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Capítulo II.- La Eucaristía Edifica la Iglesia

21. El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que «la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios»,[35] como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: «Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10, 17)».[36]

Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cf. Mt 26, 20; Mc 14, 17; Lc 22, 14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles «fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada».[37]Al ofrecerles como alimento su cuerpo y su sangre, Cristo los implicó misteriosamente en el sacrificio que habría de consumarse pocas horas después en el Calvario. Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre,[38] los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva Alianza.

Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed... Bebed de ella todos...» (Mt 26, 26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: «Haced esto en recuerdo mío... Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío» (1 Co 11, 24–25; cf. Lc 22, 19).

22. La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamentecada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15, 4).

Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacramento» para la humanidad,[39]signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13–16), para la redención de todos.[40]La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo.[41]

23. Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: «Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 16–17). El comentario de san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: «¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo».[42] La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27).

La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo «sirvan a todos los que participan en ellos [...] a la santificación de las almas y los cuerpos».[43]La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.

24. El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».[44]

A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.

25. El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa —presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino[45]—, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual.[46] Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.[47]

Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración»,[48] ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!

Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio.[49] De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: «Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros».[50] La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor.

Notas

[35] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 3.

[36] Ibíd.

[37] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 5.

[38] «Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: "Ésta es la sangre de la Alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras"» (Ex 24, 8).

[39] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

[40] Cf. ibíd., n. 9.

[41] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5. El mismo Decreto dice en el n. 6: «No se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene su raíz y centro en la celebración de la sagrada Eucaristía».

[42] Homilías sobre la 1 Carta a los Corintios, 24, 2:PG 61, 200; cf. Didaché, IX, 5: F.X. Funk, I, 22; San Cipriano, Ep. LXIII, 13: PL 4, 384.

[43] PO 26, 206.

[44] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

[45] Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XIII, Decretum de ss. Eucharistia, can. 4: DS 1654.

[46] Cf. Rituale Romanum: De sacra communione et de cultu mysterii eucharistici extra Missam, 36 (n. 80).

[47] Cf. ibíd., 38-39 (nn. 86-90).

[48] Carta ap.Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 32:AAS 93 (2001), 288.

[49] «Durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo con el máximo honor en las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente»: Pablo VI, Carta enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965), 771.

[50] Visite al SS. Sacramento ed a Maria Santissima, Introduzione: Opere ascetiche, IV, Avelino 2000, 295.

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