conoZe.com » bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias

Exposición de motivos

Los editores son los mejores amigos de los autores. Como yo había publicado sólo uno o dos libros al año, mi amigo Olivier Orban empezó a temer que me viera cada vez más hundido en la pereza. Temió los efectos devastadores que tendría en mí la ociosidad, conque, pisoteando la Declaración Universal de Derechos Humanos, que prohíbe la tortura, me propuso que en el año 2000 «celebrara», si se me permite la antífrasis, el trigésimo aniversario de mi libro Ni Marx ni Jesús, en parte dedicado a los Estados Unidos, redactando otro que fuera la continuación del primero y en el que hiciese balance de la evolución de ese país desde 1970.

En el momento no me pareció una idea descabellada. Entre 1970 y 1990 sobre todo y después un poco menos, yo había viajado con mucha frecuencia por los Estados Unidos. Había pasado incluso períodos bastante largos en ese país. Había sido, en particular, un observador atento —creo yo— de la ampliación del papel de los Estados Unidos en el mundo, visto desde dentro y desde fuera, después de la desaparición de la Unión Soviética y durante la lenta descomposición del comunismo chino. Además, creo haberme mantenido, también mediante la lectura, bastante al corriente de los trabajos y reportajes dedicados tanto a la evolución interior de la sociedad americana como a la metamorfosis de las relaciones internacionales después de la accesión de los Estados Unidos al rango inédito de primera y única «superpotencia» mundial, por emplear el término politológicamente correcto.

No obstante, no tardé en verme obligado a reconsiderar mi reacción inicial y a refrenar el entusiasmo con el que había aceptado la tarea a la que me había incitado la alegría comunicativa de Olivier. A medida que avanzaba mi trabajo o, mejor dicho, avanzaba apenas, la empresa me parecía de una dificultad y una complejidad cada vez más abrumadoras. Me costaba cada vez más abrirme un camino «por entre las espinas y los abrojos de la dialéctica», como dice Taine y sobre todo por entre la maleza de la observación y la síntesis.

Antes de explicar por qué, y a fin de poder hacerlo, pido autorización al lector para comenzar contando en qué circunstancias y por qué experiencias me sentí movido —casi podría decir aspirado— en 1970 a escribir Ni Marx ni Jesús.

Fue un libro que, a falta de un adjetivo mejor, puedo calificar de involuntario y accidental. Al releerlo, cosa que no había vuelto a hacer desde hacía quince años (cuando hube de preparar su reedición en la colección «Bouquins» en 1986) y redescubrirlo, me llama la atención su ritmo jadeante. Cierto es que lo escribí de un tirón. Fue un precipitado más que una elaboración. La razón por la que se produjo la estancia en los Estados Unidos que sirvió de desencadenante de mi libro tuvo, a su vez, carácter fortuito.

En 1969, el conocido semanario americano Time concibió el proyecto de producir una edición en francés. La dificultad consistía en encontrar en la lengua francesa el equivalente del inglés conciso, condensado, comprimido —casi podríamos decir—: esa sucesión de frases cortas, sin digresiones ni ripios, que caracteriza el estilo de Time y que desde la fundación de ese semanario en el decenio de 1920 ha servido de modelo a los periodistas de numerosas publicaciones periódicas. Esa forma de escribir, que debe unir la brevedad a la claridad, es más fácil de practicar en inglés que en francés o en las otras lenguas latinas. El inglés yuxtapone, el francés subordina. El inglés puede prescindir con frecuencia de las preposiciones entre las palabras e incluso de las conjunciones de coordinación entre las oraciones, mientras que el francés, heredero de la sintaxis latina, no puede hacerlo. Para contar una story, el periodista americano enuncia, el periodista latino diserta. Bien lo saben los traductores del inglés al francés. Su versión francesa, sean cuales fueren sus esfuerzos para ajustarse al texto, siempre es más larga que el original inglés.

No obstante, si se hace el esfuerzo, también en francés se puede lograr una aproximación a la densidad de la redacción periodística moderna. Françoise Giroud ha hecho escuela al respecto en L'Express, no sólo en sus propios artículos, sino también al abreviar los de sus colaboradores más prolijos. Pues la concisión es particularmente necesaria en un news magazine, en el que el espacio es limitado y a cuyo lector repugna tener que enterarse en diez líneas de lo que se podría haber dicho en cuatro, ya se trate de un reportaje o un editorial, de hechos o ideas.

Yo conocía muy bien al jefe y a los corresponsales permanentes de la oficina de Time en París, primero como colega y después porque Time era entonces el accionista principal de Robert Laffont, editorial de la que yo era uno de los asesores literarios. Al parecer, consideraron la factura de mis artículos en L'Express compatible con su concepción de la eficacia periodística, pues propusieron a su casa matriz que me preguntara si aceptaría probar la experiencia de una transposición en francés del inglés de Time. Según me dijeron, iría a instalarme unas semanas en Nueva York y me esforzaría en recomponer en mi lengua materna algunos números del semanario americano, conforme a las normas establecidas. Si el resultado parecía convincente, la dirección del célebre semanario pondría en marcha su proyecto de edición en francés.

Todo fue muy rápido. Mis efímeros «empleadores» me habían reservado una habitación en un hotel neoyorquino. Ya tenía mi visado y mi billete de avión. En aquel momento tardío me embargó una duda y me atormentó de pronto un escrúpulo: era más que evidente que un Time en francés estaría destinado a ser el competidor de L'Express, con el que me unía un contrato y amistades profundas. Así, pues, no había ni que pensar que yo aceptara definitivamente la propuesta americana sin disponer antes de la autorización del autor de El desafío americano, Jean-Jacques Servan-Schreiber, mi director. Éste no dudó ni medio segundo antes de expresarme su rotunda oposición a mi participación en los preparativos del proyecto. Françoise Giroud, jefa de redacción, que, naturalmente, asistió a nuestra entrevista, lo aprobó vigorosamente y también me incitó sin circunloquios a retirarme al instante de aquella operación. No me planteé siquiera la posibilidad de resistirme por un momento a sus reprobaciones, pues mis buenas relaciones con ellos y mi trabajo en L'Express me resultaban mucho más preciosos que la posible aventura americana, divertida pero marginal.

Fui en seguida, avergonzado, a ver a Prendergast, jefe de la oficina parisina de Time, para comunicarle el veto de mis jefes y rogarle que excusara mi atolondramiento, pues debería, le dije, haber pensado en consultarlos antes de darle mi consentimiento. Yo había cometido una incorrección para con él y sus jefes de Nueva York. Prendergast era hombre cordial y benevolente. Aunque visiblemente contrariado, no me hizo ningún reproche. Por lo demás, después de aquel episodio, no volví a oír hablar nunca del proyecto de un semanario Time francés, que no dejó de ser un mortinato.

Pero, unos días después, se me ocurrió otra idea, de nuevo con cierto retraso. Puesto que L'Express me había obligado —con razón seguramente, pero, aun así, obligado— a desistir, la revista me debía una compensación en forma de un viaje a los Estados Unidos. Invité a Françoise Giroud a almorzar, en Taillevent —recuerdo—, y le expuse mi deseo de lo que consideraba una justa compensación. No titubeó ni el tiempo de un abrir y cerrar de ojos y, en cuanto llegó a la oficina, dio las instrucciones necesarias para que me prepararan todos los billetes de avión y todos los anticipos de gastos que pidiera.

No había vuelto a los Estados Unidos desde el otoño de 1952, momento en el que, de regreso de México después de tres años de formar parte de la misión universitaria francesa, me detuve una buena temporada en Nueva York (como había hecho a la ida) antes de tomar el barco para El Havre. Durante aquellos tres años en México, había tenido muchas ocasiones de trasladarme a los Estados Unidos, sobre todo al sur, naturalmente. De 1953 a 1969, durante los años que siguieron a mi regreso, mientras vivía en Italia y después en Francia, yo había visto América y me había formado una opinión sobre ella a partir de Europa y de la prensa europea exclusivamente. Por tanto, había de ser por fuerza una opinión mala. Entonces América, para los europeos, era el maccarthysmo, la ejecución del matrimonio Rosenberg, necesariamente inocentes, el racismo, la guerra de Corea, que había acabado precisamente en 1953, el dominio de la propia Europa: la «ocupación americana en Francia», como decían Simone de Beauvoir o el Partido Comunista. Durante el decenio siguiente, la guerra de Vietnam proporcionó la razón principal para odiar a los Estados Unidos.

Desde el hundimiento de la Unión Soviética, que acarreó la liberación de sus satélites de Europa central, el fin de la guerra fría y del mundo bipolar, se dice de buena gana que «el grito universal de antiamericanismo», the universal shout of antiamericanism, como dice Alexander Pope, se debe a que, a consecuencia de esas conmociones, los Estados Unidos han pasado a ser la única superpotencia mundial o incluso «hiperpotencia», según el término puesto de moda por un ministro francés de Asuntos Exteriores, Hubert Védrine. Esa interpretación presupone que la preponderancia americana parecía antes más justificada, en primer lugar porque se ejercía sobre un número más limitado de naciones y, en segundo lugar, porque respondía a la necesidad de protegerlas del imperialismo soviético. Ahora bien, no es así: el antiamericanismo era casi tan virulento en la época del peligro totalitario como ha seguido siendo después de que éste desapareciera, al menos en su versión soviética.

En los países democráticos, o algunos de ellos, una fracción de la población, partidos políticos y la mayoría de los intelectuales eran partidarios del comunismo o al menos daban alguna forma de apoyo a las ideas próximas al comunismo. Así, pues, el antiamericanismo por su parte era racional, ya que se identificaba a América con el capitalismo y el capitalismo con el mal. Menos racional era —cierto es— que, para preservar su creencia, aquellos comunistas y el inmenso rebaño de los compañeros de viaje se tragaran las mentiras más flagrantes y más estúpidas sobre la sociedad o la diplomacia americanas y rehuyeran cuidadosamente toda información exacta sobre la realidad de los sistemas comunistas. A decir verdad, el antiamericanismo irracional y el rechazo de la información verdadera y verificable sobre los Estados Unidos y sobre los enemigos de la democracia eran aún más paradójicos en los sectores de la opinión occidental, en verdad mayoritarios, que temían y rechazaban el comunismo, y, sin embargo, triunfaban en ellos y siguen haciéndolo a comienzos del siglo xxi. No obstante, el antiamericanismo de derecha e incluso de extrema derecha, tan ciegamente pasional, aunque diferente por sus motivos del antiamericanismo de izquierda, es una característica sobre todo francesa.

El antiamericanismo de derecha en Europa se debe a que este continente perdió en el siglo xx el papel que le correspondía desde el siglo xv como principal centro de iniciativa —y conquistadel planeta, y dejó de ser el foco artístico y científico más importante y casi el amo de la organización político—estratégica y de la actividad económica del mundo. Ora uno ora otro país europeo era el que encabezaba esa mundialización antes de tiempo, pero todos participaron en ella poco o mucho, simultánea o sucesivamente. Ahora bien, hoy no sólo ha perdido Europa esa capacidad para actuar sola a escala mundial, sino que está, a su vez —en grados diversos, según los problemas, pero siempre en cierto grado— situada en la estela de la capacidad de acción de los Estados Unidos y obligada a recurrir a su ayuda. En Francia es donde la pérdida de la condición —real o imaginaria— de gran potencia causa la amargura más intensa. En cuanto al antiamericanismo de extrema derecha, su motor, como el de extrema izquierda, es simplemente el odio a la democracia y a la economía liberal, que es su condición.[1]

A lo largo del decenio de 1960, yo había empezado a abrigar dudas sobre el fundamento de aquel antiamericanismo mecánico, que infamaba confusamente y en su totalidad a la vez la política exterior americana, el «imperialismo» —el de los soviéticos era simple filantropía— y la sociedad americana en su funcionamiento interno. Pero, durante la gira de varias semanas que hice por América al comienzo del invierno de 1969 y que me llevó de la costa oriental a la occidental, con una estancia en Chicago entremedio, me sentí fulminado por la evidencia de la falsedad de todo lo que se contaba sobre ese país en Europa. Mientras que me describían una sociedad conformista, me encontré con una sociedad agitada por la efervescencia de la «impugnación» y la puesta en entredicho de todos sus hábitos sociales y de las bases de su cultura. Los franceses se imaginaban y siguen imaginándose que fueron los inventores, en mayo de 1968, de esa impugnación que inflamaba las universidades y a las minorías americanas desde hacia ya varios años. No sólo los impugnadores americanos habían tomado impulso mucho antes que los nuestros, sino que, además, los impugnados, es decir, los dirigentes y los representantes elegidos democráticamente, se comportaban de forma mucho más democrática que los nuestros. Además, la impugnación americana, aunque no exenta de tonterías, no dejó de conservar su originalidad, sin esforzarse por copiar precedentes antiguos, mientras que la europea perdió en seguida su frescor para fundirse en el tedio de los antiguos moldes ideológicos, en particular el maoísmo, antes de caer en un terrorismo sanguinario y limitado, sobre todo en Alemania e Italia. En 1969 también me llamó la atención en los Estados Unidos la amplitud del abismo que separaba nuestras informaciones televisadas, controladas por el Estado, afectadas, charlatanas y monótonas, entregadas a la versión oficial de la actualidad, y las chispeantes, agresivas, Evening news de NBC o CBS, cuya vivacidad desbordaba de informaciones e imágenes inesperadas, sin miramientos para con las taras sociales o políticas de América ni para con su acción en el exterior. La guerra de Vietnam constituía, naturalmente, su blanco principal. Entonces luchaban cada vez más contra ella sectores cada vez mayores de la opinión pública y los medios de comunicación tenían mucho que ver con ello. ¡Y aquélla era la sociedad que los europeos, desde lo alto de su ignara altivez, describían como una sociedad sometida a censura! Otra experiencia que me asombró —siento la tentación de decir que me sosegó— fue la de las conversaciones que mantuve con toda una serie muy diversa de americanos, personalidades políticas, periodistas, hombres de negocios, profesores universitarios, republicanos, demócratas, liberales o radicales, simples transeúntes o vecinos de asiento en avión, numerosos estudiantes, pintores, cantantes, actores, funcionarios y obreros (blue collars) Mientras que en Francia conocía de antemano más o menos las afirmaciones que cada cual iba a hacer en función de su categoría o familia socio-político-intelectual, lo que oía en América me resultaba mucho más variado y, la mayoría de las veces, imprevisto. Dicho claramente, significaba que muchos más americanos que europeos tenían lo que se llama trivialmente una opinión personal —inteligente o idiota, eso es otra cuestión—, en lugar de limitarse a repetir la opinión prevaleciente en el círculo en el que se movían. En una palabra, la América que yo descubría contrastaba totalmente con la representación habitual que de ella se proponía y se aceptaba en Europa. De ese choque entre la impresión que yo llevaba conmigo desde Francia y la realidad que se desplegaba ante mis ojos brotó Ni Marx ni Jesús.

Aun sin salir de Francia, no hacía falta, por lo demás, entregarse a un trabajo sobrehumano de investigación para demostrar la falsedad de ciertos argumentos particularmente groseros de la vulgata antiamericana. Así, por odiosos que fueran el maccarthysmo y McCarthy, ¿por qué no hacer constar que los propios americanos, encabezados por los republicanos, habían desmontado en cuatro años a aquel molesto senador? Además, está demostrado que el espionaje soviético permitió a Moscú ganar varios años en la construcción de su bomba atómica.[2] En la actualidad ha quedado más que de sobra confirmado, y ya se había demostrado en 1970, que el matrimonio Rosenberg era efectivamente espía del Komintern y que su papel fue de lo más nefasto o que Alger Hiss, uno de los colaboradores más próximos del Presidente Franklin Roosevelt, en particular en la conferencia de Yalta, trabajaba también para los servicios del Este e informaba a Stalin. Aquellos agentes y muchos otros durante mucho tiempo disfrazados de mártires de la histeria anticomunista ya han encontrado el lugar que les corresponde en la Historia, al menos para quienes respetan la verdad histórica.[3]

O incluso, por asombrosa que pueda parecer esa barbaridad medio siglo después, la propaganda soviética, gracias a sus numerosos repetidores en el mundo «libre» (pero ingenuo), había logrado durante años hacer creer a millones de personas, no todas ellas de mala fe, que había sido Corea del Sur la que había atacado a Corea del Norte en 1950 y no al revés. El propio Picasso se había alistado en aquella cohorte de fraudes ideológicos al pintar sus Matanzas en Corea, en las que se ve una escuadra de soldados americanos abriendo fuego sobre un grupo de mujeres y niños desnudos. Con ello mostraba que se puede ser pictóricamente genial y moralmente servil. Naturalmente, dichas matanzas sólo podían haber sido perpetradas por los americanos, ya que a José Stalin y Kim Il-Sung les repugnaba desde siempre —resultaba notorio— cualquier acto que pudiera atentar contra la vida humana. Mencionaré sólo a título informativo la inmensa broma de la «guerra bacteriológica» americana en Corea, inventada in situ por un agente soviético, el periodista australiano Wilfred Buchett.[4] Pierre Daix, entonces redactor jefe del periódico comunista Ce soir, contó más adelante, en 1976, en J'ai cru au matin, cómo se montó aquel fraude periodístico. Lo asombroso no es que los comunistas lo montaran, sino que en aquella época obtuviese cierto crédito, fuera de los círculos comunistas, en países en los que la prensa era libre y las comprobaciones fáciles. El misterio del antiamericanismo no es la desinformación —la información sobre los Estados Unidos es muy fácil de conseguir—, sino la voluntad de ser desinformado.

Notas

[1] Se puede ver una muestra, entre otras publicaciones del mismo origen, en el número 23 (julio, agosto, septiembre de 1996) de la «Revue d'Études Nationels» [Revista de Estudios Nacionales] Identité. El título de su portada es: «América, adversaria de los pueblos». En un artículo se nos dice que ese país está «avasallando el mundo mediante, entre otras cosas, la OTAN y la Organización Mundial del Comercio (OMC). También en este caso la similitud con los temas izquierdistas de los antimundialistas de Seattle o de Génova resulta pasmosa. También para el Frente Nacional, el supuesto Estado de derecho americano es, en realidad, un totalitarismo (pág. 22). Como se ve, el lepenismo y el izquierdismo o maoísmo recalentados comulgan en el antiamericanismo.

[2] Entre las numerosas obras que han aclarado ese asunto, me limitaré a citar una de las más recientes, basada en la exploración de los archivos soviéticos que se pudieron consultar a partir de 1991: Vladimir Chicov y Gary Kern, Comment Staline a volé la bombe atomique aux Américains [Cómo robó Stalin la bomba atómica a los americanos], trad. fr. Robert Laffont, 1996.

[3] Además de Alger Hiss, otro agente soviético, Joseph Lash, fue amante de la esposa del Presidente, Eleanor Roosevelt.

[4] Véase su biografía en mi libro l a Nouvelle Censure [La nueva censura], Robert Laffont, 1977.

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=7240 el 2007-05-08 15:06:33