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Los derechos humanos

Con fracasos, pero aprendiendo de ellos, se construye el progreso de la humanidad

Las cosas son como son, no como nos gustaría que fueran o como se nos representan tantas veces. Efectivamente, este dicho popular constata la percepción inequívoca de que existe la verdad, la verdad objetiva. Otra cuestión distinta, compatible con la existencia de la verdad objetiva, es la incapacidad humana para conocer la realidad en todas y cada una de sus expresiones y manifestaciones. Es más, la historia del conocimiento y de la ciencia es la sucesión de luces y sombras, de aciertos y errores, de avances y retrocesos en la aproximación a una comprensión más exacta de la realidad. Con fracasos, pero aprendiendo de ellos, se construye el progreso de la humanidad. Por eso, los fallos, que los hay, unas veces más y otras menos, son también un momento más en el proceso de elaboración del conocimiento o de acercamiento a la realidad de las cosas, a lo que las cosas son.

¿Quién, por ejemplo, en su sano juicio podría negar el progreso de la biología, de la física o de las diversas tecnologías, hoy tan en boga? ¿Quién podría, desde la perspectiva de la realidad social, ignorar los avances acontecidos? Es cierto que nunca los hombres y las mujeres vivieron, al menos en la civilización llamada occidental, en condiciones políticas de mayores libertades y posibilidades globales, aunque, no hemos de olvidarlo, hemos de tener presente que una valoración política de esta índole para nada supone una valoración moral de, por ejemplo, la solidaridad de los países occidentales con los países del tercer mundo, o de la solidaridad interna con los más desfavorecidos.

Siendo la verdad, insisto, un hecho objetivo es, al mismo tiempo, una experiencia subjetiva que da razón de la diversidad de opiniones, de interpretaciones y de aproximaciones al ser de las cosas. Diversidad que nos conduce al pluralismo, aspecto fundamental del conocimiento y del pensamiento humano que, sin embargo, en nuestro tiempo se pretende teñir de relativismo, como si no existieran referencias universales y fundamentales sobre las que edificar el edificio social. Me refiero, claro está, a los derechos fundamentales de la persona, a los derechos humanos.

Los derechos humanos son derechos cuya titularidad corresponde a la persona, al ser humano. No son concesión del poder, sino que éste ha de reconocerlos en la medida que constituyen las expresiones más genuinas de la condición personal del hombre y permiten su libre desarrollo en la sociedad. El poder debe promoverlos, debe propiciarlos. En modo alguno es legítimo que el poder los obstaculice o impida su realización. Son derechos de todas las personas, voten lo que voten, piensen lo que piensen y se expresen como se expresen. Por la poderosa razón de que en los derechos humanos encontramos el centro de confluencia de toda la acción política y una afirmación de verdad radical.

La centralidad de los derechos humanos en la vida política es de tal magnitud que conviene tener claro cuál es su fundamentación. Si los hacemos descansar sobre el consenso o el acuerdo, entonces la arbitrariedad está servida puesto que el acuerdo por naturaleza supone cesiones y en materia de derechos humanos si se cede se está poniendo en tela de juicio la dignidad del ser humano tal y como es. Por eso, la fundamentación, si se quiere inmanente, de los derechos humanos la encontraremos en la dignidad inalienable del ser humano, que, desde la apertura a la trascendencia, trae causa de la condición del ser humano de imagen y semejanza del Creador. Transigir sobre cuestiones de dignidad humana es, sencillamente, inaceptable. ¿Qué habría de pensarse sobre una ley que admitiera que el poder político limitara el derecho a la libertad de expresión? ¿Cómo calificar una norma jurídica dirigida a impedir la libertad de elección de colegio por los padres? ¿Qué podría pensarse de un plan científico que sólo promoviera determinadas líneas de investigación en materia de manipulación de embriones, seres humanos en potencia?

En España, lo llevo escribiendo desde hace algunos años, bajo la bandera de la extensión de los derechos, se está erosionado el ejercicio de muchas libertades fundamentales de las personas. La estrategia es bien sencilla y al alcance de cualquier fortuna. Primero se eligen las minorías que se van a proteger en perjuicio de las mayorías. Segundo, se afirman categóricamente sus reivindicaciones, que siempre se hacen a costa de los derechos de las mayorías. Tercero, se regulan dichos derechos en perjuicio de la mayoría. Cuarto, se ganan adeptos para la causa de la laminación del «adversario». Adeptos muy rentables porque ordinariamente suelen ser muy agresivos con quienes consideran que han sido los «opresores». Así, de esta sencilla manera, quienes no comparten las políticas de este Gobierno son amedrentados, provocados por las nuevas minorías dirigentes que, claro está, están dispuestas a seguir manteniendo en el poder a los actuales dirigentes si con ello pueden seguir disfrutando de esa extensión de derechos que para otros, para mayorías relevantes de la sociedad, no son más que continuas limitaciones, cuando no laminaciones, de derechos e instituciones consolidadas desde hace siglos.

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