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Vivir y morir dignamente
El derecho a una muerte «digna» es uno de los argumentos más usados por los defensores de la eutanasia
Hace algunas semanas, la Radio Nacional de Australia retransmitió un programa sobre uno de los discursos más importantes de la historia del pensamiento: el que pronunció Sócrates ante un jurado ateniense de 500 hombres en el año 399 a. C., para defenderse de las graves imputaciones que pesaban sobre él y que podrían acarrearle la pena de muerte, como así sucedió.
En esa apasionada y magistral disertación, el gran pensador griego señaló que, cuando un hombre nace, le acompañan dos corredores, que intentan alcanzarle de forma permanente durante su vida: la muerte y el mal. Hay uno inevitable: la muerte; pero hay que procurar con todas las fuerzas y por todos los medios que el segundo no nos agarre definitivamente.
La cultura clásica se planteaba dos grandes preguntas: ¿cómo evitar que mi vida se pierda o sea inútil?, ¿cómo vivir una vida completamente humana, plena y feliz? Nadie hasta Sócrates había pensado sobre la cuestión de la existencia humana responsable con esa radicalidad. Y el gran mérito de este amante de la sabiduría es haber mostrado a la posteridad que estos interrogantes que tanto le inquietaban no eran particulares de una determinada época o coyuntura histórica. Pertenecían por derecho propio a la vida libre y responsable del hombre de todos los tiempos.
En el mundo predomina hoy de manera esencial un vitalismo cientifista biomédico. Esta cosmovisión sitúa al hombre dentro de un sistema biológico complejo, pero manejable y mejorable, y que presenta algunas características que lo hacen bastante único; para muchos, incluso existe una epifenomenología que lleva a considerar aspectos de la existencia humana como la libertad, el amor o la culpa, por citar sólo algunos, como procesos que, en definitiva, son tan materiales como el movimiento de los planetas o la biología molecular de los receptores celulares. En este contexto, la vida es muy querida y disfrutada; nunca en la historia de la Medicina se ha luchado tan eficazmente por el sostenimiento vital del hombre sano o enfermo.
Por eso llama extraordinariamente la atención lo paradójico que resulta que un entorno que siente la vida con un deseo tan grande de disfrute y pasión, se manifieste partidario de la eutanasia. Pero esta contradicción es sólo aparente. En buena lógica, cuando la dimensión radical de la existencia humana es exclusivamente la biológica, y sus bienes son los derivados de la corporalidad y de las experiencias sensibles, al decaer los elementos físicos que no puede ofrecer ya una biología pujante, ésta pierde irremediablemente su sentido global.
Como es casi un lugar común, en los momentos históricos en que se ha concedido primacía a la vida física y al hedonismo, se ha defendido también vigorosamente la eutanasia y el suicidio. Esto no es novedoso. Lo que llama la atención ahora es lo inútil que resulta objetar contra estas actitudes desde premisas como la defensa y dignidad de la persona; quizá porque estas mismas nociones tienen su expresión en la perspectiva cientifista-hedonista. Como vemos a diario, el derecho a una muerte digna es uno de los argumentos más usados por los defensores de la eutanasia.
Pero ocurre que el concepto de dignidad humana ha perdido su calado de trascendencia metafísica y se ha convertido en una cualificación de vida biológica en términos empiristas; en definitiva, de experiencia sensible. Parece claro que la acción positiva en favor de la eutanasia es algo profundamente violento y contrario a la tendencia universal de conservación de ese gran bien que poseemos, la experiencia vital. Sin embargo, la fuerza de la perspectiva empírico-cientificista es de tal envergadura que hace sopesar positivamente en muchos la destrucción voluntaria de la vida humana; y esto casi de forma pacífica y de modo emotivamente plausible.
Lo peculiar de nuestro tiempo es la defensa teórica que esta actitud recibe del entorno cultural circundante: morir bien y con dignidad es también sinónimo de autodestrucción vital. Se emplean recursos, casi sin límite, para salvar una vida después de un accidente o de una enfermedad grave, y se valora positivamente que alguien decida terminar con su existencia, si ese es su deseo. No es de extrañar que Alasdair MacIntyre, célebre filósofo moral de nuestros días, haya declarado que debates como éste estén cerrados objetivamente por la misma naturaleza de las posiciones encontradas.
Ante todo esto, el nudo gordiano de mi argumentación es la necesidad de volver a una ética de la vida buena, a una ética de la vida feliz. Retomar la fuerza de nuestro discurso en los presupuestos que vieron nacer esta sabiduría en la antigua Grecia. Y entrar bien pertrechados y con serenidad sapiencial en los grandes debates de la cosmovisión empirista: por ejemplo, uno de ellos, muy cercano ahora por los medios de comunicación, es el de mente y cerebro, cuerpo y alma.
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