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Espontaneidad, ¿hasta dónde?

«Mamá, es que no lo entiendes. La gente joven dice lo que piensa, sin hipocresías.»

Así defendía una joven adolescente la escasa educación y diplomacia de una amiga suya a la que había invitado a pasar unos días con ellos durante las vacaciones.

Sin duda, la espontaneidad es un valor emergente en la sociedad de nuestros días. Ser espontáneo y natural es algo que hoy –afortunadamente– se valora mucho. Hay una gran pasión por todo lo que significa apertura y claridad. Un elogio constante de las conductas que revelan autenticidad. La gente joven tributa un apasionado culto a la sinceridad de vida, quizá como respuesta al rechazo producido por algunos resabios de corte victoriano que ha llegado a detectar en la anterior generación.

Todo eso, no cabe duda, esconde un avance innegablemente positivo. Y en el ámbito de la educación, se trata de una conquista de la sensibilidad contemporánea que ha supuesto aportaciones especialmente valiosas. Moverse en un clima de confianza se considera hoy un principio educativo fundamental, decisivo también para la formación del propio carácter.

Sin embargo, las razones que daba esa chica demuestran la necesidad de un sensato equilibrio en todo lo relacionado con la espontaneidad. Parece evidente que es preciso encontrar un equilibrio entre la hipocresía y lo que podríamos llamar exceso de espontaneidad. Porque parece posible lograr ser cortés sin caer en la hipocresía o la adulación, ser sincero sin recurrir a la tosquedad, y fiel a los propios principios sin necesidad de ofender a los demás.

Decir la verdad que no resulta conveniente revelar, o a quien no se debe, o en momento inadecuado, es –fundamentalmente– una carencia de sensatez. Parece claro que conviene siempre añadir sensatez a la sinceridad, y así nos ahorraremos –como dice H. Cavanna– la idiotez sincera, que no por sincera deja de ser idiota.

Echar fuera lo primero que a uno se le pasa por la cabeza sin apenas pensarlo, o dejar escapar los impulsos y sentimientos más primarios indiscriminadamente, no puede considerarse un acto virtuoso de sinceridad. La sinceridad no es un simple desenfreno verbal. Hay que decir lo que se piensa, pero se debe pensar lo que se dice.

El que se encuentra a un amigo que acaba de perder a su padre y le dice que no lo siente lo más mínimo porque su padre era antipático e insoportable, no es sincero, aunque lo sintiera realmente, sino un auténtico salvaje.

Como señala Juan Bautista Torelló, bajo la excusa de esa falsa sinceridad, se esconden a menudo arrogancia, grosería, tendencia malsana a la provocación, inclinaciones exhibicionistas o gusto por zaherir a los demás. Quienes así actúan son figuras tristes de hombres o mujeres sin frenos, que se dejan llevar por sus impulsos más arcaicos y distan mucho de alcanzar un mínimo de madurez en su carácter.

El equilibrio del carácter y la personalidad exige una cuidadosa compensación entre un extremo y otro. Y así como hace treinta años podía ser mayor el peligro del envaramiento y la desconfianza, quizá ahora sea más bien el de la excesiva deshinbición o desenfado. Se comprueba que la exaltación de la espontaneidad y la devaluación de la seriedad producen frutos ambivalentes. Pretenden fortalecer la personalidad, y en gran parte lo logran, pero también traen el riesgo de producir personas con una espontaneidad aleatoria, gracias a la cual son lo que les da la gana, lo que se les ocurre. Pero las ocurrencias siempre son imprevisibles.

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