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10.- Febe y la corresponsabilidad de la mujer en la misión de la Iglesia
«Os recomiendo a nuestra hermana Febe, diaconisa de la iglesia que está en Cencrea, para que la recibáis en el Señor, como es digno de los santos, y que la ayudéis en cualquier cosa que sea necesaria; porque ella ha ayudado a muchos (pobres y enfermos), incluso a mí mismo».(Rom 16, 1-3)
Son muchos los que al leer estas palabras de San Pablo las interpretan para justificar no solo el derecho de la mujer a la ordenación sacerdotal, sino que las utilizan como texto imprescindible para reclamar un cambio en la postura de la Iglesia sobre el diaconado femenino.
Pero no. No se confundan. Aunque es verdad que para el apóstol la mujer y el hombre,»unidos todos en la misma dignidad de fondo», por el hecho de ser creados por Dios a su imagen y semejanza, no seria justo esgrimir estas palabras para argumentar la igualdad de funciones.
Puesto que como afirma el apóstol, en el cuerpo de Cristo la diversidad no solo existe, sino que es necesaria: «En la Iglesia, hay algunos que han sido establecidos por Dios, en primer lugar, como apóstoles; en segundo lugar, como profetas; en tercer lugar, como doctores. Después vienen los que han recibido el don de hacer milagros, el don de curar, el don de socorrer a los necesitados, el don de gobernar y el don de lenguas.
¿Acaso todos son apóstoles? ¿Todos profetas? ¿Todos doctores? ¿Todos hacen milagros? ¿Todos tienen el don de curar? ¿Todos tienen el don de lenguas o el don de interpretarlas?
Ustedes, por su parte, aspiren a los dones más perfectos. Y ahora voy a mostrarles un camino más perfecto todavía». (I Cor 12, 28 — 31)
Es más, «porque Él conduce a su Iglesia, de generación en generación, sirviéndose indistintamente de hombres y mujeres, que saben hacer fecunda su fe y su bautismo para el bien de todo el Cuerpo eclesial para mayor gloria de Dios», no podemos confundir «los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios».
La acepción utilizada por el apóstol para mencionar a Febe, "diákonos", no se refiere al derecho de un cargo de carácter jerárquico en la Iglesia en Cencreas, el puerto de Corinto, sino más bien a una aportación generosa a la misión encomendada por Dios para edificar y servir a la comunidad.
Reconozco que es un tema complicado y no pretendo hacer una disquisición de la tradición litúrgica y teológica acerca de si la mujer es apta para el diaconado pero no para el presbiterado, y por tanto, sobre una supuesta discriminación de la mujer en su participación en la Iglesia. ¡No! Para ello hay muchos teólogos que son especialistas en interpretar la Revelación y tutelar la doctrina de la Iglesia como servidores de los hombres.
Si desean profundizar en lo anteriormente expuesto, les aconsejo para ello repasar, por ejemplo, el Código de Derecho Canónico de 1983, la Declaración Inter insigniores, la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis de Juan Pablo II, o más concretamente, el Catecismo de la Iglesia Católica, de 1992 y la Mulieris dignitatem.
En esta ocasión solo quiero hablar de fe y de fidelidad. De fe en las palabras que nos dirigió Jesucristo y de fidelidad a Cristo. Pues como recordó Juan Pablo II a los profesores de teología en Salamanca en noviembre de 1982, que «la fidelidad a Cristo implica, pues, la fidelidad a la Iglesia, y la fidelidad a la Iglesia conlleva a su vez la fidelidad al Magisterio de la Iglesia».
¿Tan difícil resulta comprender que «la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia"?
¿O qué el sacerdocio es un sacramento, y como tal, Dios decidió que «la ordenación sacerdotal, mediante la cual se transmite la función, confiada por Cristo a sus Apóstoles, de enseñar, santificar y regir a los fieles, desde el principio ha sido reservada siempre en la Iglesia católica exclusivamente a los hombres», como señala la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis de Juan Pablo II?
Por lo tanto, dejémonos de bobadas. A pesar de que muchas mujeres son conscientes de su valía personal y humana para realizar «casi» todas las actividades de gobierno, gestión y evangelización reservada a los sacerdotes, no significa que la Iglesia se deje llevar por un machismo rancio y trasnochado excluyéndolas de ese servicio, ni que las considere menores en dignidad y en valía. Al contrario. Nunca como hasta ahora, las mujeres han jugado un papel tan necesario e insustituible en la vida de la Iglesia.
LA CORRESPONSABILIDAD EN LA MISION
"Que cada uno ponga al servicio de los demás el carisma que ha recibido." (1 Pedro 4:10)
Corresponsabilidad significa responsabilidad compartida, o también, el compromiso que se adquiere a compartir la responsabilidad de otro. Un compromiso en el que todos debemos aportar nuestras cualidades, nuestro tiempo y nuestros talentos para que Cristo reine en la tierra.
Y participar en esta misión conferida a todos los miembros de la Iglesia implica poner a disposición del que lo necesite, con total libertad y gratuidad, todo lo que somos y tenemos, puesto que El ha querido contar con nosotros para completar Su obra.
Por lo tanto, la corresponsabilidad de obispos y sacerdotes, de religiosos y laicos; de hombres y mujeres; de jóvenes y mayores, no es optativa para los que se consideran seguidores de Cristo.
Como ya le ocurriera a San Pablo a lo largo de su misión, la constante presencia y participación de las mujeres en la Iglesia ha sido, es, y será una realidad «visible y activa» que «se ha dado bajo la forma de evangelización, catequesis, obras de caridad y promoción humana, educación en la familia, fundaciones de comunidades religiosas y presencia en la historia de grandes místicas y santas».
Me enorgullece pensar que la colaboración de las mujeres en la Iglesia actual «va mucho más allá de lo que hacían las diaconisas de la Iglesia primitiva» como afirma el Santo Padre.
De la misma manera que Maria asumió su corresponsabilidad a los planes divinos con un «si» que cambió la historia de la humanidad, así las mujeres, como miembros de la Iglesia, no podemos vacilar en ofrecer nuestra riqueza, nuestro «genio femenino», para hacer más humana, no solo la familia y la sociedad, sino también la vida de la Iglesia.
En efecto, el futuro de la Iglesia está, en gran medida, en manos de la mujer. Una mujer, que como las mujeres valientes que nos presenta los textos sagrados, siguen al Maestro, no para «hacer carrera», sino para amarle y «para servirle». (Lc 8, 3; Mt 27, 55).
Por lo tanto, ha llegado la hora de que las mujeres nos sintamos orgullosas «¡por el hecho mismo de ser mujer!», y respondamos con valentía, con una fe sin condiciones y mirando al frente con la cabeza bien alta, sabedoras de nuestra aportación esencial y exclusiva a la humanidad, como nos recuerda laMulieris dignitatem es:» Ser la primera raíz del amor humano es la característica principal de la femineidad. Es como una manifestación específica y característica de la vida íntima de Dios, que es Amor.... De ahí la fuerza de la mujer cuando sabe amar, por ello Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano».
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