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Sobre las civilizaciones

No debería ser muy difícil encontrar un denominador común para todas las naciones

No es imposible —y no debería ser muy difícil— encontrar un denominador común para todas las naciones y para las civilizaciones que las animan. Y cuanto mayor pueda ser aquel común denominador, tanto más válido será para contribuir al buen entendimiento de todos los hombres y mujeres del mundo.

Puede haber diversos caminos para acercarse a encontrarlo. Uno sería —y yo me resisto a seguirlo ahora, porque resultaría largo— el de situarnos en cada uno de los ámbitos de las respectivas culturas y buscar con detalle los elementos comunes y una vez establecida la identidad común de cada grupo, considerar el conjunto de sus relaciones y determinar los elementos de coincidencia.

Otra vía sería la de estudiar directamente el tema a escala mundial y en una sola operación —quizá larga— o tal vez con una intuición ensayar el resultado, con los datos que nos aportan la educación generalizada y en muchos puntos uniformizada, los medios de comunicación que abrazan a todo el mundo, o las relaciones directas con las migraciones y los viajes.

No sé si las claves de la solución se podrían resumir en dos tipos de factores: biológicos y morales y entre estos últimos queremos ver las costumbres en que coincide todo el mundo y los valores y virtudes que se manifiestan en la conducta humana.

Entre los que se relacionan con características biológicas, uno se fija en el hecho de que, con un patrimonio cromosómico y genético igual en lo que es esencial, hay la posibilidad —y la confirmación de la experiencia multisecular— de la mezcla de las razas, con la práctica de un mestizaje fecundo, que no produce híbridos estériles, sino una renovación más bien eugénica de las etnias. Y con esta base se da una solidaridad biológica, a la hora de hacer transfusiones o trasplantes.

En el orden moral habría una conciencia de la limitación de los propios recursos, y por tanto de la necesidad de la colaboración de todos, para controlar el progreso y esto con la convicción de la igual dignidad humana de todos y de una fraternidad que, cuando tiene unas raíces teologales es, sin duda, más firme.

Y, de hecho, por motivaciones diversas hay una coincidencia en la aceptación y en la práctica que la sigue, de virtudes y valores, como son la vinculación a un determinado grupo de familia, a una unidad de producción, a una tribu o a una nacionalidad, la justicia, que se manifiesta en las diversas formas de dar a cada uno lo suyo, la obligación de guardar los pactos, la restitución y la reparación de los daños. Y también la lealtad, el aprecio incondicional de la vida y el respeto a la verdad.

Con todo, esa igualdad no elimina el hecho de sentirse los humanos más movidos por ciertos vínculos que genera la proximidad—en el espacio, por el parentesco o por la cultura— que tienen relación con el clan familiar, con el compañerismo profesional, con los otros connacionales o los que son también herederos de una historia común.

Todo esto lleva a cultivar igualmente, de manera peculiar, unos valores que son universales, pero con características que son propias de las unidades en que se agrupan las personas.

Este denominador común se puede dar entre personas influidas por todas las tradiciones: cristianas, islámicas, budistas, animistas o derivadas de la Revolución Francesa.

Hay otros valores culturales que no serían aceptados de manera absoluta, pero sí con matizaciones, tales como la libertad de comercio, sujeta empero a correctivos, que moderen aquello que conduciría al liberalismo económico extremo, en diversas formas de capitalismo, a veces salvaje; el derecho a la legítima defensa, que ha de poner límites a la utilización de medios bélicos o las hipotecas sociales que han de afectar al uso y disfrute de la propiedad.

Tal vez se acabe aceptando el hecho de que para todos los pueblos y los hombres y mujeres que los integran, ha de haber un organismo que representa a todo el mundo y otro para aspectos concretos de las relaciones internacionales a quien corresponde poner orden en el ejercicio de todos los mencionados valores.

Y quién sabe si todo esto se vería más claro si las principales fuentes de energía estuvieran mejor repartidas y no dependiesen tanto del petróleo y éste no concediera un poder tan omnímodo a los jefes de algunos países que lo producen, y a los imperios económicos que lo comercializan. Ojalá cambie radicalmente el planteamiento del tema energético o que en sus problemas de justicia pudiera intervenir aquella autoridad supranacional.

Sería una pena que, por mucho tiempo, aquello que lamentablemente e impropiamente distinga una civilización de otra sea de hecho el problema del petróleo. Querría decir, de todos modos, que para tener una idea válida de lo que pasa no sería inútil leer a Hungtinton o a Fukuyama. Ya se ve que intento formular el deseo de que, si bien es bueno que sean muchas las culturas, haya una sola civilización.

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