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¿Necesitamos la religión?
«Yo prohibiría terminantemente la religión», declaraba Elton John allá por el mes de noviembre, en una entrevista comentadísima. Decía más la estrella del pop británica: «[La religión] convierte a las personas en ratas odiosas, y no es precisamente compasiva».
No es noticia que mucha gente encuentre odiosa la religión, pero el denominado Nuevo Ateísmo se está convirtiendo en una industria en expansión. En innumerables libros, artículos y conferencias se ensalza el laicismo y se ridiculiza, por absurda y perniciosa, la fe en Dios. Antaño, tal inquina hacia la religión quedaba relegada a los márgenes de la buena sociedad; hoy, en cambio, ocupa una lugar preeminente:
- A un congresista por California se le aclama por declararse ateo.
- En una información de portada del New York Times Magazine, titulada «¿Por qué creemos?», se habla de la fe religiosa como de una «adaptación evolutiva» y de un «accidente neurológico», pero no de la posibilidad de la existencia de Dios.
- La UE emite una declaración acerca de sus valores fundamentales a propósito de su quincuagésimo aniversario en la que no se hace referencia alguna al cristianismo.
- El último libro del célebre periodista Christopher Hitchens lleva por título God Is Not Great: Why Religion Poisions Everything (Dios no es grande: por qué la religión lo envenena todo).
Aun así, no hay que buscar demasiado para reparar en lo indispensable que resultan Dios y la religión para la vida civilizada.
El otro día, en la portada del Boston Globe había una foto en la que aparecía el reverendo Wayne Daly paseando con dos oficiales de policía por Grove Hall, en Roxbury. El pie de foto decía: «Objetivo, las zonas devastadas por la violencia. Miembros de la Black Ministerial Alliance empezaron ayer a acompañar a la policía en calidad de intermediarios».
Durante las próximas semanas, medio centenar de sacerdotes y ministros religiosos recorrerán los barrios más peligrosos de la ciudad para presentar a la gente los policías que patrullan las calles de sus vecindarios. El objetivo es acabar con la intimidación y la desconfianza, que con frecuencia impiden a los vecinos dar parte de hechos criminales. Una nota informativa decía que tras esta «alianza estratégica» estaba la idea de que «los residentes de estos barrios (...) pueden estar en el futuro más dispuestos a hablar con las fuerzas del orden si los ministros religiosos han allanado el terreno».
Supongo que Christopher Hitchens y Sir Elton John encontrarán esto incomprensible. Si la religión convierte al personal en «ratas odiosas», ¿por qué pedirá la Policía de Boston ayuda al clero local? Si la religión «envenena todo», ¿quién, en su sano juicio, depositaría su confianza en gente para la que el testimonio religioso es una forma de vida?
La verdad es que a la mayoría no nos cuesta nada comprender por qué los clérigos son vistos como intermediarios honestos, o por qué la Policía espera que constribuyan a hacer de Boston una ciudad más segura. Las siguientes cuestiones tienen más enjundia: ¿qué es lo que mueve a los ministros bostonianos a jugarse el cuello? ¿Qué les lleva a aliarse con la policía en barrios donde las bandas criminales tratan con crueldad a los «chivatos» y demás gente de bien? Y, ya puestos, ¿por qué se dedican al servicio religioso? Sin lugar a dudas, hay modos más fáciles, seguros y lucrativos de ganarse la vida.
El caso es que a los ministros religiosos les impulsa un cálculo moral judeocristiano según el cual la bondad y el servicio a los demás merecen más la pena que una carrera profesional sin complicaciones, segura y económicamente provechosa. La moral judeocristiana exige a sus seguidores bondad y decencia; no por mor de la razón, de la opinión general o de la «adaptación evolutiva», sino porque así lo ha querido Dios. Y de ese impulso moral —se hace el bien porque el Creador quiere que se haga el bien— provienen el desinterés y el afán de superación.
«Todos los días veo cómo funciona ese impulso moral —ha escrito el líder cristiano Charles Colson—, cuando 50.000 voluntarios de Prison Fellowship en Estados Unidos y otros 50.000 en el resto del mundo penetran en los más horribles agujeros para amar a las personas más indeseables que imaginarse quepa. Eso no se hace bajo el impulso de instinto alguno, pues va contra la egoísta naturaleza humana».
¿Pueden los laicos ardorosos, tan firmes en su creencia de que no existe un Dios al que haya que rendir cuentas, ni moral que no hayan establecido los hombres, ser buenos y afectuosos? Claro que pueden. Ahora bien, cuando la caridad y la bondad son más necesarios que nunca, por lo general no son los grupos conformados por los Nuevos Ateos los que dan el callo. ¿Qué es más probable, que se ocupen de los pobres moribundos de Calcuta las asociaciones laicas humanitarias o las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa, que hacen de la palabra de Dios («Ama a tu prójimo») una obligación? Cuando la Policía de Boston necesita intermediarios de gran moralidad y confianza, ¿dónde los encuentra, en las organizaciones que orquestan campañas antirreligiosas o en la Black Ministerial Alliance?
Ya hemos tenido noticias de ese mundo de religiones prohibidas por decreto con que sueña Elton John: Hitler, Stalin y Pol Pot nos mostraron lo que había al final de ese camino.
Por supuesto, para cada norma hay una excepción. Por supuesto, no todos los que creen en Dios son buenas personas. Por supuesto, se han hecho cosas espantosas en nombre de la religión, de todas las religiones. Pero sin Dios el mundo sería un lugar horrible. Desde luego. Por supuesto.
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