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Una elección de Dios
Sin encontrarse con Dios, el hombre no puede encontrarse con las profundidades de su humanidad
Han transcurrido ya dos años de la elección de Benedicto XVI como sucesor del siervo de Dios Juan Pablo II, en la sede de Pedro. En estos días, con motivo del ochenta aniversario de su nacimiento y el segundo de su pontificado, se están escribiendo muchas cosas, bellas y hermosas, certeras, atinadas, verdaderas, acerca de él.
Por más vueltas que le doy, ante una personalidad, ante un pensamiento y ante una figura como la suya, tan singular y grande, siempre, de una forma u otra, me voy a lo mismo: tenemos como Papa a un «hombre de Dios», un «amigo fuerte de Dios», en expresión teresiana. Su trato, su manera de ser, su actuar, su pensamiento, resumen la realidad de Dios. Como se ha destacado en un título de una de sus biografías: Todo él es «la elección de Dios», y nos remite a Dios.
Llama la atención, desde el comienzo de su pontificado, que su programa no sea otro que lo que Dios quiera y muestre. Se puso en manos de Dios, inició su camino con la mirada puesta en el Señor, y nada más. Por sencillo y simple que esto parezca (así de sencillo se mostró y sigue mostrándose desde el principio, como es) es donde —por contraposición a lo que impera en nuestro tiempo— está la verdadera revolución de nuestro mundo. Por eso dirá a los jóvenes reunidos en Colonia, en cuyas manos está el futuro de nuestra humanidad: «En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?»
La enseñanza y el testimonio constante del papa Benedicto XVI, desde el inicio de su pontificado, es un permanente apelar a este testimonio de Dios, que es Amor, a centrar la vida en Dios, a advertir sobre la ruina que le adviene al hombre, a la humanidad cuando se aleja de Dios o se hace que Él no cuente: la verdad se ofusca y confunde, la razón humana se empequeñece y se torna incluso contraria al hombre, la libertad se degrada en esclavitud. Desde su primera aparición en la logia de la basílica de San Pedro, como Papa, hasta la homilía del domingo pasado en la Misa de acción de gracias por su octogésimo aniversario, pasando por su gran Encíclica Dios es Amor, por su discurso de Ratisbona, por su Exhortación Apostólica Sacramentum Charitatis o su libro ultimísimo Jesús de Nazaret, es una apremiante llamada a que los hombres vuelvan a Dios.
Es plenamente cierto y seguro: el mundo necesita de Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿A qué Dios necesitamos? Al que vemos, palpamos y contemplamos en Jesús de Nazaret, que murió por nosotros en la Cruz, el Hijo de Dios encarnado que aquí nos mira de manera tan penetrante, en quien está el amor hasta el extremo. Éste es el Dios que necesitamos: el Dios que a la violencia opuso su sufrimiento; el Dios que ante el mal y su poder esgrime —para detenerlo y vencerlo— su misericordia. Esto es lo fundamental en la fe de la Iglesia y en quien, por elección de Dios, nos confirma en la fe. Al hombre de nuestro tiempo, desgarrado y dividido por tantos fragmentos de verdad, es preciso ofrecerle aquello esencial que requiere para encontrar la verdad que le hace libre, o para dar sentido a su vida, u orientar su existencia por el camino certero de la verdad que se realiza en el amor. En la afirmación de San Juan «Dios es Amor», tenemos el núcleo de la fe y el fondo de la realidad del hombre. Ahí se expresa con claridad «la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino» (Benedicto XVI).
Sin Jesucristo, el camino hacia el necesario encuentro con Dios es muy difícil. Pero sin encontrarse con Dios, el hombre no puede encontrarse con las profundidades de su humanidad, donde se encuentran las huellas de Dios. La insistencia de Benedicto XVI en que la Iglesia debe centrarse en Dios revelado y entregado en Jesucristo, y mirar por encima de todo y en su centro a Jesús es, en el Papa, una preocupación profundamente humanística y humanizadora. Le preocupa el hombre y su futuro; y por eso nos pide a la Iglesia, y a todos, que centremos nuestra mirada en Jesucristo. Por eso, su último libro —que, además de tener una altura y densidad teológica singular— nos desvela el «alma» de Benedicto XVI y nos traza el camino por dónde seguir para que haya una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios vivo venido en carne. Esto es lo que, por encima de todo, necesita nuestro mundo; esto es lo más decisivo y de pleno futuro para nuestro tiempo.
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