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VI.- Algunas orientaciones particulares

41. La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal, como ya afirmó el Papa Pablo VI, en su Encíclica.[69] En efecto, no propone sistemas o programas económicos y políticos, ni manifiesta preferencias por unos o por otros, con tal que la dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el mundo. Pero la Iglesia es «experta en humanidad»,[70] y esto la mueve a extender necesariamente su misión religiosa a los diversos campos en que los hombres y mujeres desarrollan sus actividades, en busca de la felicidad, aunque siempre relativa, que es posible en este mundo, de acuerdo con su dignidad de personas.

Siguiendo a mis predecesores, he de repetir que el desarrollo para que sea auténtico, es decir, conforme a la dignidad del hombre y de los pueblos, no puede ser reducido solamente a un problema «técnico». Si se le reduce a esto, se le despoja de su verdadero contenido y se traiciona al hombre y a los pueblos, a cuyo servicio debe ponerse.

Por esto la Iglesia tiene una palabra que decir, tanto hoy como hace veinte años, así como en el futuro, sobre la naturaleza, condiciones exigencias y finalidades del verdadero desarrollo y sobre los obstáculos que se oponen a él. Al hacerlo así, cumple su misión evangelizadora, ya que da su primera contribución a la solución del problema urgente del desarrollo cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre, aplicándola a una situación concreta.[71]

A este fin la Iglesia utiliza como instrumento su doctrina social. En la difícil coyuntura actual, para favorecer tanto el planteamiento correcto de los problemas como sus soluciones mejores, podrá ayudar mucho un conocimiento más exacto y una difusión más amplia del «conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directrices de acción» propuestos por su enseñanza.[72]

Se observará así inmediatamente, que las cuestiones que afrontamos son ante todo morales; y que ni el análisis del problema del desarrollo como tal, ni los medios para superar las presentes dificultades pueden prescindir de esta dimensión esencial.

La doctrina social de la Iglesia no es, pues, una «tercera vía» entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana. Por tanto, no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la teología y especialmente de la teología moral.

La enseñanza y la difusión de esta doctrina social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Y como se trata de una doctrina que debe orientar la conducta de las personas, tiene como consecuencia el «compromiso por la justicia» según la función, vocación y circunstancias de cada uno.

Al ejercicio de este ministerio de evangelización en el campo social, que es un aspecto de la función profética de la Iglesia, pertenece también la denuncia de los males y de las injusticias. Pero conviene aclarar que el anuncio es siempre mas importante que la denuncia, y que ésta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta.

42. La doctrina social de la Iglesia, hoy más que nunca tiene el deber de abrirse a una perspectiva internacional en la línea del Concilio Vaticano II,[73] de las recientes Encíclicas [74] y, en particular, de la que conmemoramos.[75] No será, pues, superfluo examinar de nuevo y profundizar bajo esta luz los temas y las orientaciones características, tratados por el Magisterio en estos años.

Entre dichos temas quiero señalar aquí la opción o amor preferencial por los pobres. Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes.

Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social,[76] este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede olvidar la existencia de esta realidad. Ignorarlo significaría parecernos al «rico epulón» que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta (cf. Lc 16, 19–31).[77]

Nuestra vida cotidiana, así como nuestras decisiones en el campo político y económico deben estar marcadas por estas realidades. Igualmente los responsables de las Naciones y los mismos Organismos internacionales, mientras han de tener siempre presente como prioritaria en sus planes la verdadera dimensión humana, no han de olvidar dar la precedencia al fenómeno de la creciente pobreza. Por desgracia, los pobres, lejos de disminuir, se multiplican no sólo en los Países menos desarrollados sino también en los más desarrollados, lo cual resulta no menos escandaloso.

Es necesario recordar una vez más aquel principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de este mundo están originariamente destinados a todos.[78] El derecho a la propiedad privada es válido y necesario, pero no anula el valor de tal principio. En efecto, sobre ella grava «una hipoteca social»,[79] es decir, posee, como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes. En este empeño por los pobres, no ha de olvidarse aquella forma especial de pobreza que es la privación de los derechos fundamentales de la persona, en concreto el derecho a la libertad religiosa y el derecho, también, a la iniciativa económica.

43. Esta preocupación acuciante por los pobres —que, según la significativa fórmula, son «los pobres del Señor» [80]— debe traducirse, a todos los niveles, en acciones concretas hasta alcanzar decididamente algunas reformas necesarias. Depende de cada situación local determinar las más urgentes y los modos para realizarlas; pero no conviene olvidar las exigidas por la situación de desequilibrio internacional que hemos descrito.

A este respecto, deseo recordar particularmente: la reforma del sistema internacional de comercio, hipotecado por el proteccionismo y el creciente bilateralismo; la reforma del sistema monetario y financiero mundial, reconocido hoy como insuficiente; la cuestión de los intercambios de tecnologías y de su uso adecuado; la necesidad de una revisión de la estructura de las Organizaciones internacionales existentes, en el marco de un orden jurídico internacional.

El sistema internacional de comercio hoy discrimina frecuentemente los productos de las industrias incipientes de los Países en vías de desarrollo, mientras desalienta a los productores de materias primas. Existe, además, una cierta división internacional del trabajo por la cual los productos a bajo coste de algunos Países, carentes de leyes laborales eficaces o demasiado débiles en aplicarlas, se venden en otras partes del mundo con considerables beneficios para las empresas dedicadas a este tipo de producción, que no conoce fronteras.

El sistema monetario y financiero mundial se caracteriza por la excesiva fluctuación de los métodos de intercambio y de interés, en detrimento de la balanza de pagos y de la situación de endeudamiento de los Países pobres.

Las tecnologías y sus transferencias constituyen hoy uno de los problemas principales del intercambio internacional y de los graves daños que se derivan de ellos. No son raros los casos de Países en vías de desarrollo a los que se niegan las tecnologías necesarias o se les envían las inútiles.

Las Organizaciones internacionales, en opinión de muchos, habrían llegado a un momento de su existencia, en el que sus mecanismos de funcionamiento, los costes operativos y su eficacia requieren un examen atento y eventuales correciones. Evidentemente no se conseguirá tan delicado proceso sin la colaboración de todos. Esto supone la superación de las rivalidades políticas y la renuncia a la voluntad de instrumentalizar dichas Organizaciones, cuya razón única de ser es el bien común.

Las instituciones y las Organizaciones existentes han actuado bien en favor de los pueblos. Sin embargo, la humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil de su auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional, al servicio de las sociedades, de las económicas y de las culturas del mundo entero.

44. El desarrollo requiere sobre todo espíritu de iniciativa por parte de los mismos Países que lo necesitan.[81] Cada uno de ellos ha de actuar según sus propias responsabilidades, sin esperarlo todo de los Países más favorecidos y actuando en colaboración con los que se encuentran en la misma situación. Cada uno debe descubrir y aprovechar lo mejor posible el espacio de su propia libertad. Cada uno debería llegar a ser capaz de iniciativas que respondan a las propias exigencias de la sociedad. Cada uno debería darse cuenta también de las necesidades reales, así, como de los derechos y deberes a que tienen que hacer frente. El desarrollo de los pueblos comienza y encuentra su realización más adecuada en el compromiso de cada pueblo para su desarrollo, en colaboración con todos los demás.

Es importante, además, que las mismas Naciones en vías de desarrollo favorezcan la autoafirmación de cada uno de sus ciudadanos mediante el acceso a una mayor cultura y a una libre circulación de las informaciones. Todo lo que favorezca la alfabetización y la educación de base, que la profundice y complete, como proponía la Encíclica Populorum Progressio,[82] —metas todavía lejos de ser realidad en tantas partes del mundo— es una contribución directa al verdadero desarrollo.

Para caminar en esta dirección, las mismas Naciones han de individuar sus prioridades y detectar bien las propias necesidades según las particulares condiciones de su población, de su ambiente geográfico y de sus tradiciones culturales. Algunas Naciones deberán incrementar la producción alimentaria para tener siempre a su disposición lo necesario para la nutrición y la vida. En el mundo contemporáneo, —en el que el hambre causa tantas víctimas, especialmente entre los niños— existen algunas Naciones particularmente no desarrolladas que han conseguido el objetivo de la autosuficiencia alimentaria y que se han convertido en exportadoras de alimentos.

Otras Naciones necesitan reformar algunas estructuras y, en particular, sus instituciones políticas, para sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o autoritarios, por otros democráticos y participativos. Es un proceso que, es de esperar, se extienda y consolide, porque la «salud» de una comunidad política —en cuanto se expresa mediante la libre participación y responsabilidad de todos los ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la promoción de los derechos humanos— es condición necesaria y garantía segura para el desarrollo de «todo el hombre y de todos los hombres».

45. Cuanto se ha dicho no se podrá realizar sin la colaboración de todos, especialmente de la comunidad internacional, en el marco de una solidaridad que abarque a todos, empezando por los más marginados. Pero las mismas Naciones en vías de desarrollo tienen el deber de practicar la solidaridad entre sí y con los Países más marginados del mundo.

Es de desear, por ejemplo, que Naciones de una misma área geográfica establezcan formas de cooperación que las hagan menos dependientes de productores más poderosos; que abran sus fronteras a los productos de esa zona; que examinen la eventual complementariedad de sus productos; que se asocien para la dotación de servicios, que cada una por separado no sería capaz de proveer; que extiendan esa cooperación al sector monetario y financiero.

La interdependencia es ya una realidad en muchos de estos Países. Reconocerla, de manera que sea más activa, representa una alternativa a la excesiva dependencia de Países más ricos y poderosos, en el orden mismo del desarrollo deseado, sin oponerse a nadie, sino descubriendo y valorizando al máximo las propias responsabilidades. Los Países en vías de desarrollo de una misma área geográfica, sobre todo los comprendidos en la zona «Sur» pueden y deben constituir —como ya se comienza a hacer con resultados prometedores— nuevas organizaciones regionales inspiradas en criterios de igualdad, libertad y participación en el concierto de las Naciones.

La solidaridad universal requiere, como condición indispensable su autonomía y libre disponibilidad, incluso dentro de asociaciones como las indicadas. Pero, al mismo tiempo, requiere disponibilidad para aceptar los sacrificios necesarios por el bien de la comunidad mundial.

Notas

[69] Cf. Ibid., 13; 81: l.c., p. 263 s.; 296 s.

[70] Cf. Ibid., 13: l.c., p. 263.

[71] Cf. Discurso de Apertura de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), pp. 189-196.

[72] Congr. para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 72: AAS 79 (1987), p. 586, Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 4: AAS 63 (1971) p. 403 s.

[73] Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, parte II, c. V, secc. II: «La construcción de la comunidad internacional» (nn. 83-90).

[74] Cf. Juan XXIII, Carta Encíc. Mater et Magistra (15 de mayo de 1961): AAS 53 (1961), p. 440; Carta Encíc. Pacem in terris (11 de abril de 1963), parte IV: AAS 55 (1963), pp. 291-296; Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 2-4: AAS 63 (1971), pp. 402-404.

[75] Cf. Carta Encíc. Populorum Progressio, 3; 9: l.c., p. 258; 261.

[76] Ibid., 3: l.c., p. 258.

[77] Carta Encíc. Populorum Progressio, 47: l.c., 280; Congr. para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberaración, Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 68: AAS 79 (1987), pp. 583 s.

[78] Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 69; Pablo VI, Carta Encíc. Populorum Progressio, 22: l.c., p. 268; Congr. para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 90: AAS 79 (1987), p. 594; S. Tomás de aquino, Summa Theol. IIa IIae, q. 66, art. 2.

[79] Cf. Discurso de Apertura de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), pp. 189-196; Discurso a un gmpo de Obispos de Polonia en Visita «ad limina Apostolorum» (17 de diciembre de 1987), 6: L'Osservatore Romano edic. en lengua española (10 de enero de 1988).

[80] Porque el Señor ha querido identificarse con ellos (Mt 25, 31-46) y cuida de ellos (Cf. Sal 12[11], 6; Lc 1, 52 s.)

[81] Carta Encíc. Populorum Progressio, 55: l.c., p. 284: «... es precisamente a estos hombres y mujeres a quienes hay que ayudar, a quienes hay que convencer que realicen ellos mismos su propio desarrollo y que adquieran progresivamente los medios para ello»; cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 86.

[82] Carta Encíc. Populorum Progressio, 35: l.c., p. 274: «la educación básica es el primer objetivo de un plan de desarrollo».

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