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III. La elección fundamental y los comportamientos concretos

«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gál 5, 13)

65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de ciencias humanas o teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos. Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción particular; sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se subraya la importancia eminente de algunas decisiones que dan forma a toda la vida moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce en el cual también podrán situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas particulares.

Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la relación entre persona y actos. Hablan de una libertad fundamental, más profunda y diversa de la libertad de elección, sin cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos humanos. Según estos autores, la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una opción fundamental, actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma, no a través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma transcendental y atemática. Los actos particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamente signos o síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos —se dice— no es el Bien absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados también categoriales). Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos, ninguno de estos bienes, parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como persona en su totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia opción fundamental mediante la realización o el rechazo de aquéllos.

De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la opción fundamental y las elecciones deliberadas de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma de una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el bien y el mal moral a la dimensión transcendental propia de la opción fundamental, calificando como rectas o equivocadas las elecciones de comportamientos particularesintramundanos, es decir, referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás y con el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse dentro del comportamiento humano una escisión entre dos niveles de moralidad: por una parte el orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por otra, los comportamientos determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y males premorales o físicos, que siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un comportamiento concreto, incluso elegido libremente, es considerado como un proceso simplemente físico, y no según los criterios propios de un acto humano. El resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos.

66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe (cf. Rm 16, 26), por la que «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y voluntad» [112]. Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su «corazón» (cf. Rm 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33–35; Lc 6, 43–45; Rm 8, 5–8; Ga 5, 22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: «Yo, el Señor, soy tu Dios» (Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cf. Jos 24, 14–25; Ex 19, 3–8; Mi 6, 8). También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a su seguimiento –al joven le dice: «Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme» (Mt 19, 21)-; y el discípulo responde a esa llamada con una decisión y una elección radical. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende todo cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del carácter radical e incondicionado de la elección que exige el reino de Dios. La radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente en sus palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).

La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible de la libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la libertad humana en las palabras de san Pablo: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Pero el Apóstol añade inmediatamente una grave advertencia: «Con tal de que no toméis de esa libertad pretexto para la carne». En esta exhortación resuenan sus palabras precedentes: «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Ga 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe —en el sentido de una opción fundamental— que es disociado de la elección de los actos particulares según las corrientes anteriormente mencionadas.

67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la opción fundamental como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula profundamente esta elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y —con la ayuda de la gracia— tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave.

Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. Una opción fundamental, entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en acto y las determinaciones que la expresan, no hace justicia a la finalidad racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica solamente por la intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de una intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a la que no corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones de la vida moral. La moralidad no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad u oposición de la elección deliberada de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar. En el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, los que prohiben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la creatividad de alguna determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno es sólo aquel que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha ley prohíbe.

68. Con todo, es necesario añadir una importante consideración pastoral. En la lógica de las teorías mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos con las normas o reglas morales específicas. En virtud de una opción primordial por la caridad, el hombre —según estas corrientes— podría mantenerse moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, aunque algunos de sus comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente a los mandamientos de Dios.

En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la opción fundamental, según la cual se ha entregado «entera y libremente a Dios» [113]. Con cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf. St 2, 8–11); a pesar de conservar la fe, pierde la «gracia santificante», la «caridad» y la «bienaventuranza eterna» [114]. «La gracia de la justificación que se ha recibido —enseña el concilio de Trento— no sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal» [115].

Pecado mortal y venial

69. Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos visto, han inducido a algunos teólogos a someter también a una profunda revisión la distinción tradicional entre los pecados mortales y los pecados veniales; subrayan que la oposición a la ley de Dios, que causa la pérdida de la gracia santificante —y, en el caso de muerte en tal estado de pecado, la condenación eterna—, solamente puede ser fruto de un acto que compromete a la persona en su totalidad, es decir, un acto de opción fundamental. Según estos teólogos, el pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que se realiza a un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En este sentido —añaden— es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la materia misma de sus actos. Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre sea capaz, en un breve período de tiempo, de romper radicalmente el vínculo de comunión con Dios y de convertirse sucesivamente a él mediante una penitencia sincera. Por tanto, es necesario —se afirma— medir la gravedad del pecado según el grado de compromiso de libertad de la persona que realiza un acto, y no según la materia de dicho acto.

70. La exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et paenitentia ha confirmado la importancia y la actualidad permanente de la distinción entre pecados mortales y veniales, según la tradición de la Iglesia. Y el Sínodo de los obispos de 1983, del cual ha emanado dicha exhortación, «no sólo ha vuelto a afirmar cuanto fue proclamado por el concilio de Trento sobre la existencia y la naturaleza de los pecados mortales y veniales, sino que ha querido recordar que es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento» [116].

La afirmación del concilio de Trento no considera solamente lamateria grave del pecado mortal, sino que recuerda también, como una condición necesaria suya, el pleno conocimiento y consentimiento deliberado. Por lo demás, tanto en la teología moral como en la práctica pastoral, son bien conocidos los casos en los que un acto grave, por su materia, no constituye un pecado mortal por razón del conocimiento no pleno o del consentimiento no deliberado de quien lo comete. Por otra parte, «se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de "opción fundamental" —como hoy se suele decir— contra Dios», concebido ya sea como explícito y formal desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo del amor. «Se comete, en efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es concretamente la "opción fundamental" entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal» [117].

De este modo, la disociación entre opción fundamental y decisiones deliberadas de comportamientos determinados, desordenados en sí mismos o por las circunstancias, que podrían no cuestionarla, comporta el desconocimiento de la doctrina católica sobre el pecado mortal: «Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina («conversio ad creaturam»). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave» [118].

Notas

[112] Conc. Ecum. Vat. II, Const.dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5; cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 3: DS, 3008.

[113] Conc. Ecum. Vat. II, Const.dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5; cf. S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual Persona humana (29 diciembre 1975), 10: AAS 68 (1976), 88-90.

[114] Cf. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 218-223.

[115] Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 15: DS, 1544; can. 19: DS, 1569.

[116] Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 221.

[117] Ibid.:l.c.,223.

[118] Ibid.:l.c., 222

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