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IV.- El Autentico Desarrollo Humano

27. La mirada que la Encíclica invita a dar sobre el mundo contemporáneo nos hace constatar, ante todo, que el desarrollo no es un proceso rectilíneo, casi automático y de por sí ilimitado, como si, en ciertas condiciones, el género humano marchara seguro hacia una especie de perfección indefinida.[49] Esta concepción —unida a una noción de «progreso» de connotaciones filosóficas de tipo iluminista, más bien que a la de «desarrollo»,[50] usada en sentido específicamente económico—social- parece puesta ahora seriamente en duda, sobre todo después de la trágica experiencia de las dos guerras mundiales, de la destrucción planeada y en parte realizada de poblaciones enteras y del peligro atómico que amenaza. A un ingenuo optimismo mecanicista le reemplaza una fundada inquietud por el destino de la humanidad.

28. Pero al mismo tiempo ha entrado en crisis la misma concepción «económica» o «economicista» vinculada a la palabra desarrollo. En efecto, hoy se comprende mejor que la mera acumulación de bienes y servicios, incluso en favor de una mayoría, no basta para proporcionar la felicidad humana. Ni, por consiguiente, la disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en los tiempos recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática, traen consigo la liberación de cualquier forma de esclavitud. Al contrario, la experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de recursos y potencialidades, puestas a disposición del hombre, no es regida por un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo.

Debería ser altamente instructiva una constatación desconcertante de este período más reciente: junto a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos con una especie de superdesarrollo, igualmente inaceptable porque, como el primero, es contrario al bien y a la felicidad auténtica. En efecto, este superdesarrollo, consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la «posesión» y del goce inmediato, sin otro horizonte que la multiplicación o la continua sustitución de los objetos que se poseen por otros todavía más perfectos. Es la llamada civilización del «consumo» o consumismo, que comporta tantos «desechos» o «basuras». Un objeto poseído, y ya superado por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre.

Todos somos testigos de los tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo: en primer término, una forma de materialismo craso, y al mismo tiempo una radical insatisfacción, porque se comprende rápidamente que, —si no se está prevenido contra la inundación de mensajes publicitarios y la oferta incesante y tentadora de productos— cuanto más se posee más se desea, mientras las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas.

La Encíclica del Papa Pablo VI señalaba esta diferencia, hoy tan frecuentemente acentuada, entre el «tener» y el «ser»,[51] que el Concilio Vaticano II había expresado con palabras precisas.[52] «Tener» objetos y bienes no perfecciona de por sí al sujeto, si no contribuye a la maduración y enriquecimiento de su «ser», es decir, a la realización de la vocación humana como tal.

Ciertamente, la diferencia entre «ser» y «tener», y el peligro inherente a una mera multiplicación o sustitución de cosas poseídas respecto al valor del «ser», no debe transformarse necesariamente en una antinomia. Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a todos.

Este es pues el cuadro: están aquéllos —los pocos que poseen mucho— que no llegan verdaderamente a «ser», porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del «tener»; y están los otros —los muchos que poseen poco o nada— los cuales no consiguen realizar su vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables.

El mal no consiste en el «tener» como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que derivan de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad al «ser» del hombre y a su verdadera vocación.

Con esto se demuestra que si el desarrollo tiene una necesaria dimensión económica, puesto que debe procurar al mayor número posible de habitantes del mundo la disponibilidad de bienes indispensables para «ser», sin embargo no se agota con esta dimensión. En cambio, si se limita a ésta, el desarrollo se vuelve contra aquéllos mismos a quienes se desea beneficiar.

Las características de un desarrollo pleno, «más humano», el cual —sin negar las necesidades económicas— procure estar a la altura de la auténtica vocación del hombre y de la mujer, han sido descritas por Pablo VI.[53]

29. Por eso, un desarrollo no solamente económico se mide y se orienta según esta realidad y vocación del hombre visto globalmente, es decir, según un propio parámetro interior. Este, ciertamente, necesita de los bienes creados y de los productos de la industria, enriquecida constantemente por el progreso científico y tecnológico. Y la disponibilidad siempre nueva de los bienes materiales, mientras satisface las necesidades, abre nuevos horizontes. El peligro del abuso consumístico y de la aparición de necesidades artificiales, de ninguna manera deben impedir la estima y utilización de los nuevos bienes y recursos puestos a nuestra disposición. Al contrario, en ello debemos ver un don de Dios y una respuesta a la vocación del hombre, que se realiza plenamente en Cristo.

Mas para alcanzar el verdadero desarrollo es necesario no perder de vista dicho parámetro, que está en la naturaleza específica del hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 26). Naturaleza corporal y espiritual, simbolizada en el segundo relato de la creación por dos elementos: la tierra, con la que Dios modela al hombre, y el hálito de vida infundido en su rostro (cf. Gén 2, 7).

El hombre tiene así una cierta afinidad con las demás creaturas: está llamado a utilizarlas, a ocuparse de ellas y —siempre según la narración del Génesis (2, 15)— es colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo, por encima de todos los demás seres puestos por Dios bajo su dominio (cf. ibid. 1, 15 s.). Pero al mismo tiempo, el hombre debe someterse a la voluntad de Dios, que le pone límites en el uso y dominio de las cosas (cf. ibid. 2, 16 s.), a la par que le promete la inmortalidad (cf. ibid. 2, 9; Sab 2, 23). El hombre, pues, al ser imagen de Dios, tiene una verdadera afinidad con El. Según esta enseñanza, el desarrollo no puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión indiscriminada de las cosas creadas y de los productos de la industria humana, sino más bien en subordinar la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su vocación a la inmortalidad. Esta es la realidad trascendente del ser humano, la cual desde el principio aparece participada por una pareja, hombre y mujer (cf. Gén 1, 27), y es por consiguiente fundamentalmente social.

30. Según la Sagrada Escritura, pues, la noción de desarrollo no es solamente «laica» o «profana», sino que aparece también, aunque con una fuerte acentuación socioeconómica, como la expresión moderna de una dimensión esencial de la vocación del hombre. En efecto, el hombre no ha sido creado, por así decir, inmóvil y estático. La primera presentación que de él ofrece la Biblia, lo describe ciertamente como creatura y como imagen, determinada en su realidad profunda por el origen y el parentesco que lo constituye. Pero esto mismo pone en el ser humano, hombre y mujer, el germen y la exigencia de una tarea originaria a realizar, cada uno por separado y también como pareja. La tarea es «dominar» las demás creaturas, «cultivar el jardín»; pero hay que hacerlo en el marco de obediencia a la ley divina y, por consiguiente, en el respeto de la imagen recibida, fundamento claro del poder de dominio, concedido en orden a su perfeccionamiento (cf. Gén 1, 26–30; 2, 15 s.; Sab 9, 2 s.).

Cuando el hombre desobedece a Dios y se niega a someterse a su potestad, entonces la naturaleza se le rebela y ya no le reconoce como señor, porque ha empañado en sí mismo la imagen divina. La llamada a poseer y usar lo creado permanece siempre válida, pero después del pecado su ejercicio será arduo y lleno de sufrimientos (cf. Gén 3, 17–19).

En efecto, el capítulo siguiente del Génesis nos presenta la descendencia de Caín, la cual construye una ciudad, se dedica a la ganadería, a las artes (la música) y a la técnica (la metalurgia), y al mismo tiempo se empezó a «invocar el nombre del Señor» (cf. ibid. 4, 17–26).

La historia del género humano, descrita en la Sagrada Escritura, incluso después de la caída en el pecado, es una historia de continuas realizaciones que, aunque puestas siempre en crisis y en peligro por el pecado, se repiten, enriquecen y se difunden como respuesta a la vocación divina señalada desde el principio al hombre y a la mujer (cf. Gén 1, 26–28) y grabada en la imagen recibida por ellos.

Es lógico concluir, al menos para quienes creen en la Palabra de Dios, que el «desarrollo» actual debe ser considerado como un momento de la historia iniciada en la creación y constantemente puesta en peligro por la infidelidad a la voluntad del Creador, sobre todo por la tentación de la idolatría, pero que corresponde fundamentalmente a las premisas iniciales. Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos los hombre, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador. Bajo este aspecto en la Encíclica Laborem exercens me he referido a la vocación del hombre al trabajo, para subrayar el concepto de que siempre es él el protagonista del desarrollo.[54]

Más aún, el mismo Señor Jesús, en la parábola de los talentos pone de relieve el trato severo reservado al que osó esconder el talento recibido: «Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí... Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos» (Mt 25, 26–28). A nosotros, que recibimos los dones de Dios para hacerlos fructificar, nos toca «sembrar» y «recoger». Si no lo hacemos, se nos quitará incluso lo que tenemos.

Meditar sobre estas severas palabras nos ayudará a comprometernos más resueltamente en el deber, hoy urgente para todos, de cooperar en el desarrollo pleno de los demás: «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres».[55]

31. La fe en Cristo Redentor, mientras ilumina interiormente la naturaleza del desarrollo, guía también en la tarea de colaboración. En la Carta de San Pablo a los Colosenses leemos que Cristo es «el primogénito de toda la creación» y que «todo fue creado por él y para él» (1, 15–16). En efecto, «todo tiene en él su consistencia» porque «Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas». (Ibid., 1, 20).

En este plan divino, que comienza desde la eternidad en Cristo, «Imagen» perfecta del Padre, y culmina en él, «Primogénito de entre los muertos» (Ibid., 1, 15. 18), se inserta nuestra historia, marcada por nuestro esfuerzo personal y colectivo por elevar la condición humana, vencer los obstáculos que surgen siempre en nuestro camino, disponiéndonos así a participar en la plenitud que «reside en el Señor» y que la comunica «a su Cuerpo, la Iglesia» (Ibid., 1, 18; cf. Ef 1, 22–23), mientras el pecado, que siempre nos acecha y compromete nuestras realizaciones humanas, es vencido y rescatado por la «reconciliación» obrada por Cristo (cf. Col 1, 20).

Aquí se abren las perspectivas. El sueño de un «progreso indefinido» se verifica, transformado radicalmente por la nueva óptica que abre la fe cristiana, asegurándonos que este progreso es posible solamente porque Dios Padre ha decidido desde el principio hacer al hombre partícipe de su gloria en Jesucristo resucitado, porque «en él tenemos por medio de su sangre el perdón de los delitos» (Ef 1, 7), y en él ha querido vencer al pecado y hacerlo servir para nuestro bien más grande,[56] que supera infinitamente lo que el progreso podría realizar.

Podemos decir, pues, —mientras nos debatimos en medio de las oscuridades y carencias del subdesarrollo y del superdesarrollo— que un día, cuando a este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Cor 15, 54), cuando el Señor «entregue a Dios Padre el Reino» (Ibid.,15,24), todas las obras y acciones, dignas del hombre, serán rescatadas.

Además, esta concepción de la fe explica claramente por qué la Iglesia se preocupa de la problemática del desarrollo, lo considera un deber de su ministerio pastoral, y ayuda a todos a reflexionar sobre la naturaleza y las características del auténtico desarrollo humano. Al hacerlo, desea por una parte, servir al plan divino que ordena todas las cosas hacia la plenitud que reside en Cristo (cf. Col 1, 19) y que él comunicó a su Cuerpo, y por otra, responde a la vocación fundamental de «sacramento; o sea, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano».[57]

Algunos Padres de la Iglesia se han inspirado en esta visión para elaborar, de forma original, su concepción del sentido de la historia y del trabajo humano, como encaminado a un fin que lo supera y definido siempre por su relación con la obra de Cristo. En otras palabras, es posible encontrar en la enseñanza patrística una visión optimista de la historia y del trabajo, o sea, del valor perenne de las auténticas realizaciones humanas, en cuanto rescatadas por Cristo y destinadas al Reino prometido.[58] Así, pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no sólo con lo «superfluo», sino con lo «necesario». Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello.[59] Como ya se ha dicho, se nos presenta aquí una «jerarquía de valores» —en el marco del derecho de propiedad— entre el «tener» y el «ser», sobre todo cuando el «tener» de algunos puede ser a expensas del «ser» de tantos otros.

El Papa Pablo VI, en su Encíclica, sigue esta enseñanza, inspirándose en la Constitución pastoral Gaudium et spes.[60] Por mi parte, deseo insistir también sobre su gravedad y urgencia, pidiendo al Señor fuerza para todos los cristianos a fin de poder pasar fielmente a su aplicación práctica.

32. La obligación de empeñarse por el desarrollo de los pueblos no es un deber solamente individual, ni mucho menos individualista, como si se pudiera conseguir con los esfuerzos aislados de cada uno. Es un imperativo para todos y cada uno de los hombres y mujeres, para las sociedades y las naciones, en particular para la Iglesia católica y para las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, con las que estamos plenamente dispuestos a colaborar en este campo. En este sentido, así como nosotros los católicos invitamos a los hermanos separados a participar en nuestras iniciativas, del mismo modo nos declaramos dispuestos a colaborar en las suyas, aceptando las invitaciones que nos han dirigido. En esta búsqueda del desarrollo integral del hombre podemos hacer mucho también con los creyentes de las otras religiones, como en realidad ya se está haciendo en diversos lugares. En efecto, la cooperación al desarrollo de todo el hombre y de cada hombre es un deber de todos para con todos y, al mismo tiempo, debe ser común a las cuatro partes del mundo: Este y Oeste, Norte y Sur; o, a los diversos «mundos», como suele decirse hoy. De lo contrario, si trata de realizarlo en una sola parte, o en un solo mundo, se hace a expensas de los otros; y allí donde comienza, se hipertrofia y se pervierte al no tener en cuenta a los demás. Los pueblos y las Naciones también tienen derecho a su desarrollo pleno, que, si bien implica —como se ha dicho— los aspectos económicos y sociales, debe comprender también su identidad cultural y la apertura a lo trascendente. Ni siquiera la necesidad del desarrollo puede tomarse como pretexto para imponer a los demás el propio modo de vivir o la propia fe religiosa.

33. No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las Naciones y de los pueblos.

Hoy, quizá más que antes, se percibe con mayor claridad la contradicción intrínseca de un desarrollo que fuera solamente económico. Este subordina fácilmente la persona humana y sus necesidades más profundas a las exigencias de la planificación económica o de la ganancia exclusiva.

La conexión intrínseca entre desarrollo auténtico y respeto de los derechos del hombre, demuestra una vez más su carácter moral: la verdadera elevación del hombre, conforme a la vocación natural e histórica de cada uno, no se alcanza explotando solamente la abundancia de bienes y servicios, o disponiendo de infraestructuras perfectas.

Cuando los individuos y las comunidades no ven rigurosamente respetadas las exigencias morales, culturales y espirituales fundadas sobre la dignidad de la persona y sobre la identidad propia de cada comunidad, comenzando por la familia y las sociedades religiosas, todo lo demás —disponibilidad de bienes, abundancia de recursos técnicos aplicados a la vida diaria, un cierto nivel de bienestar material— resultará insatisfactorio y, a la larga, despreciable. Lo dice claramente el Señor en el Evangelio, llamando la atención de todos sobre la verdadera jerarquía de valores: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?» (Mt 16, 26).

El verdadero desarrollo, según las exigencias propias del ser humano, hombre o mujer, niño, adulto o anciano, implica sobre todo por parte de cuantos intervienen activamente en ese proceso y son sus responsables, una viva conciencia del valor de los derechos de todos y de cada uno, así como de la necesidad de respetar el derecho de cada uno a la utilización plena de los beneficios ofrecidos por la ciencia y la técnica. En el orden interno de cada Nación, es muy importante que sean respetados todos los derechos: especialmente el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad social básica o «célula de la sociedad»; la justicia en las relaciones laborales; los derechos concernientes a la vida de la comunidad política en cuanto tal, así como los basados en la vocación trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar y practicar el propio credo religioso.

En el orden internacional, o sea, en las relaciones entre los Estados o, según el lenguaje corriente, entre los diversos «mundos», es necesario el pleno respeto de la identidad de cada pueblo, con sus características históricas y culturales. Es indispensable además, como ya pedía la Encíclica Populorum progressio que se reconozca a cada pueblo igual derecho a «sentarse a la mesa del banquete común»,[61] en lugar de yacer a la puerta como Lázaro, mientras «los perros vienen y lamen las llagas» (cf. Lc 16, 21). Tanto los pueblos como las personas individualmente deben disfrutar de una igualdad fundamental [62] sobre la que se basa, por ejemplo, la Carta de la Organización de las Naciones Unidas: igualdad que es el fundamento del derecho de todos a la participación en el proceso de desarrollo pleno. Para ser tal, el desarrollo debe realizarse en el marco de la solidaridad y de la libertad, sin sacrificar nunca la una a la otra bajo ningún pretexto. El carácter moral del desarrollo y la necesidad de promoverlo son exaltados cuando se respetan rigurosamente todas las exigencias derivadas del orden de la verdad y del bien propios de la creatura humana. El cristiano, además, educado a ver en el hombre la imagen de Dios, llamado a la participación de la verdad y del bien que es Dios mismo, no comprende un empeño por el desarrollo y su realización sin la observancia y el respeto de la dignidad única de esta «imagen». En otras palabras, el verdadero desarrollo debe fundarse en el amor a Dios y al prójimo, y favorecer las relaciones entre los individuos y las sociedades. Esta es la «civilización del amor», de la que hablaba con frecuencia el Papa Pablo VI.

34. El carácter moral del desarrollo no puede prescindir tampoco del respeto por los seres que constituyen la naturaleza visible y que los griegos, aludiendo precisamente al orden que lo distingue, llamaban el «cosmos». Estas realidades exigen también respeto, en virtud de una triple consideración que merece atenta reflexión.

La primera consiste en la conveniencia de tomar mayor conciencia de que no se pueden utilizar impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados —animales, plantas, elementos naturales— como mejor apetezca, según las propias exigencias económicas. Al contrario, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado, que es precisamente el cosmos.

La segunda consideración se funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor también de la limitación de los recursos naturales, algunos de los cuales no son, como suele decirse, renovables. Usarlos como si fueran inagotables, con dominio absoluto, pone seriamente en peligro su futura disponibilidad, no sólo para la generación presente, sino sobre todo para las futuras.

La tercera consideración se refiere directamente a las consecuencias de un cierto tipo de desarrollo sobre la calidad de la vida en las zonas industrializadas. Todos sabemos que el resultado directo o indirecto de la industrialización es, cada vez más, la contaminación del ambiente, con graves consecuencias para la salud de la población.

Una vez más, es evidente que el desarrollo, así como la voluntad de planificación que lo dirige, el uso de los recursos y el modo de utilizarlos no están exentos de respetar las exigencias morales. Una de éstas impone sin duda límites al uso de la naturaleza visible. El dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de «usar y abusar», o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de «comer del fruto del árbol» (cf. Gén 2, 16 s.), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo no puede prescindir de estas consideraciones —relativas al uso de los elementos de la naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las consecuencias de una industrialización desordenada—, las cuales ponen ante nuestra conciencia la dimensión moral, que debe distinguir el desarrollo.[63]

Notas

[49] Cf. Exhort. Apost. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 6: AAS 74 (1982), p. 88: «la historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino más bien un acontecimiento de liberad, más aún, un combate entre libertades».

[50] Por este motivo se ha preferido usar en el texto de esta Encíclica la palabra «desarrollo» en vez de la palabra «progreso», pero procurando dar a la palabra «desarrollo» el sentido más pleno.

[51] Carta Encíc. Populorum Progressio, 19: l.c., pp. 266 s.: «El tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el último fin. Todo crecimiento es ambivalente. La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza; para las naciones como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral»; cf. también Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 9: AAS 63 (1971), pp. 407 s.

[52] Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 35; Pablo VI, Alocución al Cuerpo Diplomático (7 de enero de 1965): AAS 57 (1965), p. 232.

[53] Cf. Carta Encíc. Populorum Progressio, 20-21: l.c, pp. 267 s.

[54] Cf. Carta Encíc. Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 4: AAS, 73 (1981), pp. 584 s.; Pablo VI, Carta Encíc. Populorum Progressio, 15: l.c., p. 265.

[55] Carta Encíc. Populorum Progressio, 42: l.c., p 278.

[56] Cf. Praeconium Paschale, Missale Romanum, ed typ. altera 1975, p. 272: «Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!».

[57] Conc. Ecum. Vatic. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

[58] Cf. por ejemplo, S. Basilio el Grande, Regulae fusius tractatae interrogatio, XXXVII, 1-2: PG 31, 1009-l012; Teodoreto de Ciro, De Providentia, Oratio VII: PG 83, 665-686; S. Agustín, De Civitate Dei, XIX, 17: CCL 48, 683-685.

[59] Cf. por ejemplo, S. Juan Crisóstomo, In Evang. S. Matthaei, hom. 50, 3-4: PG 58, 508-510; S. Ambrosio, De Officis Ministrorum, lib. II, XXVIII, 136-140: PL 16, 139-141; Possidio, Vita S. Augustini Episcopi, XXIV: PL 32, 53 s.

[60] Carta Encíc. Populorum Progressio, 23: l.c., p. 268: «'Si alguno tiene bienes de este mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra las entrañas, ¿cómo es posible que resida en él el amor de Dios?' (1 Jn 3, 17). Sabido es con qué firmeza los Padres de la Iglesia han precisado cuál debe ser la actitud de los que poseen respecto a los que se encuentran en necesidad». En el número anterior, el Papa habia citado el n. 69 de la Const. past. Gaudium et spes del Concilio Ecuménico Vaticano II.

[61] Cf. Carta Encíc. Populorum Progressio, 47: l.c., p. 280: «... un mundo donde la libertad no sea una palabra vana y donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el rico».

[62] Cf. Ibid., 47: l.c., p. 280: «Se trata de construir un donde todo hombre, sin excepcion de raza, religión o nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana, emancipado de las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres ...», cf. también Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 29. Esta igualdad fundamental es uno de los motivos básicos por los que la Iglesia se ha opuesto siempre a toda forma de racismo.

[63] Cf. Homilía en Val Visdende (12 de julio de 1987), 5: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 19 de julio de 1987; Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 21: AAS 63 (1971), pp. 416 s.

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