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Tertulias y dialogo
Todas las cadenas de radio y televisión ofrecen cada día en su programación la correspondiente tertulia, en la que periodistas y comunicadores dialogan, al hilo de la actualidad, sobre política, economía, religión, relaciones internacionales, elecciones, guerras, etc.
Aunque haya pluralidad de opiniones en estas tertulias, cada una tiene el sesgo peculiar de la postura por la que apuesta cada cadena. Pienso que los oyentes y televidentes también elegirán la que estimen más afín con sus preferencias políticas. Pero con la elección y seguimiento de un determinado programa de opinión, es muy posible que se sientan relevados de la pesada tarea de pensar por su cuenta.
Cada día los contertulios de cada cadena abordan media docena de cuestiones sobre las que opinan rápidamente o se dedica cada uno a matizar lo que los otros dicen. El público que los sigue, o buena parte del mismo, se sentirá debidamente informado y aceptará las ideas que mejor le cuadren, pero sin filtrarlas críticamente desde su propia razón, ni preguntarse si lo que ha oído es la verdad o sólo una parte de la verdad. Examinar y reflexionar sobre lo que nos pasa como ciudadanos, juzgar de los beneficios o perjuicios que se derivan de los acontecimientos de cada día, adoptar posturas activas de apoyo o rechazo, no parece que sea un ejercicio habitual de los ciudadanos.
Tengo la impresión de que estas tertulias han logrado sustituir a las que podrían establecerse entre amigos, compañeros, vecinos y familiares. Las conversaciones que iniciamos con los demás no pasan de hablar del tiempo y del futbol y de compartir quejas sobre esto o aquello, culpando casi siempre al ayuntamiento que tenemos más a mano. Se rehúye entrar en mayores complejidades. Salvo que uno esté muy seguro de quienes le acompañan, no nos atrevemos a mostrar nuestras preferencias políticas o nuestra fe religiosa. Hasta nuestros gustos artísticos pueden acarrearnos algún disgusto si los manifestamos abiertamente.
Ahora que tanto se habla de pluralismo y tolerancia, nos encontramos cada vez más aislados. Si en otros momentos se podía dialogar desde posturas políticas distintas y desde sensibilidades diferentes sin mayor problema, hoy nos vemos obligados a aceptar la imposición de lo políticamente correcto y lo que se proclama progresista, o callarnos y hablar del tiempo. Quizás ni del tiempo, pues si no compartes los dogmas del cambio climático y lo dices, serás censurado de inmediato. He leído en un diario a un profesor que afirmaba sin empacho que sólo los necios no creen en el cambio climático que se está produciendo.
Si sale el tema religioso y te confiesas creyente y practicante, es probable que te llamen meapilas y si apoyas a los obispos frente a los políticos o frente a eruditos teólogos con interpretaciones sospechosas, es que eres un fanático impresentable. Muchos cristianos se hacen perdonar el serlo confesando que no son practicantes ni están de acuerdo con la Iglesia. Por eso mucha gente pide que no se hable de religión para evitar discusiones.
Si rechazas que el Congreso pueda legislar sobre lo bueno y lo malo sin tener en cuenta que la moralidad no depende de consensos ni fluctuantes mayorías, censurarán tus palabras, dirán que no eres un demócrata sino un fascista y te vigilarán como peligroso.
Cuando hace unos días manifesté, imprudentemente, que no me gustaba la cúpula de Barceló, una persona relacionada con el mundo del arte me espetó que no sabía lo que decía por mi nula formación artística. Por lo visto si no siento ninguna emoción ante una obra de arte, sobre la que los entendidos han expresado su arrobo, es por culpa de mi ignorancia. Siempre pensé que uno era libre en sus preferencias artísticas pero al parecer no es así. No obstante creo que muchas personas piensan como yo pero más cautos se abstienen de decirlo o más astutos, se unen al coro de los «entendidos».
Necesitamos dialogar para buscar el bien, la verdad y la belleza en libertad y sin imposiciones, aunque nos cueste esfuerzo y disgustos, pero es mejor pensar por nosotros mismos que optar por la comodidad de aceptar lo que otros quieren pensar por nosotros.
Del director
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