginis, XIV, 88-89: PL 16, 341.
[14] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 64.
[15] Ibid., 65.
[16] «Elimina este astro del sol que ilumina el mundo y ¿dónde va el día? Elimina a María, esta estrella del mar, sí, del mar grande e inmenso ¿qué permanece sino una vasta niebla y la sombra de muerte y densas nieblas?: S. Bernardo, In Nativitate B. Mariae Sermo-De aquaeductu, 6: S. Bernardi Opera, V, 1968, 279; cf. In laudibus Virginis Matris Homilia II, 17: Ed. cit., IV, 1966, 34 s.
[17] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 63.
[18] Ibid., 63.
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