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La potencia adúltera (II)

En enero de 1984, en la emisión «Panorama» se difunden los resultados de una «encuesta», según la cual el partido conservador ha sido infiltrado por activistas de extrema derecha. Dos miembros del Parlamento, Neil Hamilton y Gerald Howarth son acusados, en esa emisión, de racismo, de antisemitismo y de fascismo. Los dos diputados protestan, piden una retractación, más aún cuando al examinar las «fuentes» confidenciales invocadas por los autores de la secuencia aquéllas resultan ser inexistentes. No obstante, el director general de la BBC se obstina en mantener que esas fuentes son excelentes y los informes sólidos («well founded»). Persiste en la difamación. Las dos víctimas de ésta le demandan en un proceso, que ganan: la BBC debe pagar a cada uno 20 000 libras (unos 200 000 francos aproximadamente) por daños y perjuicios, a las que se añaden 250 000 libras (unos 2 500 000 francos) por las costas del juicio y los honorarios de los abogados.[116] Además, el tribunal condena a la BBC a presentar a los dos diputados humillantes excusas públicas. Como se ve, en este asunto se trata de una falta profesional grave y de un atentado contra el honor tan costoso financieramente como para la reputación de la BBC. En tal caso, presentar la reacción que suscitó ese atentado como un «ataque del poder político a la independencia de la BBC» constituye una infracción suplementaria al sacrosanto «deber de informar».

Otra emisión conflictiva, en julio de 1985, provocó igualmente una tempestad, porque presentaba a un terrorista irlandés del IRA, Berry Adams, con rasgos extrañamente simpáticos. Se notaba que el productor que se entrevistaba con el portavoz del IRA estaba, de todo corazón, a su lado, acogía favorablemente su justificación del terrorismo, llamándole «resistencia a la opresión». Teoría gastada, absurda en una democracia, sofisma de todos los movimientos subversivos de inspiración totalitaria que se aprovechan de la misma libertad que les concede el Estado de derecho para intentar derribarlo.

Esta apología de la violencia y del derramamiento de sangre se producía, para colmo, en medio de un período de recrudecimiento del terrorismo. Llegaba, en particular, justamente después de que los «diplomáticos» ametralladores de la embajada de Libia en Londres hubiesen asesinado, disparando desde sus ventanas, a un cabo de policía, una joven que... ¡protegía los locales de esa embajada contra manifestantes libios antigadafistas! En vista de la irritación que reinaba en el país después de esa proeza, el ministro del Interior, León Brittan, intervino ante el Consejo de Dirección de la BBC para pedir que se suprimiera del programa esa emisión verdaderamente inoportuna, casi una provocación, que estaba prevista, anunciada, pero no aún difundida. Después de que el Consejo de Dirección accediera a esa petición y aplazara la difusión, los periodistas de la BBC hicieron una huelga de protesta, de un día de duración, apoyados por numerosos colegas de la cadena de televisión privada ITV. Contrariamente al caso precedente, la emisión impugnada no constituía, literalmente hablando, una falsificación de la información. Una televisión que invita a expresarse a numerosas personalidades de todas las tendencias puede muy bien organizar un debate, aunque sea de dudoso gusto, con un terrorista. El problema deontológico procedía de la complacencia del animador con respecto a este último. ¿Qué es un «debate» en ausencia de toda réplica u objeción? Se puede, ya, considerar como una concepción falaz de la equidad la que hubiera consistido en presentar como dos opiniones igualmente respetables, por un lado la de un terrorista hablando en favor del asesinato como medio normal de expresión política en un Estado de derecho, por el otro, la de un ciudadano reclamando el simple respeto de este derecho y de estas instituciones democráticas. Se habría podido aducir que la simetría entre el asesino y su víctima potencial no habría sido equitativa más que en apariencia. Pero el debate habría existido a pesar de todo y habría puesto de relieve, precisamente, esa asimetría. Pero que sólo tuviera la palabra el terrorista, con la bendición de un presentador casi cómplice o, por lo menos, benévolo, era en cierto modo una falta contra el «deber de informar». Porque ese deber habría exigido que se dieran a conocer también al público los argumentos y los hechos que actúan contra el terrorismo y no sólo los que lo glorifican. Se puede discutir largo y tendido sobre la cuestión de saber si se trataba de información o de opinión, pero no es escandaloso considerar que en ese caso la BBC no respetó la imparcialidad que es la contrapartida obligada de su independencia.

Tampoco es escandaloso cuando se examina la manera en que la BBC, en sus telediarios y sus reportajes, cubrió el raid norteamericano de abril de 1986 sobre Libia. El presidente del partido conservador, Norman Tebbit, hizo público, en octubre de 1986, un informe de 21 páginas, que todo el mundo puede consultar, y también impugnar: pero a condición de impugnarlo con sólidos argumentos y ejemplos en sentido contrario a los suyos, porque el dossier no está vacío, ni mucho menos. De los elementos precisos que cita Tebbit en su texto resulta una evidente e indudable presunción de inflexión tendenciosa y de distorsión de la información en el sentido de un prejuicio antiamericano y antibritánico, al haber autorizado el gobierno de Londres que la aviación norteamericana utilizara bases ubicadas en Gran Bretaña. La polémica sobre lo adecuado o no de la operación norteamericana es, ciertamente, legítima; se puede, se debe, organizar todos los debates concebibles sobre ese tema. En cambio, la parcialidad en la selección y la presentación de las informaciones lleva la polémica de manera insidiosa y subrepticia a un terreno en el que el público es cogido a traición, al dirigirse a él en tono de objetividad, mientras se le esconden una parte de las informaciones que le serían necesarias para forjarse una opinión con conocimiento de causa. La indignación que acogió al informe Tebbit me parece, además, de mala ley. Se habló de «censura». ¿Desde cuándo está prohibido publicar apreciaciones críticas sobre emisiones de actualidad que ya han sido difundidas, y de pasar por el tamiz su conformidad o no con los hechos? ¿Desde cuándo los diccionarios definen como «censura» el examen retrospectivo de documentos publicados? ¿El acto de censura no emanaría más bien de gentes que quieren prohibir todo control de la veracidad de los telediarios y que hubieran querido impedir que el informe Tebbit saliera a la luz? ¿En virtud de qué dispensa exorbitante deberían escapar los periodistas al control de fiabilidad que sufren los más grandes historiadores, los más grandes memorialistas, los más grandes sabios? ¿En nombre de la libertad de prensa? Pero ¿tiene un sabio derecho a falsear un experimento en nombre de la libertad de la investigación científica?

Milne debió finalmente dimitir tras una emisión preparada en enero de 1987 sobre un satélite de observación militar extremadamente secreto, destinado a sobrevolar la Unión Soviética. Entonces ya no se trataba sólo de cuestiones de opinión, sino que se ponía en peligro la misma seguridad del país y su defensa. Ciertamente los documentos concernientes a ese satélite secreto habían sido publicados por el semanario izquierdista The New Statesman. ¿Hay que publicar o no todo lo que se sabe? Problema tan antiguo como la misma prensa. Pero hay una diferencia de naturaleza entre, por una parte, un diario privado, que su dirección conduce como le parece, corriendo con los riesgos, y que el lector es libre de comprar o no, y, por otra parte, una institución nacional, enteramente pagada por los contribuyentes (la BBC no difunde publicidad alguna) y en la que los periodistas, por consiguiente, comprometen a mucho más que a sí mismos.

En todos los tiempos se ha considerado a la BBC casi como el único ejemplo de una radiotelevisión de Estado bien hecha, tanto en el plano de la calidad como en el de la imparcialidad. Sabía resistir victoriosamente a las presiones de los gobiernos, fueran conservadores o laboristas: Harold Wilson, por ejemplo, aunque socialista, fue probablemente, durante los años sesenta, el primer ministro que tuvo peores relaciones con la BBC desde la guerra.

Pero ese éxito milagroso de la independencia total de una radiotelevisión de Estado tenía por condición una probidad no menos total en la presentación de la información y los debates de ideas. Desgraciadamente, esa probidad comenzó a debilitarse, después de 1968, cuando también Gran Bretaña fue invadida por la demasiado cómoda ideología según la cual no hay información neutra, sino tan sólo una «información de combate». Ese marxismo de pacotilla se había convertido desde 1970 en doctrina corriente de Cambridge y de Oxford, es decir, de los jóvenes reclutas de la BBC. Escucho, desde hace años, cada mañana, el admirable «BBC World Service», ciertamente la emisión radiofónica más completa que existe en el mundo sobre los acontecimientos internacionales. No pude evitar observar, insensiblemente, la aparición de ciertas transgresiones flagrantes a la neutralidad de información, a propósito de temas delicados, tales como Nicaragua, la Iniciativa de Defensa Estratégica en el Espacio o las reformas de Gorbachov.[117]

Todo individuo que posee los medios financieros para ello puede perfectamente crear un periódico para explicar que la Tierra es plana y que el Sol gira en torno a ella. Si tiene clientes, tanto mejor para él. Si no, irá a la quiebra. Pero una televisión de Estado es un servicio público que, debido a ello, sólo es viable y aceptable si se basa en la competencia y la honestidad, porque el público no tiene medios para sancionarle como sanciona a un periódico privado. La probidad periodística no consiste sólo en resistir las presiones de los gobiernos; consiste en resistir todas las presiones: ideológicas, políticas, culturales, vengan de donde vengan. El milagro de la BBC no se volverá a producir hasta que sus futuros responsables se acuerden de ese principio y vuelvan a él.

Incluso en la pequeña porción de la prensa mundial que es libre, la mayoría de los profesionales de la información hablan o escriben, no para informar, sino para demostrar alguna cosa. Lo que distingue la prensa seria de la que no lo es, es la proporción de exactitud, más o menos grande, que implica una información orientada. Los buenos periódicos dan prioridad a la exactitud, esforzándose en hacer la orientación, en primer lugar, defendible o, por lo menos, por así decirlo, invisible; y saben resignarse bastante a menudo a publicar informaciones susceptibles de desmentir sus interpretaciones preferidas. No ignoran que su autoridad tiene ese precio, gracias a lo cual continúan siendo leídos o vistos por muchos lectores o telespectadores que no suscriben íntegramente sus postulados políticos o éticos. Los malos periódicos, por su parte, seleccionan, arreglan o alteran las informaciones de manera tan patente y torpe que sólo los espíritus sectarios, cuya única preocupación consiste en encontrar la confirmación de sus ideas fijas, soportan leerlos o mirarlos.

No obstante, incluso los órganos de información que gozan de la mejor reputación profesional y del mayor prestigio internacional se permiten deformar la simple narración de los hechos. En 1984, un instituto neoyorquino llamado Institute for Applied Economics publicó un estudio sobre la manera en que los telediarios de las tres grandes networks americanas, ABC, NBC y CBS, habían informado, día a día, sobre la reactivación económica iniciada en los Estados Unidos a finales de 1982, llegando a ser extremadamente vigorosa en 1984. El instituto tomó nota, durante seis meses, de todas las informaciones suministradas por las tres cadenas. En 1983, los Estados Unidos realizaron uno de los más fuertes crecimientos de la posguerra y el más importante de los países industriales ese año, el 7,7 % en dólares constantes; la más débil inflación, el 0,3 %; y una baja sensible del paro, que descendió al 8 % de la población activa, cuando había subido al 11 % en 1981. De todas las estadísticas económicas, oficiales o privadas, hechas públicas al ritmo de 4 a 15 cada mes durante los seis meses de observación de las networks, desde el 1." de julio hasta el 31 de diciembre de 1983, el 95 % hacía resaltar resultados positivos, destacando la evidencia de la reactivación. Sin embargo, durante el mismo período, sobre las 104 informaciones, análisis, entrevistas o comentarios concernientes a la economía y al empleo, que difundieron en total, los tres telediarios nocturnos de ABC, NBC y CBS, el 86 % pintaban la situación como mala o catastrófica. En otras palabras, la inmensa mayoría de los ciudadanos, para quienes, como en todos los países modernos, los telediarios constituyen la principal fuente de información, no podían en absoluto pensar que una reactivación económica se hallaba en curso en su país; de hecho, la más fuerte desde el principio de la crisis, en 1973, e incluso desde el fin de la segunda guerra mundial.[118]

O, más bien, los telespectadores oían algo de vez en cuando, pero era para escuchar la explicación de que los pretendidos progresos reflejados en las estadísticas no tenían ningún valor práctico y no se traducirían en mejora alguna en la vida corriente. Los medios de comunicación no podían, naturalmente, arriesgarse a silenciar por completo las noticias sobre la reactivación. Pero si las mencionaban era para anular inmediatamente su efecto, añadiendo un comentario o un reportaje tendentes a despojarlas de todo alcance general e incluso de toda realidad. Así, el paro desciende, entre diciembre de 1982 y diciembre de 1983, del 10,7% de la población activa al 8,7%. En un año, la reactivación ha creado cuatro millones de empleos nuevos. No obstante, el 2 de diciembre de 1983, día en que el Departamento de Trabajo anuncia esas cifras, ABC se consagra a la situación del empleo en el Medio Oeste, «donde el desempleo es más fuerte» («where unemployment is most severe»). El paro ha retrocedido en 45 Estados sobre 50, pero ABC escoge uno de los cinco Estados que se hallan en peor situación para efectuar un reportaje sobre el terreno. El enviado especial descubre allí dos ejecutivos medios («upper-middle class employees») que se encuentran sin empleo desde hace un año y medio. Su caso no es, en absoluto, representativo de la duración habitual del paro norteamericano, del que todos los periodistas debieran saber que, incluso en los peores momentos, raramente supera los tres o cuatro meses de promedio, contrariamente al paro europeo, más largo. La selección de estos dos casos, añadida a la selección geográfica de uno de los cinco Estados en mala situación, engendra la impresión global que se puede adivinar. Durante cuatro minutos, proporción enorme sobre los veinte minutos de telediario efectivo, publicidad deducida, la cadena recoge las impresiones de los dos ejecutivos, muy pesimistas, evidentemente -lo que se comprende-, sombríos y deprimidos hasta el punto de que uno de ellos no descarta la idea de poner fin a sus días. Con esta nota macabra, lúgubre y desesperada, finaliza un telediario cuyo punto saliente era, en principio, la baja de dos puntos y medio de la tasa de desempleo en el conjunto del país.

Comprendo que el periodista tiene el deber, incluso cuando le llega una buena noticia de ese género, de señalar también que, a pesar de todo, subsisten lugares y gentes a los que ella no afecta, desgraciadamente, y que no debemos olvidarlos. ¡Que lo diga, pero no hasta el punto de convertirlo en la información principal de la noche!... Porque, entonces, ¿qué derecho moral conservan los periodistas para reprochar a los políticos su falta de honestidad cuando escamotean en sus balances las sombras, para no vanagloriarse más que de las partes brillantes del cuadro, si ellos mismos se entregan a la misma amputación en sentido inverso? Y, además, de una manera más perniciosa: porque el público no espera del político una información objetiva; le concede una libertad para adornar sus resultados, mientras que presupone en el periodista la imparcialidad. Cuando Dan Rather, el célebre editor y anchorman[119] de «CBS News», escribe, en una libre opinión del New York Times, en 1987 -para protestar contra las reducciones de personal en la cadena, que está perdiendo audiencia-, que «los telediarios son un instrumento de la democracia... una luz en el horizonte... un faro que existe para socorrer a los ciudadanos de una democracia»,[120] confunde, una vez más, el principio y la práctica. De la misma manera que un político pierde el derecho a valerse de la democracia en un país en el que se falsean las elecciones, el periodista pierde ese derecho si deforma conscientemente la información. Sin embargo, del estudio de los telediarios de 1983, y también, por lo que yo he podido ver, de 1984, resulta claramente que los medios de comunicación norteamericanos desplegaron esfuerzos frenéticos para disimular la reactivación económica, de manera que no tuvieran que levantar acta a la Administración Reagan del éxito de su política económica. Durante el primer trimestre de 1984, el producto nacional bruto progresó al ritmo inaudito del 9,7 %, calculado anualmente. En el curso del primer semestre, se crearon dos millones de empleos suplementarios, de los cuales 1 950 000 sólo durante los meses de mayo y junio, anunciaba el Departamento de Trabajo el 7 de julio, lo que hacía ascender a seis millones y medio el número de personas que habían encontrado o recuperado un empleo desde el principio de la reactivación, a finales de 1982. No obstante, aún en junio de 1984, pude ver una noche a Dan Rather consagrar un buen tercio de su telediario, «CBS Evening News», a la «crisis de la agricultura en el Medio Oeste», descrita en tonos apocalípticos. Nadie ignora que los agricultores de los países ricos, beneficiarios de un sistema de subvenciones, con precios artificiales, varias veces superiores al curso mundial, pretenden estar en la miseria para conservar esos privilegios. Tuvimos, pues, de nuevo, derecho al desfile de los dramas personales y las condolencias rituales de los cerealistas del Midwest, todos ellos, también, al parecer, al borde del suicidio. Dan Rather pudo, pues, concluir aquella noche que la agravación de la situación económica era bastante profunda para comprometer la reelección de Reagan en noviembre de 1984. Ya sabemos que éste fue reelegido en 49 Estados sobre 50. A la larga, los medios de comunicación debieron, no obstante, inclinarse ante los hechos: durante el verano de 1987, con el paro habiendo bajado a un poco más del 5 % (tasa considerada como irreducible), la inflación eliminada, pude ver a un Dan Rather resignado, en un telediario de los primeros días de septiembre de 1987, confesar lo que todo el mundo sabía: los Estados Unidos acababan de atravesar y continuaban viviendo muy exactamente su más largo período de crecimiento ininterrumpido en tiempos de paz desde el fin de la guerra de Secesión.

Las objeciones fundadas contra la política económica de Reagan no faltaban ciertamente: ante todo, el déficit de la balanza comercial y el déficit presupuestario. El crac bursátil de octubre de 1987 puso también de relieve la fragilidad del sistema financiero de Wall Street. Pero sólo se tiene autoridad para formular esas objeciones si antes se ha tenido la honradez de levantar acta de los buenos resultados obtenidos por aquellos contra quienes se expresan, y, cuando se es periodista, en todo caso no esforzarse en ocultarlos.

Una sociedad no tiene obligación de instalarse en un sistema que, como la democracia, no puede funcionar más que gracias a un mínimo de informaciones exactas conocidas por todos. Las encuestas hechas por la revista Public Opinión muestran que el grupo social de los periodistas norteamericanos es considerablemente más «liberal», e incluso «radical», que el conjunto del país. Está en su derecho. Preocuparse por ello sería incurrir en la «caza de brujas» si las opiniones personales y las reglas profesionales permanecieran separadas. Pero, demasiado a menudo, no es así. Para varios responsables norteamericanos de los medios de comunicación, era preciso que la política económica de Reagan fuera un fracaso. Mientras esta tesis fue sostenible contra el testimonio de las cifras la defendieron, pero, sobre todo -y esto es más grave-, la disfrazaron de información. También en el continente europeo la patología antirreganiana de los medios de comunicación y de varios periódicos influyentes como Repubblica en Italia, Guardian en Gran Bretaña, El País en España impidieron totalmente que sus oyentes y lectores comprendieran cómo América se encontró de repente, en 1988, habiendo suprimido el paro tras cinco años consecutivos de crecimiento económico, hechos de los que no se les había informado en absoluto. O más exactamente, cuando finalmente debieron reconocer estos hechos los mismos medios de comunicación tuvieron una explicación muy oportuna: ¡los déficits americanos! Pero si bastaba con tener déficits presupuestarios y comerciales para poseer una economía próspera, ¡Brasil, México, Perú, Nigeria, Polonia y Yugoslavia serían los países más fuertes del mundo!

Ya lo sabemos: los periodistas se justifican arguyendo que la prensa es un «contrapoder», un «perro guardián» (watch-dog), cuyo papel es vigilar, criticar, hostigar al gobierno. Aquí volvemos a topar con la ambigüedad de esa noción de contrapoder. Si se habla de opiniones, la expresión es libre, aunque sean falsas, injustas, odiosas, aduladoras, retribuidas, sinceras o hipócritas. Si se habla de la información, si al proclamarse a sí misma «cuarto poder» la prensa se autoconfiere una especie de magistratura, entonces ella no puede estar a priori a favor o en contra del poder. Si resulta que la información es desfavorable al poder, la publica. Pero también la publica en el caso contrario. Es en eso en lo que puede consistir su magistratura, suponiendo que tenga una. Un magistrado no abre la audiencia diciéndose a priori que debe condenar al procesado, y que sería venir a menos absolverle o concederle circunstancias atenuantes. Además, el único poder que depende del «contrapoder» de la prensa no es el gobierno del país en el que operan los periódicos y los medios de comunicación. Son también los partidos de la oposición que, aun no estando en el poder, pueden tener poder y equivocarse; son también las fuerzas financieras y culturales, sindicales y religiosas... e incluso la misma prensa. Lo son, también, los gobiernos extranjeros, que debieran ser objeto, en un pie de igualdad total, sea cual fuera su color político, de informaciones no seleccionadas; como debieran ser objeto de éstas en todos los países los partidos y movimientos de oposición, las guerrillas, las realidades económicas, la corrupción, las violaciones de los derechos del hombre, las fuerzas militares, las represiones, los éxitos y los fracasos. La crítica, para todos, y no solamente para el propio gobierno, debe, en una prensa que se considera como un magistrado, resultar de la información correctamente establecida, y no dirigir la elección de esa información a impulsos de un prejuicio selectivo, que metamorfosea la despiadada ferocidad para con unos en indulgencia sin límites para con otros.

Desgraciadamente, la fuerza del cuarto poder no milita siempre al servicio único de la verdad, ni mucho menos; y, sin embargo, sólo la intransigencia en ese servicio le concedería una legitimidad de principio que, hasta el presente, le falta. Porque si el cuarto poder, desde el origen, es consustancial con la democracia, la misma fórmula, sin embargo, no tiene valor más que por analogía..Insisto en ello por haber comprobado a menudo que ésta es una de las distinciones menos comprendidas. Los otros tres poderes son definidos por textos constitucionales. Los hombres y las mujeres que los ejercen deben, para ser legítimos, reclutarse según reglas precisas: la elección, el concurso, el nombramiento por las autoridades cualificadas. Incurren en sanciones determinadas en casos de abuso, de prevaricación, de error grave. Estos criterios, en cambio, son de lo más vago cuando se trata del poder de informar y de comunicar. Proponer al público informaciones y opiniones, imágenes, fotos, reportajes, una exhortación a tomar partido por unos u otros, es un derecho que está incluido en los derechos generales del ciudadano. La ley no va más allá. No confiere aquí, a ninguna categoría de ciudadanos en particular, un poder específico sobre los otros, mientras sí lo hace para los otros poderes, de los que ella describe y prescribe a la vez la misión y los límites. La libertad de expresión pertenece a todos, pero, igual que la libertad de circular, no indica el itinerario del viaje. El poder que eventualmente se deriva de ella proviene del éxito; es un poder de hecho, igual que la legitimidad conferida por el público, por la audiencia, debida a la buena reputación profesional... o a la mala, en el caso de la prensa sectaria, escandalosa y difamatoria, que tiene también sus partidarios. Se puede tener éxito en la prensa y en los medios de comunicación, por ser escrupuloso o por ser crapuloso. En ambos casos tendréis poder, e incluso legitimidad, puesto que una parte del público os sigue, os compra, os escucha, os mira. Así, excelentes observadores de nuestra época no conceden a la noción de cuarto poder más que una resonancia, como máximo, metafórica.

De ahí surge una situación que causa consternación: en la mayoría de países, la prensa es la esclava del poder, o bien no goza más que de una libertad muy vigilada, sujeta a las represalias y a las persecuciones; en las democracias, sólo es exacta y honrada en sus funciones de información de una manera parcial. El poder teme a la prensa, menos porque lo que ella dice es verdad que porque lo que ella dice agita a la opinión, sea verdad o no. Es un político socialista, y de un socialismo desprovisto de leninismo, un hombre poco inclinado a buscar el monopolio de la palabra, Michel Rocard, quien dijo un día: «El poder de los medios de información es hoy mucho más fuerte que el poder político.» Y un político liberal (en el sentido europeo), «conservador» en el sentido norteamericano, demócrata sin duda alguna, Raymond Barre puede, también, preguntarse: «¿El cuarto poder se habrá hecho poderoso hasta el punto de impedir funcionar a los otros tres?» Potencia que evidentemente no estaba prevista en el origen de las constituciones democráticas.[121] Y potencia (si existe) que se puede tanto menos aceptar sin condición ni inventario cuanto que no reposa sobre ninguna garantía de la autenticidad de las noticias ni de la buena fe en la práctica del oficio. El efecto producido sobre la opinión pública por una «información» no es menor si es falsa que si es verdadera. Esto se comprueba tanto en las relaciones internacionales como en la política interior. La inexactitud o la pobreza de la información media puede hacernos dudar en decir que los pueblos, incluso los más democráticos, votan principalmente en función de los resultados reales obtenidos por sus gobiernos y de un conocimiento, por lo menos elemental, de la situación internacional en que se encuentra inserto su país.

Extravagancia suprema, la defensa de la verdad constituye raramente el criterio de la misma prensa cuando se rebela contra las cortapisas del poder o deplora las desventuras comerciales de uno de los suyos. Se invoca entonces la «independencia», el «pluralismo», muy poco la credibilidad y casi nunca la competencia, el conocimiento de las cuestiones tratadas, que les parecen a algunos condiciones totalmente accesorias para trabajar en la comunicación. Así, cuando debió cerrar sus puertas, por falta de lectores, el diario socialista francés Le Matin, en enero de 1988, toda la profesión vertió lágrimas sobre este nuevo encogimiento del «espacio de libertad» -fórmula de lo más vacío y noción muy indefinida-, pero nadie se atrevió a decir que Le Matin había muerto por espíritu sectario e incapacidad profesional. Mantenido desde hacía muchos años en una existencia artificial por el Elíseo -que llegó, en 1985, hasta a colocar en la dirección del periódico a su antiguo ministro de Información, Max Gallo-, Le Matin no podía impedir ver ampliarse, a su alrededor, inexorablemente, el vacío que se crea alrededor de cualquier periódico militante, en el cual cada uno sabe anticipadamente qué va a leer. No brillando por su imparcialidad, exhibía, además, una incompetencia profesional que excedía a veces de los límites. Para no citar más que un ejemplo, anuncia, el 14 de noviembre de 1986, en primera página, las elecciones legislativas brasileñas con el siguiente título: «Por primera vez en cuarenta años, elecciones libres el sábado en Brasil.» El error de los «cuarenta años» se repite en el cuerpo del artículo, lo que demuestra que no es imputable a la desgraciada intervención de un titulista, y que el redactor y su redactor-jefe lo han cometido y lo han ratificado. Seamos caritativos y supongamos que el periodista había olvidado la elección democrática del presidente de la República del 15 de enero de 1985, emanada, es cierto, de un colegio electoral restringido; luego, que había olvidado también las elecciones municipales del 15 de noviembre siguiente que al mismo tiempo constituyeron el primer escrutinio libre verdadero en el sufragio universal directo desde el fin de la dictadura militar. Supongamos, no obstante, que el especialista de asuntos latinoamericanos de Le Matin haya querido referirse al principio de dicha dictadura militar y al golpe de Estado que había originado la interrupción de la democracia en Brasil: sucede que ese golpe de Estado había tenido lugar en 1964, veintidós años antes, y no cuarenta. Esa información se la habría podido facilitar la más rudimentaria de las enciclopedias de bolsillo. Cuando un político pierde las elecciones, se dice de él que ha sido «desautorizado por el cuerpo electoral», porque ha cumplido mal su mandato. ¿Por qué, cuando un periódico va a la quiebra, no se dice nunca que ha sido «desautorizado por sus lectores» por la misma razón?

En cambio, si Michel Polac fue despedido de TF1 algunos meses después de la privatización de esa cadena, en 1987, no fue por falta de audiencia, porque su emisión «Derecho de réplica» atraía a numerosos telespectadores, a pesar de su hora tardía, en sábado. Preciso para los lectores que no son franceses que «Derecho de réplica» era una emisión-debate producida y animada por el periodista radiofónico y de televisión Michel Polac, y que trataba de temas políticos, sociales, internacionales, más raramente científicos, históricos o filosóficos. Además, Polac invitaba a intervalos regulares a media docena de editorialistas de la prensa escrita para hacerlos discutir acerca de la actualidad. Nombrado por los socialistas en 1981, cuando esa cadena era aún del Estado, Polac defendió ardientemente .durante seis años la ideología socialista, con una hábil ferocidad para con el liberalismo. Cuando los liberales volvieron al poder en marzo de 1986 -siendo todavía TF1 cadena del Estado- no le retiraron su emisión, que continuó siendo una tribuna semanal de la izquierda. En noviembre de 1986, con motivo de las manifestaciones de estudiantes en que la acción de la policía causó la muerte de un joven a consecuencia de brutalidades inadmisibles, pero que no podrían considerarse premeditadas por las autoridades responsables del orden público ni derivarse de la esencia del sistema político francés, Michel Polac consagró un «Derecho de réplica» de una violencia inaudita a esos acontecimientos, asimilando el gobierno Chirac a las más infames dictaduras fascistas pasadas y presentes. No perdió, por ello, su empleo, retribuido con fondos públicos. Lo perdió, en definitiva, por haber insultado o dejado de insultar al propietario de la cadena, después de la privatización de TF1, calificada una noche de «cadena de mierda» en directo por la antena. Que, despedido por su patrón «de mierda» a consecuencia de esa hazaña, Michel Polac haya podido, en el curso de una amplia campaña de prensa que se desarrolló durante varias semanas después de su despido, describirse y ser descrito como una víctima de la persecución política y como un mártir de la libertad, demuestra que los periodistas no se aplican a sí mismos los criterios que les sirven para juzgar a los demás. No veo ninguna razón para que el arte de la televisión no implique emisiones panfletarias, incluso de mala fe, tendenciosas y de inspiración exclusivamente polémica, porque la literatura está repleta de obras de talento que ofrecen exactamente las mismas características y de las que sería una lástima privarse. Pero los autores que escribieron esas obras lo hicieron siempre por su cuenta y riesgo, sin pretender tener derecho, para toda la eternidad, a un copioso salario mensual pagado por los mismos que ellos atacaban: Estado o empresario privado. No se podía defender a Polac ni en nombre del deber de informar, pues cumplir con ese deber no había constituido precisamente su preocupación dominante; ni en nombre de la libertad del debate público, pues la manera en que él había conducido el suyo era todo menos que equitativa. Su emisión era un tribunal en el que la sentencia estaba prevista anticipadamente. Los oponentes a la tesis que Polac quería hacer prevalecer parecían acusados, no eran, por lo general, invitados o estaban muy minoritariamente representados, reducidos al silencio, abucheados por los colegas, ridiculizados y obligados al papel del malo. La cámara abandonaba oportunamente a todo contradictor que parecía a punto de articular un argumento peligroso para la doctrina preferida del productor. Ese espectáculo podía divertir, pero, ¿cómo sostener que la objetividad, la tolerancia y el respeto a los demás constituían sus motores esenciales? Todos deben poder acceder a los placeres del sectarismo, pero nadie puede exigir ser retribuido de por vida por entregarse a ellos. Además, lamentablemente, no existía, ni en TF1, ni en ninguna otra cadena, ninguna emisión televisada del mismo género, pero de ideología opuesta. La justificación habitual por el pluralismo de los excesos contrarios no quedaba, pues, ni siquiera asegurada. Los otros debates políticos televisados, aunque más serenos, estaban en su mayoría producidos y dirigidos por periodistas socialistas, entronizados por el poder socialista y que conservaban sus empleos. La «libertad» encarnada por Polac era, pues, la de un monopolio. No concernía ni a la información auténtica ni al debate equilibrado de las ideas. Atribuir el despido de Polac a una venganza puramente política, a una tiranía liberticida, a una voluntad del poder de asfixiar a la prensa, la información, la opinión, el pensamiento, no resistía, pues, el examen. Era, una vez más, mal periodismo, y el periodismo difícilmente puede ser peor que cuando trata del propio periodismo.

Yo puedo, a este respecto, aportar un testimonio personal. Cuando era director de la redacción de L'Express, entre 1978 y 1981, y cuando sobrevenía una crisis en el interior de la redacción o entre el propietario y yo mismo, leía a menudo a mis colegas que escribían sobre tal crisis unos artículos redactados sin que sus autores hubiesen experimentado la necesidad de ponerse en contacto conmigo para confrontar mi versión con la que se les había proporcionado. Esta última emanaba, por lo general, de tal o cual clan interior de la redacción que, en el marco de un combate político o de intrigas intestinas, utilizaba una red de amistades para publicar en el exterior un relato arreglado de manera que sirviera a su causa. Ese relato, nadie, en el otro extremo, pensaba en comprobarlo, recurriendo a la elemental precaución del periodista o del historiador que conoce su oficio: la comparación de las fuentes. He visto muchas veces reproducirse esta falta profesional (más particularmente francesa, es verdad) a propósito de «informaciones» falsas o medio falsas, que me concernían o concernían a una actividad que yo estaba bien situado para conocer, sin que el responsable, que a veces era incluso el autor de un comunicado de la Agencia France-Presse, se hubiera tomado la molestia de consultar informaciones que estaban a su alcance. Es verdad que le interesaba menos, sin duda, comunicar al público una información que una tesis.

Esta precedencia de la tesis sobre el hecho se eleva hasta cumbres a veces cómicas. A principios de 1988, Daniel Ortega, presidente del gobierno comunista de Nicaragua, hizo una gira de propaganda y de relaciones públicas por Europa Occidental. Suecia, en particular, le acogió calurosamente. Explicó en ese país que Nicaragua sufría una larga sequía, lo que incitó a Suecia a incrementar inmediatamente, de 35 hasta 45 millones de dólares su ayuda anual al señor Ortega. Suecia es muy libre de aliviar la factura de Moscú, pero, ¿por qué hacerlo tragándose una mentira científica tan flagrante? Cualquiera que haya residido durante algún tiempo en la América Central quedará profundamente sorprendido por esta «larga sequía». Me limito a reproducir aquí lo que dice sobre el clima de esta región el Gran Diccionario Enciclopédico Larousse en diez volúmenes (edición 1982): «Clima tropical cálido y húmedo. El litoral caribe, batido por los vientos alisios, tiene un clima casi constantemente lluvioso, mientras que las cuencas bajo el viento y la costa del Pacífico son menos lluviosos y gozan de una estación seca muy acentuada» (el subrayado es mío). Las ocho décimas partes del territorio nicaragüense se encuentran situadas en el lado del Caribe. El resto vive bajo el régimen de las lluvias tropicales en fechas y horas fijas. Las sequías imprevistas son un fenómeno desconocido en esta región. Armado con este texto, telefoneé a un viejo amigo sueco, director de uno de los más importantes diarios de Estocolmo, para preguntarle si la prensa de su país había hecho su trabajo rectificando la amable broma climatológica de Daniel Ortega, y si él mismo había participado en ello, para abrir los ojos de sus conciudadanos, consagrando al tema uno de los artículos llenos de buen juicio que le habían dado su reputación. «¡Estás loco! -me dijo-. ¡No tengo ganas de hacerme tratar de reaccionario!» He aquí cómo, en el país que concede los premios Nobel de ciencias, el sandinismo pudo impunemente decir que la América Central tenía la aridez del Sahel.

Llovía mucho, en cambio, en París, el día de diciembre de 1985 en que el presidente François Mitterrand recibió oficialmente al general Jaruzelski. Muchas personas se sorprendieron, incluso el propio primer ministro, Laurent Fabius, de que ese honor fuera concedido al siniestro personaje que había ahogado a Solidarnosc y a las esperanzas polacas de libertad. ¿Qué cálculo político podía justificar esa extraña complacencia? En vano se intentó adivinarlo. Fue entonces cuando empezó a esparcirse un curioso rumor: la razón secreta de esa incomprensible hospitalidad era que, gracias a esa concesión, Mitterrand iba a obtener de Moscú, en breve, la autorización para que los judíos soviéticos emigraran y esos judíos irían en tránsito a Varsovia, donde embarcarían en aviones de Air France. Ese plan novelesco e inverosímil fue «desvelado» por dos editorialistas célebres y «próximos al Elíseo», como se suele decir, confidentes habituales y dispensadores privilegiados del presidencial pensamiento, Serge July y Jean Daniel. Sus editoriales acababan con una nota del estilo «reirá mejor quien se ría el último» y «los que hoy chillan mañana serán grotescos». Interrogado sobre la posibilidad de la operación aerotransportada que habría hecho triunfar Mitterrand, el historiador y sovietólogo Michel Heller respondió con prudencia cuan fantástica le parecía la hipótesis. No se percibía entonces ningún indicio de concesión masiva de visados a los judíos candidatos a la emigración; si tal hubiera sido el caso, no se comprende por qué hubiesen debido transitar por Polonia, ni qué venía a hacer en esta historia Jaruzelski, ni, finalmente, cómo hubiera bastado la flota de Air France para transportar a toda esa gente... a menos de suspender todos sus vuelos en todo el resto del planeta. Interrogado a su vez por los micrófonos de radio sobre el escepticismo de Michel Heller, Théo Klein, presidente del CRIF (Consejo representativo de las instituciones judías de Francia), hombre visiblemente confiado y optimista, replicó: «¡Dios nos libre de los sovietólogos!» Espero que Dios habrá continuado teniendo a Théo Klein y algunos otros en su santa guardia, porque, en los años que siguieron, nunca se concretó nada del maravilloso plan de evacuación de los judíos soviéticos vía Varsovia preparado por François Mitterrand con el general Jaruzelski. Pero lo más sorprendente es que ninguno de los que habían esparcido esta falsa información sintió luego la necesidad de retirarla, de explicar su origen ni de excusarse por el error.

El arrepentimiento no es la pasión predominante de la prensa. Cuando los medios de comunicación consienten en pensar en su autocrítica, no se trata, de ordinario, más que de una autocrítica noble, que versa acerca de cuestiones tales como: los límites de la intrusión en la vida privada; el riesgo de dejarse manipular por los terroristas dando demasiada resonancia a los atentados y a la toma de rehenes; que el público se acostumbre al horror a base de ver imágenes de guerra; el posible contagio del espectáculo de la violencia en los niños; la indiferencia a la actualidad derivada de la misma acumulación de noticias; la anestesia del espíritu crítico y el debilitamiento de la memoria abrumados por la ininterrumpida marea de comunicados; cuestiones, todas ellas, muy estimables, muy interesantes; son, todas -se observará-, cuestiones éticas que ciertamente honran a quienes se las plantean, no sin narcisismo. No tienen, desgraciadamente, nada que ver con la más importante de todas las cuestiones: no son autocríticas relativas a la verdad y a la falsedad de la información, a la razón de ser del periodismo, referentes al error, a la mentira, a la competencia. ¿La prensa y los medios de comunicación nos sirven para conocer mejor a nuestro mundo, o no? ¿Cuál es la parte de verdad de lo que ellos vehiculan? Se convendrá en que éste es el problema principal, pero es raramente abordado. Cuando lo es, las reacciones de rechazo del medio periodístico son muy vivas, incluso feroces. Rehúsa ser puesto a discusión en el terreno de lo falso y lo verdadero que es, sin embargo, el único que-importa. Cuando en 1976, Michel Legris, antiguo colaborador de Le Monde, publicó un libro titulado Le Monde tel qu'il est, en el que descubría lo que él consideraba la parcialidad de ese periódico, dando ejemplos precisos de falsificación o de amputación de la información, Jacques Fauvet, entonces director del célebre diario, no pensó ni en responder a las objeciones ni eventualmente en rectificar los errores, suyos o de Legris. Sólo se dedicó a desacreditar, por todos los medios no intelectuales posibles, al autor del libro sacrílego y a destruirle profesionalmente. Los colegas, mientras reían disimuladamente al ver discutir la infalibilidad de un periódico que pretendía interpretar el papel de gran dispensador de lecciones de la prensa francesa, se guardaron muy bien -tanto temían la venganza de Le Monde y su fuerza- de dar trabajo al pobre Legris, que se encontró, así, durante mucho tiempo, en un desesperante paro. El «periodismo de investigación» deja bruscamente de ser sagrado cuando tiene por objeto el mismo periodismo. Un director de periódico adopta entonces la conducta de exterminación rencorosa que critica con tanta arrogancia cuando la detecta en un político o en un empresario. De la misma manera, Time Magazine y CBS, en 1986, hicieron todo lo que pudieron para impedir la publicación de un libro de Renata Adler, periodista y jurista, titulado Reckless Disregard, lo que significa, más o menos, «desprecio sin escrúpulos» o «cínico desprecio por los hechos». En 1983, el general de la reserva William Westmoreland había entablado un proceso a la CBS a causa de una emisión, «Vietnam Deception» («Engaño en Vietnam»), en el que se le criticaba en su papel de comandante en jefe en la época de la guerra de Vietnam. El mismo año, el general israelí Ariel Sharon había entablado un proceso contra Time a causa de un artículo en el que se le acusaba de haber dado orden de asesinar a palestinos en los campos de Sabra y Chatila, en 1982, durante la guerra del Líbano, matanza perpetrada por tropas libanesas cristianas, a sueldo, ciertamente, de Israel, pero sin que se hubiera podido demostrar que habían actuado con la aquiescencia del mando israelí, revelándose en la audiencia que lo contrario era lo más probable. Los dos procesos se liquidaron con sendos compromisos entre las partes respectivas. Los demandantes no obtuvieron más que una reparación a medias; Time y CBS escaparon a la condena por difamación. Renata Adler recopiló entonces el conjunto de declaraciones y las actas in extenso del proceso. Habiéndolas analizado minuciosamente, llegó a la conclusión de que de ellas se deducía indudablemente que Time y CBS, aun habiendo escapado a la condena por difamación (libel) no habían dejado de infligir graves distorsiones a los hechos, y luego mentido tras las primeras protestas, para disimular (cover up) las faltas que habían cometido. Durante el verano de 1986, The New Yorker publicó en dos números los mejores pasajes extraídos de Reckless Disregard. Inmediatamente, Time, y, sobre todo, CBS, en lugar de responder a los argumentos con argumentos, pusieron en marcha el rodillo compresor de la intimidación contra el editor, Alfred A. Knopf, amenazándole con un proceso, con objeto de asustarle y de inducirle al aplazamiento sine die de la publicación de la obra completa. Lo que más aterró a Knopf no fue la perspectiva de pelearse con Time y desaparecer de sus páginas de crítica literaria, sino también, y sobre todo, la posibilidad de ver a sus autores eliminados de las listas de invitados en los debates de la CBS. Los periódicos y grupúsculos izquierdistas (far left), paradójicamente, se pusieron al lado de los dos grandes conglomerados gigantes del capitalismo de la información. Los ayudaron en la campaña contra la aparición del libro, ensañándose en desacreditar a Renata Adler con sus calumnias, ya que llevaban en su corazón la tesis de la culpabilidad total de los Estados Unidos en Vietnam y de la culpabilidad total de Israel en el Líbano. ¡Agradable clima de honradez intelectual y moral!

Raros son los hombres que no suprimen la información, aunque sean profesionales de la información, cuando ésta les es desfavorable. La prensa quiere ser un contrapoder y se ve como tal. Pero actúa a semejanza del poder, e incluso más brutalmente que éste, para suprimir lo que le molesta, porque está menos controlada que él: hablo de un control no político o ideológico, sino profesional y deontológico, el cual, en su caso, es inexistente. La prensa es además el único poder en el que no hay ningún control. Lejos de ser, en ese sentido, la antítesis de los poderes, es más bien una copia de ellos en un grado de arbitrariedad del que ningún poder político democrático puede ofrecerse tal lujo; es hijo adulterino de la anarquía y del absolutismo... la «potencia adúltera» de que habla Lamartine, imitación salvaje de la potencia de «los dueños de la tierra». A veces, en las democracias, los peores ataques contra la libertad de la prensa proceden de la misma prensa. «He aquí un caso -comenta William Safire, gracias a quien Reckless Disregard pudo finalmente aparecer después de haber sido aplazado varias veces- de censura previa contra un libro por poderosas compañías de comunicación, que inmediatamente denuncian la censura previa cuando el que la practica es el gobierno.»[122]

La disparidad entre la censura ejercida por los gobiernos en las democracias y la ejercida por la prensa, es que la primera es generalmente denunciada e impedida, mientras que la segunda no lo es, toda vez que sólo podría serlo por la misma prensa. Sin duda, los que no forman parte de ella la atacan con frecuencia, incluso violentamente, pero no se atreven a hacerlo en público, para no ser mal vistos. Los políticos, o los responsables económicos, cuando critican a los medios de comunicación, aunque sea con razón, no ganan más que impopularidad y una reputación de adversarios de la libertad de expresión. Los periódicos polemizan a veces entre ellos por prejuicios ideológicos, nunca, o muy raramente, sobre la calidad profesional de su trabajo. Yo no tomo posición sobre el fondo de los problemas Westmoreland y Sharon; digo simplemente que CBS y Time hubieran debido responder, tal como ellos piden a los demás que hagan, con argumentos sobre el contenido del dossier, y no tratar de ocultarlo con presiones sobre el editor. Los periodistas, en una democracia, ¿son los últimos ciudadanos que aún gozan del privilegio de suprimir las informaciones que los molestan? En 1977, cuando el director del Giornale, Indro Montanelli, fue gravemente herido, en la calle, por las balas de los terroristas de las Brigadas Rojas, el Corriere della Sera, entonces enfadado con Montanelli, informó que «un periodista», aparentemente desprovisto de identidad, había sido víctima de un atentado. Una disputa personal llegaba al punto - ¡oh, sagrado deber de informar!- de que el más célebre editorialista de la prensa italiana no tenía siquiera el derecho de hacerse atravesar la piel con su nombre. Y esto, en el Corriere, diario del que había sido la «estrella» durante treinta años...

La prensa está en un permanente estado de alerta para tomar nota de los errores de los responsables políticos, pero no le gusta mucho que se tome nota de los suyos y, por lo general, rehúsa reconocerlos y, por supuesto, rectificarlos. El 21 de abril de 1982 la CBS difunde, en horas de la máxima audiencia, un documental televisado de Bill Moyers describiendo a tres familias pobres, víctimas de las reducciones de gastos sociales, es decir, según el mensaje del realizador, sumidas en la miseria por voluntad de Reagan. La Casa Blanca protesta. Recuerda, para empezar, que contrariamente a las constantes afirmaciones de la prensa, Reagan no ha reducido los gastos sociales, sino que ha reducido la tasa de aumento anual de los gastos sociales (lo que significa que al reducirse la inflación se ha gastado más en ese campo en 1982 que en 1981). Arguye a continuación que los tres casos escogidos se han seleccionado con la intención de denigrar porque no son representativos: dos de las tres suspensiones de subsidios se debían a arbitrajes locales, dictados por un Estado o una municipalidad, no al presupuesto federal; la tercera había sido pronunciada antes de que Reagan fuera nombrado presidente. La Casa Blanca precisa que no quiere discutir el derecho de la CBS a difundir lo que quiera, porque la primera enmienda de la Constitución es sagrada, ni quiere invocar la «fairness doctrine» («doctrina de la honradez») de la Comisión Federal de Comunicaciones. Sólo pide un tiempo de antena, para que su portavoz dé al público las precisiones que acabo de enumerar. La CBS le niega ese derecho de réplica, y Bill Moyers justifica esa negativa declarando que, notoriamente, «el señor Reagan ha optado por no ofender a los ricos, los poderosos, las gentes bien organizadas, en sus reducciones de gastos, para meterse con los pobres, con un presupuesto cuyo peso principal recae sobre los pobres».[123] En otras palabras, responde con puras imputaciones generales y vagas, sin dignarse tomar en consideración las objeciones precisas que le han sido hechas.

Este ejemplo ilustra la absurda situación en que se encuentra la humanidad de hoy con respecto a la información. En la mayoría de los países del planeta, de los países que cuentan, en todo caso, con la mayor parte de la población mundial, el poder político amordaza a la prensa. En los países en que ésta es libre, puede formular contra el poder político, o contra toda otra institución, y contra los mismos particulares, acusaciones injustas sin observar criterios de exactitud y sin estar obligada a corregir sus errores. Así la CBS puede rehusar secamente al presidente de los Estados Unidos un derecho de réplica sobre cuestiones de hecho sin dar ninguna explicación. Por otra parte, los periodistas norteamericanos no han aceptado nunca verdaderamente ni reconocido la validez de la Communications Act (ley sobre la comunicación) de 1934, que define la «fairness doctrine» o doctrina de honradez, de imparcialidad, según los términos de la cual, a cambio de la atribución de una licencia y de una frecuencia, toda emisora suscribía un pliego de condiciones y se comprometía a no abusar de su poder para presentar un solo aspecto de las cosas o para silenciar cuestiones esenciales. El punto de vista de la profesión es que nadie, fuera de ella, es apto para juzgar sobre la manera en que ejerce su oficio: privilegio único en el mundo. Y es exacto que los periódicos honestos y dignos de confianza lo son por el único efecto de las capacidades y de los escrúpulos de los mismos periodistas que los hacen. Los demás, pirateando sobre las turbias olas de una incierta cultura los restos de un antiguo pecio filosófico, articularán sentenciosamente que «la objetividad no existe», tópico que constituye, como diría Kant, el «asilo de la ignorancia», o, más bien, de la arrogancia. Porque lo que no existe, por supuesto, es la infalibilidad. La imparcialidad, en cambio, sí existe, es decir, no la inaccesible objetividad absoluta, sino el esfuerzo para llegar a ella. En la mayoría de casos de errores graves detectados en la prensa, ese esfuerzo es más que dudoso. En un gran número de casos, lo que es manifiesto es el esfuerzo en sentido contrario.

He dado más arriba una muestra del estruendo hecho en la prensa europea de izquierdas y de centroizquierda en ocasión de la semivictoria del «televangelista» Pat Robertson en las elecciones primarias de Iowa en febrero de 1988, durante la campaña por la investidura. ¡Volvía la Inquisición, el tifón del fanatismo inundaba a América, el totalitarismo santurrón se lanzaba al asalto de la Casa Blanca! Tres semanas más tarde, el reverendo Pat Robertson era literalmente barrido. Las primarias de New Hampshire, de Carolina del Sur y, por fin, el «Gran Martes» (Super-Tuesday: 8 de marzo de 1988) de los Estados del Sur volvían a hundir sus pretensiones electorales en la nada política de la que nunca, en realidad, habían salido para todo observador serio. En Illinois, el 15 de marzo, su cifra de delegados obtenidos fue de cero, lo que le eliminó de la competición. ¿Experimentaron los mismos periódicos la necesidad ele corregir sus análisis y explicarnos el origen de su precedente e hiperbólica supervaloración de la importancia del reverendo? En absoluto.

La prensa de los pueblos libres, pues, no servirá a la democracia, no cumplirá su misión ante la opinión y no servirá de modelo a la futura prensa de los pueblos actualmente esclavos, mientras disfrace órganos militantes en órganos de información. Un órgano de información no es un periódico en el que no se expresa ninguna opinión, ni mucho menos: es un periódico en el que la opinión resulta del análisis de las informaciones. Un periódico militante es aquel en que la opinión precede y orienta la información, practica su elección y regula la iluminación. Der Spiegel, dice Ralf Dahrendorf, a la vez ciudadano alemán y director de la London School of Economics, defiende «una concepción de la unidad alemana a la vez antieuropea y antioccidental».[124] Digamos incluso que Der Spiegel es netamente pro soviético, pues ha tomado, por ejemplo, una posición hostil a Solidarnosc y favorable a Jaruzelski en 1981. Elisabeth-Noelle Neumann, directora del principal instituto de sondeos de la República Federal de Alemania, ha podido decir que «la orientación fundamentalmente izquierdista de la juventud alemana ha sido probablemente moldeada por Der Spiegel»,[125] el cual, en efecto, ha sostenido siempre al movimiento pacifista y fomentado el odio a la Alianza Atlántica. Es su derecho más indiscutible. Pero el célebre semanario no tiene, en cambio, el derecho de presentarse como un semanario de informaciones, el más poderoso, digamos incluso el único de Alemania. Si publica, en efecto, muchas informaciones, y muy buenas, las elige cuidadosamente en función de criterios ideológicos. Pero la falta suprema, en materia de prensa, no es la de defender opiniones: es hacerlo sin parecer que se hace.

La respuesta a esta objeción la sabemos de memoria: el papel de la prensa, se nos dice, es defender sistemáticamente lo contrario de lo que hace el gobierno y, en general, tener bajo su vigilancia al establishment. En primer lugar, la prensa no defiende sistemáticamente lo contrario de lo que hace cualquier gobierno. Cuando la mayoría cambia, tal periódico, que tenía por costumbre silenciar gustosamente los éxitos del gobierno precedente, empieza súbitamente a callarse sobre los fracasos del nuevo gobierno. Además, la información no concierne únicamente la política interior. La contraseña del contrapoder debe colocarse en un contexto internacional. En la democracia, atacar sin tregua a su propio gobierno cuando se defiende contra las intrusiones de una potencia totalitaria e imperialista no se llama desempeñar su papel de contrapoder; al contrario, esto es situarse en el terreno del poder más fuerte. Es falso que Der Spiegel sea despiadado con cualquier gobierno: lo es, sobre todo, con los gobiernos democráticos, muy raramente con los gobiernos comunistas, y casi nunca con el gobierno soviético, cuya buena voluntad, sinceridad e intenciones pacíficas parecen libres de su universal desconfianza. Asimismo, desde la subida al poder de Mijail Gorbachov, en 1985, ¿cómo comprender que la función de watchdog (perro guardián) que se atribuyen la prensa «liberal» y los medios de comunicación en América se haya manifestado tan poco con respecto al líder soviético, para concentrarse únicamente en Reagan? Por supuesto, la información no debe ser censurada si es desfavorable a un poder democrático y favorable a un poder totalitario, si es verdadera. Pero no nos preocupemos: no es ése el tipo de censura más frecuente. La prensa norteamericana concibe su papel de perro guardián casi únicamente con relación al poder norteamericano, sobre todo si es republicano, y a sus aliados o puntos de apoyo en el mundo. Pero, ¿es esto cumplir una función de perro guardián? Un buen perro guardián debe tener el instinto de lo que es más peligroso, no de lo que es más próximo. Un hombre fuerte no es el que pega a su mujer mientras deja escapar al asesino de su hijo, incluso prestándole su coche.

La teoría exclusiva del «contrapoder» y del «perro guardián» conduce a la aberración de que el trabajo periodístico debería determinarse con relación al único «deber» de estar «a favor» o «en contra» de esto o de aquello. Esta concepción simplista hace olvidar que debe determinarse, en primer lugar, con relación al contenido del dossier, a la sustancia de las informaciones, y decidir sólo después, y a partir de ahí, si condena o aprueba, y en qué proporción. Nunca este olvido del contenido de un contencioso, esta indiferencia a lo que está en juego, en beneficio de una atención concentrada exclusivamente sobre la conflictiva relación entre la prensa y el poder, han sido tan abrumadores, tal vez, como en el asunto del desembarco norteamericano en la isla de Granada, en 1983. Para volver brevemente sobre ello, se recordará que la prensa no fue autorizada a acompañar al cuerpo expedicionario durante los dos primeros días de la operación destinada a desalojar de la isla a una dictadura soviético-cubana pasablemente sanguinaria. Recordemos los elementos del dossier: la dictadura en cuestión no tenía, por supuesto, legitimidad alguna -lo que no preocupa nunca a los «liberales» si la dictadura es marxista- y había derribado a un gobierno democrático en 1981; durante dos años, la tiranía del Movimiento New-Jewel (¡partido comunista admitido en el seno de la Internacional Socialista!) había reinado bajo el efectivo control de los cubano-soviéticos, amablemente asistidos por norcoreanos, alemanes del Este y otros filántropos, bajo la dirección puramente aparente de un comunista local, Maurice Bishop; a principios de octubre de 1983, éste, en el curso de una animada discusión en el seno de la Junta marxista, presidida por el embajador de Cuba, había sido asesinado con sus amigos y sus familias, la suya, mujeres y niños incluidos; una matanza de unas 200 personas, o sólo 140 según los cálculos más bajos; el «ministerio» Bishop fue reemplazado («legitimidad» socialista en segundo grado, muy frecuente) por una Junta de oficiales, el Ruling Military Council, la cual intensificó aún más la represión ya infligida desde hacía mucho tiempo a una población aterrorizada, cuyos sufrimientos eran conocidos en Washington, pero dejaban indiferentes a los «liberales»; los cubano-soviéticos habían construido en Granada un vasto aeropuerto militar y una base submarina. De lo que se deducía claramente que se estaba asistiendo a la instalación de una nueva cabeza de puente soviética en el Caribe, en el mismo momento en que se construía otra en América Central; después de la liquidación de Bishop, una oleada de pánico agitó a las islas vecinas, que se veían de súbito a unas cuantas brazas de la boca del lobo; entonces hicieron llegar a Washington, discretamente, señales de socorro, después de haber pedido vanamente auxilio a Londres, que se había hecho el sordo. (Esto no impidió a la señora Thatcher protestar después contra la operación norteamericana: la pertenencia de Granada a la Commonwealth no implicaba, según parece, el deber de socorrerla, pero incluía el derecho de refunfuñar contra los que. la liberaban, después de un largo silencio sobre los crímenes de los que la habían subyugado.)

De todo este contencioso, la prensa norteamericana casi no dijo una palabra. El único drama que la conmovió y del que habló fue el ultraje de que se consideró víctima por su exclusión del teatro de operaciones los días 25 y 26 de octubre. No se interesó casi nada por la situación en el Caribe y se dispensó de exponer al público las razones políticas y geoestratégicas que habían impulsado a Reagan a decidir la operación... para, eventualmente, discutir tales razones proponiendo su propio análisis, por supuesto. Por lo menos, ese problema de interés nacional e internacional fue relegado a un segundo plano. El restablecimiento de la democracia en Granada, que tuvo un éxito completo, ante la satisfacción de la población, se difuminó ante el mayor crimen contra la humanidad de los tiempos modernos: haber dejado de lado a los medios de comunicación y a los periódicos durante cuarenta y ocho horas. Edward M. Joyce, presidente de la CBS, denunció ese atropello: «el alba de una nueva era de censura, de manipulación de la prensa, de considerar los medios de comunicación como lacayos del poder».[126] Los periodistas invocaron la sempiterna primera enmienda, olvidando una vez más que ésta garantiza la libertad de expresión y de opinión, pero no estipula de ninguna manera que el ejército tenga la obligación de llevar a los reporteros en sus furgones para cubrir todas las operaciones militares. La Asociación Americana de Propietarios (publishers) de Periódicos (ANPA) protestó de la «guerra secreta», pero no fue secreta en absoluto (¡falsa información!): fue anunciada y pregonada por el gobierno desde el principio de las operaciones. Pero es verdad que, en el primer momento, sólo fue cubierta por los comunicados y los documentos filmados del estado mayor. Es diferente, incluso si es insuficiente. Editor and Publisher, el semanario profesional de la prensa escrita norteamericana, deploró que los Estados Unidos hubieran dejado de ser la nación mejor informada del mundo (¡nada menos!) a propósito de lo que su gobierno estaba haciendo supuestamente en su nombre («particularly about what their government is doing supposedly on their behalf»). ¡Este supposedly es admirable! Pues, que se sepa, el gobierno en cuestión, siendo democráticamente elegido, y no transgrediendo los límites constitucionales de la libertad reservada al ejecutivo por la Constitución, podía, sin abuso, estimar que actuaba dentro de la legitimidad en el nombre del pueblo. En cambio, Editor and Publisher no podía.

Sucede a veces, ciertamente, que gobiernos democráticos impiden a los periodistas hacer su trabajo de informadores. Durante la guerra de Argelia, los gobiernos franceses de la IV y la V República pecaron gravemente en ese punto. Es natural reprochárselo, puesto que al actuar así traicionaron sus propios principios. No es tal el caso de los poderes totalitarios. La Unión Soviética no ha dicho nunca que consideraba un derecho de los periodistas extranjeros que éstos se pasearan libremente por Afganistán. Lo que viola los derechos del ser humano en un régimen totalitario no es su negación de libertad a la prensa: es el régimen en sí mismo. Hay que democratizarlo por entero para democratizar su información. La vigilancia de los periodistas libres con respecto a las mismas democracias, sin deber relajarse nunca, se enfrenta a dificultades menores. Tal es el caso, notoriamente, en los Estados Unidos, de todas las democracias tal vez la más voluntariamente transparente. Pero la conciencia profesional de los periodistas debe estar a la altura de esa transparencia.

Seamos justos: ciertos periodistas fueron conscientes de que sus recriminaciones contra Reagan reflejaban, a menudo, más el narcisismo de la tribu que objeciones sólidas y, además, no convencían. Ya antes de la invasión, apenas el 13,7 % de norteamericanos consultados por sondeo estimaban que la prensa y los medios de comunicación eran dignos de confianza. Después de la operación, según un sondeo realizado a principios de diciembre, después de seis semanas de fuego nutrido de los medios de comunicación contra la «censura» de la Administración, sólo el 19 % de los ciudadanos juzgaban que la prensa habría debido acompañar a las tropas de desembarco desde el primer momento. La acusación del Washington Post, según la cual esas cuarenta y ocho horas de ausencia de la prensa «afectaban a la naturaleza de las relaciones entre gobernantes y gobernados»,[127] sonaba como una melodramática exageración. Con lucidez, el Time se preguntó cómo los medios de comunicación habían podido suscitar contra ellos un tan profundo resentimiento del público («far ranging resentment»), y por qué su exclusión temporal había, de hecho, satisfecho al ciudadano corriente e incluso despertado en él un espíritu de venganza («gleeful and even vengeful public attitude»). ¿Por qué, en efecto? En vez de soplar a las pompas de jabón totalmente inventadas por las necesidades de la querella, la prensa y los medios de comunicación habrían estado más inspirados buscando una respuesta a esa pregunta.

La respuesta es que la Administración, de acuerdo con la inmensa mayoría del público, no tenía ninguna confianza en la imparcialidad con la cual los medios de comunicación relatarían las primeras fases de la expedición. Pensó que se ensañarían en transmitir a la nación una imagen tan parcial y manchada de atrocidades como les fuese posible, surtida de la entrevista de un castrista que hablaría de «crimen imperialista», para provocar una reacción pacifista de la opinión. Las tres cuartas partes de la prensa era hostil a los motivos estratégicos y políticos que habían dictado a Reagan su decisión. Se inclinaba, por anticipado, a no tomarlos siquiera en consideración, a negar a priori su fundamento. Desde Vietnam y el Watergate, la prensa se confina en su misión de adversario incondicional del poder. Pero hay medios para inspirar a la opinión antipatía por el poder que no tienen nada en común con una crítica política razonada. La Administración sabía muy bien por qué procedimientos la televisión podría, desde los primeros minutos de la entrada en acción en Granada, sacar de su contexto escenas penosas, para desacreditar la operación, desviando la atención de sus objetivos generales. Por ejemplo: durante las primeras horas del combate contra los ocupantes cubanos, unos obuses americanos cayeron sobre un hospital psiquiátrico. Acontecimiento horroroso, del que había que hablar, pero a condición de narrar todos los aspectos de la operación. Y probablemente es a ese episodio a lo que se habría reducido, para cien millones de telespectadores norteamericanos, si los equipos de televisión hubieran desembarcado con las tropas. «¿Qué habría sucedido -escribe Leonard Sussman- si la televisión en color, durante la primera noche de la intervención en Granada, hubiera mostrado el hospital con sus escombros, sus cadáveres, y tal vez un enfermo mental, herido, errando entre los cascotes? ¿Esta única imagen habría mostrado que el fundamento político de la intervención americana -eliminar una base cubano-soviética- era falso en su planteamiento? ¿Que el asesinato, unos días antes, del primer ministro y de unos civiles había sido una acción justa? ¿Que los americanos debían retirarse sin haber encarcelado a los asesinos? ¿Que los granadinos se hubieran sentido mejor si no hubieran visto desembarcar a ningún soldado americano?»[128] Tal no era, en todo caso, su opinión, ya que un sondeo de la CBS, efectuado poco después, confirmó que el análisis de la Administración sobre la situación de la isla antes de la operación coincidía totalmente con el de la población granadina, que vivió la intervención como una liberación. Una masiva mayoría de granadinos interrogados, el 91 %, se declara feliz de que los Estados Unidos hayan intervenido; el 85 % dice que hasta entonces vivían aterrorizados, por ellos y por sus familias; el 76 % que Cuba, según ellos, quería controlar definitivamente Granada, y el 65 % que el aeropuerto había sido construido, sin ninguna duda, para servir objetivos militares, soviéticos y cubanos, y no turísticos.

Conviene añadir que después de algunas semanas las tropas norteamericanas abandonaron la isla, donde pudieron celebrarse elecciones libres y la democracia fue restaurada. A despecho de esta deslumbrante claridad del lenguaje de los hechos, he vuelto a oír, en mayo de 1987, en París, casi cuatro años después del acontecimiento, durante el coloquio «Medios de comunicación, poder y democracia», ya mencionado, a decenas de periodistas norteamericanos y profesores de escuelas de periodismo condenar con vehemencia y desesperación su exclusión de Granada durante dos días, como el crimen más abominable jamás perpetrado contra los derechos del hombre. Cuando una profesión que tiene por razón de ser saber escuchar a la opinión, y saber hablarle, se aísla tanto, a la vez de la opinión pública de su propio país y de la del país liberado, objeto de la polémica, es que se ha replegado en una especie de autismo tribal poco compatible con las exigencias de su misión. El autismo es,[129] en el sujeto que lo padece, la «polarización de toda la vida mental en su mundo interior y la pérdida de contacto con el mundo exterior». Para unos profesionales, cuyo oficio es observar el mundo exterior, es bastante enojoso. ¿De dónde viene el mal? Una vez más, de que demasiados periodistas no son guiados por la preocupación de lo que es, sino de lo que hay que demostrar. Y no me refiero en este capítulo, para repetirlo hasta la saciedad, más que a los países en que la prensa es libre. De los demás, es superfluo hablar. Pero, precisamente, es interesante examinar qué uso hace el hombre de la libertad, cuando la tiene, y también -es todo el tema de este libro- qué uso hace de la facultad de saber y de decir lo que sabe. A propósito de los países donde reina la censura, he observado a menudo la paradoja de que el ciudadano ordinario, y sobre todo el intelectual, están, en muchos puntos, mejor informados de los asuntos del mundo que los de las naciones libres, por estar más estimulados por el mismo obstáculo de la censura y ser más aptos para discernir lo verdadero de lo falso y para reconocer la auténtica información precisamente por estar más privados de ella.

Notas

[116] The Sunday Times, 1° de febrero de 1987.

[117] Ciertas fórmulas de aspecto puramente descriptivo esconden una parcialidad bajo su aparente neutralidad. Por ejemplo, no he oído nunca al servicio internacional de la BBC llamar a los contras nicaragüenses de otro modo que «los rebeldes contras apoyados por la CÍA» («the CIA backed contra rebels»). Pero la BBC no llama nunca al gobierno sandinista «los dictadores de Managua sostenidos por la Unión Soviética», fórmula que, sin embargo, no sería más que el reflejo puro y simple de la realidad. Todas las informaciones del «BBC World Service» sobre Nicaragua que yo he oído durante años tendían a insinuar en el espíritu del oyente que la Contra era un fenómeno totalmente artificial, suscitado exclusivamente por la CÍA, y sin ningún apoyo popular en el país, lo que constituye una mentira manifiesta. Todo corresponsal honrado podía, sin dificultad, comprobar la impopularidad del régimen sandinista en numerosos indicios: la avalancha de nicaragüenses pidiendo asilo político en los países vecinos, aunque no fuera para unirse a la Contra; el hecho de que incluso los soldados sandinistas capturados por la Contra, y liberados tras los acuerdos del alto el fuego, han rehusado regresar a Nicaragua; la manifestación de más de 10 000 personas en Managua, a principios de 1988, reclamando la democratización; la presencia en las cárceles sandinistas, todavía a finales de 1987, de unos 9 000 presos políticos, de los que menos de 1 000 eran antiguos somozistas, etc. Pese a estos hechos elocuentes, el corresponsal de la BBC en Managua afirmaba aún, el 3 de abril de 1988, en el curso de la emisión «News Desk», que los jefes de la Contra no tenían ninguna representatividad y simplemente temían perder los «confortables salarios que les paga la CIA» («their handsome CIA salaries»). Lo que yo me pregunto es si el handsome salary de ese corresponsal está justificado.

[118] El informe del Institute for Applied Economics ha sido sintetizado especialmente en el Wall Street Journal, del 7 de marzo de 1984: Holmes M. Brown: «How Televisión Reported the U.S. Recovery.»

[119] A la vez redactor-jefe y presentador.

[120] «Televisión news is a tool of democracy... News is a light on the horizon... a beacon that helps citizens of a democracy

[121] Estas dos frases fueron pronunciadas por los señores Rocard y Barre en sus alocuciones respectivas en el coloquio «Medios de comunicación, poderes y democracia», organizado en París en mayo de 1987 por el Instituto Internacional de Geopolítica, presidido por Marie-France Garaud.

[122] «This is a case of prior book restraint triggered by powerful news organizations that are quick to denounce prior restraint by government». «The Book Criticizes Giants, so Publication is in Doubt» (Un libro crítico de los gigantes: la publicación es, pues, dudosa), New York Times, citado en International Herald Tribune (28 de octubre de 1986).

[123] «Mr. Reagan has chosen not to offend the rich, the powerful and the organized in his budget cuts, but to take on the weak, with a budget which falls most heavily on the poor», New York Times, 23 de abril de 1982.

[124] Citado por Newsweek, 19 de abril de 1982. «Stands for an anti-European and anti-Western position of German Unity.»

[125] «The basically leftist orientation of younger Germans was probably fashioned by Der Spiegel», ibid.

[126] «... the dawn of a new era of censorship, of manipulation of the press, of considering the media the handmaiden of government», citado por Leonard S. Sussman, «Press versus Government», Freedom at Issue, mayo-junio de 1984.

[127] «The whole character of the relationship between governor and governed is affected.»

[128] «What would have happened if color television on the first night of the Grenada intervention had shown the blasted hospital, dead bodies, and perhaps a wounded mental patient wandering through the rubble? Would that single picture have proved that the political basis for the American intervention -eliminating a Cuban/Soviet beachhead- had been erroneously conceived? That the murder, days earlier, of the prime minister and civilians had been justified? That Americans should pull out before the murderers were apprehended? That Grenadians would have been better off if no American soldier landed?» (artículo citado). Leonard R. Sussman dirigió desde 1967 hasta 1988 Freedom House, institución especializada en el estudio de los problemas de prensa y de información en el mundo.

[129] Antoine Porot, Manuel alphabétique de psychiatrie, París, PUF, 1969.

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