» bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Evangelium vitae » Capítulo II.- He venido para que tengan vida
«El nombre de Jesús ha restablecido a este hombre» (cf. Hch 3, 16): en la precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el sentido de la vida
32. La experiencia del pueblo de la Alianza se repite en la de todos los «pobres» que encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el Dios «amante de la vida» (cf. Sb 11, 26) había confortado a Israel en medio de los peligros, así ahora el Hijo de Dios anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en su existencia, que sus vidas también son un bien al cual el amor del Padre da sentido y valor.
«Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Lc 7, 22). Con estas palabras del profeta Isaías (35, 5–6; 61, 1), Jesús presenta el significado de su propia misión. Así, quienes sufren a causa de una existencia de algún modo «disminuida», escuchan de El la buena nueva de que Dios se interesa por ellos, y tienen la certeza de que también su vida es un don celosamente custodiado en las manos del Padre (cf. Mt 6, 25–34).
Los «pobres» son interpelados particularmente por la predicación y las obras de Jesús. La multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo buscan (cf. Mt 4, 23–25), encuentran en su palabra y en sus gestos la revelación del gran valor que tiene su vida y del fundamento de sus esperanzas de salvación.
Lo mismo sucede en la misión de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que anuncia a Jesús como aquél que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38), es portadora de un mensaje de salvación que resuena con toda su novedad precisamente en las situaciones de miseria y pobreza de la vida del hombre. Así hace Pedro en la curación del tullido, al que ponían todos los días junto a la puerta «Hermosa» del templo de Jerusalén para pedir limosna: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar» (Hch 3, 6). Por la fe en Jesús, «autor de la vida» (cf. Hch 3, 15), la vida que yace abandonada y suplicante vuelve a ser consciente de sí misma y de su plena dignidad.
La palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación social, sino que conciernen más profundamente al sentido mismo de la vida de cada hombre en sus dimensiones morales y espirituales. Sólo quien reconoce que su propia vida está marcada por la enfermedad del pecado, puede redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5, 31–32).
En cambio, quien cree que puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes materiales, como el rico agricultor de la parábola evangélica, en realidad se engaña. La vida se le está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin haber logrado percibir su verdadero significado: «¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?» (Lc 12, 20).
33. En la vida misma de Jesús, desde el principio al fin, se da esta singular «dialéctica» entre la experiencia de la precariedad de la vida humana y la afirmación de su valor. En efecto, la precariedad marca la vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos, que se unieron al «sí» decidido y gozoso de María (cf. Lc 1, 38). Pero también siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil y busca al niño «para matarle» (Mt 2, 13), o que permanece indiferente y distraído ante el cumplimiento del misterio de esta vida que entra en el mundo: «no tenían sitio en el alojamiento» (Lc 2, 7). Del contraste entre las amenazas y las inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de Dios, por otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia desde la casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación para toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Cor 8, 9). La pobreza de la que habla Pablo no es sólo despojarse de privilegios divinos, sino también compartir las condiciones más humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp 2, 6–7). Jesús vive esta pobreza durante toda su vida, hasta el momento culminante de la cruz: «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 8–9). Es precisamente en su muerte donde Jesús revela toda la grandeza y el valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva para todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este peregrinar en medio de las contradicciones y en la misma pérdida de la vida, Jesús es guiado por la certeza de que está en las manos del Padre. Por eso puede decirle en la cruz: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46), esto es, mi vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la humanidad!
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