conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Fides et ratio » Capítulo I.- La Revelación de la Sabiduría de Dios

La razón ante el misterio

13. De todos modos no hay que olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es verdad que con toda su vida, Jesús revela el rostro del Padre, ya que ha venido para explicar los secretos de Dios; [13] sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza por el aspecto fragmentario y por el límite de nuestro entendimiento. Sólo la fe permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente.

El Concilio enseña que «cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe».[14] Con esta afirmación breve pero densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo. Se dice, ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello conlleva reconocerle en su divinidad, trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad de su absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad, ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicación interpersonal e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo. Por esto el acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.[15] En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios. En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer lleva a cabo el acto más significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma.

Para ayudar a la razón, que busca la comprensión del misterio, están también los signos contenidos en la Revelación. Estos sirven para profundizar más la búsqueda de la verdad y permitir que la mente pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del misterio. Estos signos si por una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le permiten investigar en el misterio con sus propios medios, de los cuales está justamente celosa, por otra parte la empujan a ir más allá de su misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual son portadores. En ellos, por lo tanto, está presente una verdad escondida a la que la mente debe dirigirse y de la cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se le propone.

Podemos fijarnos, en cierto modo, en el horizonte sacramental de la Revelación y, en particular, en el signo eucarístico donde la unidad inseparable entre la realidad y su significado permite captar la profundidad del misterio. Cristo en la Eucaristía está verdaderamente presente y vivo, y actúa con su Espíritu, pero como acertadamente decía Santo Tomás, «lo que no comprendes y no ves, lo atestigua una fe viva, fuera de todo el orden de la naturaleza. Lo que aparece es un signo: esconde en el misterio realidades sublimes».[16] A este respecto escribe el filósofo Pascal: «Como Jesucristo permaneció desconocido entre los hombres, del mismo modo su verdad permanece, entre las opiniones comunes, sin diferencia exterior. Así queda la Eucaristía entre el pan común».[17]

El conocimiento de fe, en definitiva, no anula el misterio; sólo lo hace más evidente y lo manifiesta como hecho esencial para la vida del hombre: Cristo, el Señor, «en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»,[18] que es participar en el misterio de la vida trinitaria de Dios.[19]

14. La enseñanza de los dos Concilios Vaticanos abre también un verdadero horizonte de novedad para el saber filosófico. La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la razón posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios.

Así pues, la Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce a la mente del hombre a no pararse nunca; más bien la empuja a ampliar continuamente el campo del propio saber hasta que no se dé cuenta de que no ha realizado todo lo que podía, sin descuidar nada. Nos ayuda en esta tarea una de las inteligencias más fecundas y significativas de la historia de la humanidad, a la cual justamente se refieren tanto la filosofía como la teología: San Anselmo. En su Proslogion, el arzobispo de Canterbury se expresa así: «Dirigiendo frecuentemente y con fuerza mi pensamiento a este problema, a veces me parecía poder alcanzar lo que buscaba; otras veces, sin embargo, se escapaba completamente de mi pensamiento; hasta que, al final, desconfiando de poderlo encontrar, quise dejar de buscar algo que era imposible encontrar. Pero cuando quise alejar de mí ese pensamiento porque, ocupando mi mente, no me distrajese de otros problemas de los cuales pudiera sacar algún provecho, entonces comenzó a presentarse con mayor importunación [...]. Pero, pobre de mí, uno de los pobres hijos de Eva, lejano de Dios, ¿qué he empezado a hacer y qué he logrado? ¿qué buscaba y qué he logrado? ¿a qué aspiraba y por qué suspiro? [...]. Oh Señor, tú no eres solamente aquel de quien no se puede pensar nada mayor (non solum es quo maius cogitari nequit), sino que eres más grande de todo lo que se pueda pensar (quiddam maius quam cogitari possit) [...]. Si tu no fueses así, se podría pensar alguna cosa más grande que tú, pero esto no puede ser».[20]

15. La verdad de la Revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos acoger el «misterio» de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia. Aquí la relación entre libertad y verdad llega al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del Señor: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).

La Revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática; es la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el proyecto originario de amor iniciado con la creación. El hombre deseoso de conocer lo verdadero, si aún es capaz de mirar más allá de sí mismo y de levantar la mirada por encima de los propios proyectos, recibe la posibilidad de recuperar la relación auténtica con su vida, siguiendo el camino de la verdad. Las palabras del Deuteronomio se pueden aplicar a esta situación: «Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que no hayas de decir: ¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para que no hayas de decir ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica» (30, 11–14). A este texto se refiere la famosa frase del santo filósofo y teólogo Agustín: «Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas».[21] A la luz de estas consideraciones, se impone una primera conclusión: la verdad que la Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o el punto culminante de un pensamiento elaborado por la razón. Por el contrario, ésta se presenta con la característica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida como expresión de amor. Esta verdad relevada es anticipación, en nuestra historia, de la visión última y definitiva de Dios que está reservada a los que creen en Él o lo buscan con corazón sincero. El fin último de la existencia personal, pues, es objeto de estudio tanto de la filosofía como de la teología. Ambas, aunque con medios y contenidos diversos, miran hacia este «sendero de la vida» (Sal 16 [15], 11), que, como nos dice la fe, tiene su meta última en el gozo pleno y duradero de la contemplación del Dios Uno y Trino.

Notas

[13] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.

[14] Ibíd., 5.

[15] El Concilio Vaticano I, al cual se refiere la afirmación mencionada, enseña que la obediencia de la fe exige el compromiso de la inteligencia y de la voluntad: «Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y voluntad» (Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III; DS 3008).

[16] Secuencia de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

[17] Pensées, 789 (ed. L. Brunschvicg).

[18] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

[19] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.

[20] Proemio y nn 1. 15: PL 158, 223-224.226; 235.

[21] De vera religione, XXXIX, 72: CCL 32, 234.

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