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Adviento: tiempo de luz

Bien podemos decir que gracias a Dios de nuevo viene Dios.

Como cada año da comienzo el llamado año cristiano y con él volveremos a empezar una labor que tenemos adjudicada como propia y particular de cada cristiano: transmitir que, con cada 24 de diciembre, la luz no sólo vino al mundo sino que, además, se quedó entre nosotros para siempre como la misma Luz, hecha hombre, dijo tiempo después.

San Juan, en un momento de su evangelio, recoge una conversación de quien era, ya, la luz del mundo. Aquella se desarrolló de la siguiente manera (Jn 8: 12-19)

Jesús: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida."

Pero los Fariseos no estaban muy convencidos de lo que les decía aquel hombre:»Tú das testimonio de ti mismo: tu testimonio no vale."

Responde Jesús: «Aunque yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio vale, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy.

Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie;

y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado. Y en vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo y también el que me ha enviado, el Padre, da testimonio de mí."

E insistían los Fariseos: "¿Dónde está tu Padre?"

Y Jesús, ante tal demostración de cerrilismo espiritual, tuvo que insistir en lo obvio: "No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre."

Estas palabras las dijo Jesús cuando se encontraba en el Templo enseñando.

Es ahí mismo, en la conversación mantenida entre el Hijo de Dios y aquellos que buscaban algún motivo (que no razón) para acusarlo de un grave pecado contra Dios y contra su Ley, donde se encuentra, precisamente, el mensaje dado por Aquel que ahora esperamos, Aquel que es luz del mundo.

En primer lugar, hace muchos siglos que, físicamente, nació Jesús. Entonces, no resulta necesario, como muchas veces se piensa, estar allí (en Belén) acompañando a María y a José en aquella cueva. La misión de la Madre de Dios fue, precisamente, afirmar la voluntad de Dios para con ella y para con la humanidad y acercarnos al Padre, hecho hombre, para que hiciera cumplir su propia Ley.

Por tanto, en segundo lugar, de aquel nacimiento que ahora esperamos con el ansia de quien sabe que un acontecimiento bueno, muy bueno (como dijera Dios tras la creación del hombre) va a producirse y que nos corresponde gozar con él, no puede derivarse (de aquel nacimiento) nada que no sea amor y servicio. Así conoceremos a Quien nace y, sobre todo, conoceremos a Quien lo envía que son, no por casualidad, el mismo Dios.

Pero, además, también podemos decir que el tiempo del que ahora disfrutamos y que desembocará en la noche que, desde el 24 de diciembre caminará hacia el 25, es, también, algo más, algo que no termina nunca porque, en realidad, en nuestro corazón (ya de carne por el efecto producido por la luz de Cristo en tantas generaciones salvadas desde entonces) vive y somos Templo del Espíritu Santo, diría, luego, san Pablo en su Epístola a los Corintios (6:19)

Pero algo más dice Saulo y que no debemos olvidar: ya no nos pertenecemos sino que, al contrario de lo que muchos piensan, pertenecemos a Dios.

Tal pertenencia la adquirimos, como un tesoro propio y particular de cada uno de nosotros, cuando la luz del mundo viene al mundo, cuando, en el último mes del año y primer tiempo, nuevo, espiritual, del cristiano, reconocemos, en aquel pequeño niño, bebé amado por María, Madre, a Quien nos permitirá salvar la existencia para una eternidad siempre eterna.

Por tanto, no creamos que, cuando ahora mismo recordamos las semanas que dieron comienzo con el Primer Domingo de Adviento, y en las que tenemos presente a Isaías, profeta, Juan, el discípulo amado y a María, Madre de Dios y Madre nuestra, son un tiempo para repetir lo que, desde hace muchos siglos, viene rememorando la Iglesia, Esposa, además, de Cristo y que, en realidad, no se trata más que de un tiempo de consumo y hedonismo. Muy al contrario, la luz del mundo que vino al mundo nos vuelve a recordar que su presencia entre aquellos otros nosotros no era, ni fue, en vano sino para certificar la promesa de Dios y que, de nuevo, iba a hacer uso de su Misericordia y de Amor: otra vez nos había perdonado.

Y así, brillará de nuevo, entre las maldades que, en la tierra (espacio de peregrinación para nosotros) son, unas manos que demandarán ser tomadas para caminar con ellas, un corazón que querrá ser aceptado y amado para sentirse lleno del amor de sus semejantes, una Palabra que es, en suma, la Palabra y que, como dice san Juan, «Era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre»

Y en eso estamos, en ser hijos de Dios. En cada Adviento y en cada Navidad... creyendo.

Ahora en...

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