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La Cruz y la democracia

La presencia de un crucifijo en un centro público no atenta contra la aconfesionalidad del Estado

La sentencia que obliga a retirar un crucifijo de un colegio público de Valladolid carece de buenos fundamentos jurídicos y entraña un agravio a las convicciones cristianas de millones de españoles y a las de quienes, sin ser creyentes, ven, con toda razón, en la Cruz uno de los pilares de nuestra civilización y sus valores. La presencia de un crucifijo en un centro público no atenta contra la aconfesionalidad del Estado, sólo lo haría contra un laicismo militante, que no asume nuestra Constitución. Tampoco puede afirmarse que vulnere ningún derecho, salvo que se convierta en derecho el puro deseo de retirar el crucifijo. Su exhibición no vulnera la libertad de creencias. Y si entraña cierto beneficio de trato para el cristianismo está justificado por su relevancia social y por la mención contenida en la Carta Magna.

Las reacciones políticas, no por esperadas, han sido menos decepcionantes. El PSOE, en general, aplaude la sentencia en un alarde de contradicción con sus propios actos, pues ni los retiró en el pasado ni lo ha hecho en el presente. Se ve que éstos son otros tiempos. El PP se limita, al parecer, a acatar la sentencia y a proclamar que a ellos «no les molesta el crucifijo». Al parecer, les da igual. Salva un poco el honor el presidente de la Junta, que afirma que la sentencia carece de fundamento jurídico y estudia recurrirla. Pero no nos engañemos. No estamos sino ante un nuevo episodio de resentimiento hacia lo más elevado y noble, y de lo que el constitucionalista norteamericano Weyler calificó como «cristofobia». No se trata de añejo anticlericalismo, sino de furor anticristiano. Hay que padecer un intenso desarreglo del alma para que la presencia pública de un crucifijo pueda ofender. Para un creyente, se trata del sacrificio de Dios para salvar a los hombres, y para quien no lo es, del mensaje moral más sublime, en el que se sustenta, en gran parte, nuestra civilización. Hablar aquí de «higiene democrática» (y hay que tener cuidado con las metáforas fisiológicas) es pura ignorancia, si no se trata de algo mucho peor. No cabe un compromiso más firme con los derechos humanos que el que se revela majestuosamente en el Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó». Suprimir el cristianismo es derribar uno de los pilares de la libertad y la democracia. Como afirmó Tocqueville, es un error considerar a la religión católica como un enemigo natural de la democracia. El catolicismo conduce a los hombres hacia la igualdad. Sólo la religión asegura la firmeza y la certeza en el orden moral, aunque el mundo político parezca abandonado a la discusión y a los ensayos de los hombres. La religión puede ser considerada en EEUU, según el gran pensador francés, como la primera de sus instituciones políticas. No sólo regula las costumbres, sino que extiende su imperio sobre las inteligencias.

En cualquier caso, el pluralismo debería obligar a conciliar las dos posiciones y no a imponer una de ellas. Pues si a unos ofende, sin razón, su exhibición, a otros ofende, con razón, su retirada. Y tampoco es lo mismo no colocar un crucifijo que retirar uno. No es bueno que nos enzarcemos en una guerra sobre el crucifijo, aunque la verdad, tampoco puede extrañar. Al fin y al cabo, ya lo dejó dicho el Crucificado: «No he venido a traer la paz, sino la discordia». No hay nada en la Cruz que atente contra la democracia política.

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