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Reflexión sobre la belleza

La belleza impone incesantemente en nosotros su presencia. Tan es así que san Agustín llegó a preguntarse si amamos por ventura algo fuera de lo bello. Pero, qué es lo bello; qué nos atrae y aficiona hacia lo hermoso. «La belleza es difícil», afirmaba Platón: por qué un cuerpo humano es hermoso y otro no lo es; por qué un paisaje golpea dulcemente y otro causa agria repulsa; por qué una pintura atrae y otra ocasiona rechazo; por qué algunas composiciones musicales, poéticas, arquitectónicas, escultóricas nos hacen exclamar «¡qué bello!», mientras tantas otras pasan desapercibidas o sencillamente desagradan; ¿qué es lo que nos atrae y aficiona a las cosas que amamos? Porque, ciertamente, si no hubiese en ellas alguna gracia y hermosura, de ningún modo nos atraerían hacia sí.

En la antigüedad griega Policleto fijó un canon que hizo consistir la belleza en la proporción del cuerpo humano como correspondiente a siete veces y medio la altura de la cabeza; en el renacimiento, Vitrubio hizo consistir la belleza en general en la proporción armónica de las partes. Fue a partir de un estándar de belleza del cuerpo humano que se pasó a un metro de la belleza en general donde la condición para ser tal sería la proporción y la armonía siempre materiales. Hoy, la dictadura de las opiniones comunes sintonizaría amigablemente con aquellos criterios permitiendo a muy pocos identificar la belleza con algo que no fuese la apariencia externa del cuerpo humano. ¿Y es que acaso se puede negar la belleza que hay en algunos de ellos? Ciertamente no. De suyo, los cristianos reconocemos en Jesús al «más bello de los hombres» (salmo 45 [44], 3). Y no podía ser de otra manera: era Dios. Sin embargo, la referencia a la belleza de Jesús no se limita a lo exclusivamente externo si bien lo abarca y comprende.

La belleza física es efímera y por tanto imperfecta. Lo bello, lo auténticamente bello, no muere sino que se convierte en otra cosa bella. Cuando se lee en Isaías, en clara referencia a Jesús: «Sin figura, sin belleza; no tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar (...) como de taparse el rostro para no verle» (Is 53, 2-3), parece que la concepción de la belleza de Jesucristo está condenada a ser parte de esa otra imperfecta. Pero no, la belleza de Jesús no es sólo exterior; en Él, ante todo, se encarna la belleza de la Verdad y del Amor, dos rostros de la belleza que la hacen inmortal.

Esa aparente extinción de la belleza corporal del Nazareno durante su pasión abre paso a otra más sublime y perfecta en sí misma. Y es que «El que cree en Dios, en el Dios que precisamente en las apariencias alteradas de Cristo crucificado se manifestó como amor «hasta el final», sabe que la belleza es verdad y que la verdad es belleza (...) comprende que la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que sólo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignorándolo», escribió el todavía cardenal Ratzinger en abril de 2005.

Sí, físicamente en la persona del Jesús sangrante, del hombre desfigurado por el flagelo, la corona de espinas, los clavos y el patíbulo, se puede encontrar cierta fealdad que hace valorar como monstruosa la figura externa de su cuerpo en un primer momento; sin embargo, este reparo queda superado por la belleza del gesto por el cual su hermosura física no decanta en fealdad sino que es sublimada; una belleza que no podrá ser ya percibida exclusivamente con los ojos del cuerpo sino que precisará siempre de los del alma. Es así que la belleza de la donación, del amor, de la virtud: la belleza inmortal, se descubre internamente, con los ojos del espíritu. Con esos ojos quedamos fascinados y somos aptos para aprender que el atractivo del cuerpo de Cristo se «pudre en el surco» por amor para mostrar lo hermoso del donarse padeciendo por los otros -redimirnos- y manifestar, al final, ya resucitado, la victoria de la plena belleza en su cuerpo glorioso; belleza, en definitiva, del amor y la verdad; belleza de sus obras reflejada en su figura glorificada.

Hace un año, tras una primera lectura de los versículos de Isaías y el salmo 45, una poesía titulada «Las manos feas» hizo nacer en mí las primeras reflexiones sobre el valor de la verdadera belleza. La transcribo íntegramente:

—Mamá: —le dijo el niño— eres hermosa,

tu rostro es el trasunto de una diosa».

Sonrióse la madre enternecida,

mas el niño tornando a otras ideas

añadió con palabras conmovidas:

—pero tus manos son tan feas...

Calló el niño al mostrar estos decires,

mas replicó la madre:— «no las mires si tanto

te disgusta contemplarlas».

—No lo puedo evitar —le dijo el niño—

si al palpar con ávido cariño

tengo ¡oh madre!

al instante que apartarlas.

El padre que escuchaba al niño

dijo: —te contaré una historia mi buen hijo:

hace tiempo dormía

rozagante un niño

encendióse el mosquitero

y las llamas del fuego traicionero

amenazaban la vida del infante.

La nodriza corrió despavorida,

mas la madre heroica decidida

el fuego dominó a manotadas

salvando de las llamas a su niño

pero sus manos de blanco armiño

quedaron sin piedad carbonizadas.

Y cuando al final las vendas le quitaron

sus manos deformadas le quedaron.

El niño comprendió y en un instante

voló hacia su madre diciendo

entre sollozos extrahumanos:

—no hay manos cual las tuyas en el mundo—.

Primariamente somos como el niño de la poesía que sabe apreciar la armonía estética del rostro de su madre; pero sabemos lo que viene: no permanece en una consideración meramente externa. Es la virtud de la obra realizada por su madre la que le permite abrir los ojos del alma y reconocer una belleza suprema que le llevan a declarar el último verso: «no hay manos cual las tuyas en el mundo». ¿No es lo mismo que nos sucede al valorar la beldad del gesto del divino maestro?

¿Qué es la belleza? La belleza es la marca que Dios pone a la virtud y ésta suele sonreír con esplendor en la bondad, en la verdad y en el amor que hay en las obras que hacemos. ¿Y los cuerpos humanos? No es falso que hay cuerpos humanos armónicos y proporcionados que impresionan y podemos catalogar como hermosos; ante éstos podemos aplicar aquello que se dice en las Confesiones del obispo de Hipona: «Si te agradan los cuerpos, alaba a Dios en ellos y revierte tu amor sobre su artífice, no sea que le desagrades en las mismas cosas que te agradas». Mas no podemos permanecer en un miramiento material de lo bello. Si somos capaces de captar la belleza de un acto de amor como los dos antes mencionados, uno claramente superior al otro, debemos esforzarnos por dar el paso de lo meramente exterior a la realidad profunda que capta el espíritu, lo que captamos dentro de nosotros; así estaremos más preparados de percibir toda verdad, bondad y amor que, en suma, llevan la impronta de la belleza que nunca caduca.

Porque la belleza, hermana de la Verdad, arte puro y enemiga de lo artificioso, es fuerza y gracia unida en simplicidad, nos salvará. Nos salvará porque nos ayudará a discernir entre lo verdadero y lo falso, entre lo bueno y lo malo, entre lo lícito y lo ilícito... ¿Quién no sucumbe ante la belleza de dos esposos que se abren a la vida en el respeto, comparten en familia y unidad lo próspero y lo adverso, la salud y la enfermedad? ¿Quién no se arrodilla ante el misterioso milagro de la vida? ¿Quién no se conmueve con la beldad de la inocencia, la dependencia y la necesidad de protección de un recién nacido? ¿Quién es capaz de no captar la belleza de una vocación a la vida consagrada nacida en el jardín de la juventud generosa? ¡¿Quién puede negar que la belleza exista?! Buen remate dio Cervantes cuando escribió: «La hermosura que se acompaña con la honestidad es hermosura, y la que no, no es más que un buen parecer». Ahí el detalle. Quien busque con honestidad la belleza será capaz de verla con los ojos del alma. Y esos mismos ojos, indefectiblemente, le llevarán al autor; a ese autor que no tuvo apariencia humana en su pasión y luego, resucitado, revestido por el valor de su acto supremo de donación, es la Belleza misma.

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