» bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias
La peor sociedad que haya existido jamás (y II)
Antes de analizar el problema del posible «comunitarismo» americano, quisiera dar otro ejemplo de esa manía que tienen los europeos de convertir a los Estados Unidos en el origen de sus propios males.
El 25 de diciembre de 2001, a las 08.40, en France Inter dos enviados especiales de esa emisora en Afganistán comunicaban, en directo desde Kabul, lo que habían visto después de la derrota de los talibanes. Relataban varias observaciones muy interesantes, así como conversaciones instructivas con afganas y afganos. Después, el periodista que dirigía la emisión desde París formuló, para concluir, una pregunta sobre el «imperium»[86] de los periodistas americanos. Al instante, de labios de nuestros enviados especiales, carga feroz contra las televisiones americanas y la CNN en particular cuyos corresponsales llegan, según nos dicen, «con los bolsillos llenos de dólares», por lo que pueden alquilar helicópteros o conseguirse los servicios de los mejores intérpretes y otros abusos. Y todo ese gasto, ¿para qué? Casi únicamente «propaganda» proamericana, consistente en atribuir, por ejemplo, a los afganos declaraciones en las que expresan su satisfacción por haber visto a los talibanes expulsados por la intervención de los Estados Unidos.
Volvemos a ver en este caso algunas de las obsesiones francesas tradicionales: en primer lugar, según esos corresponsales de France Inter, evidentemente inteligentes y competentes, por lo demás, las aparentes proezas de las televisiones americanas se deben exclusivamente al poder del dinero (diablo exclusivamente americano).[87] Nunca se deben al talento y tampoco a la profesionalidad de sus periodistas; además, la labor de los periodistas americanos no es informativa, es propaganda. Ni que decir tiene que, desde hace un siglo y más, la prensa y los medios de comunicación de los Estados Unidos nunca han dado pruebas del menor sentido de la información, del menor interés por la verdad de los reportajes, y en sus editoriales están al servicio del poder politico: criticas sabrosas, procedentes de un país como Francia, en el que durante mucho tempo la televisión y la radio estaban totalmente controladas por el Estado y en el que siguen estándolo en gran parte. (La propia France Inter era en 2001 una radio estatal.)
Esas aberraciones narcisistas no carecen de analogía con esa opinión —formulada por el padre Delorme con mucha mayor moderación, lo que la vuelve tanto más sintomática— según la cual «cuando eres paquistaní en Gran Bretaña o italiano en los Estados Unidos, te remiten constantemente a tu comunidad». Que un intelectual avisado confunda a los anglopaquistaníes, islamistas furiosos, los primeros que se manifestaron en masa en 1989, antes incluso de que el viejo chocho de Teherán dictara la fatwa para que matasen a Salman Rushdie, con la mentalidad actual de los italoamericanos nos mueve a preguntarnos si la vida eclesiástica deja tiempo para leer a veces libros serios.
Es una de las cantinelas del «pensamiento único» francés: los Estados Unidos, en materia de inmigración, practican el «comunitarismo» y el «multiculturalismo», mientras que la tradición francesa, sobre todo la «republicana», tiene como principio rector la integración. Lo digo una vez más y una vez por todas: tomo aquí como ejemplo a Francia tantas veces, porque es, a mi juicio, el laboratorio privilegiado en el que confluyen en el grado máximo y más marcado ideas sobre los Estados Unidos que en forma menos polémica y más atenuada están extendidas prácticamente por toda Europa y también en otros sitios.
Es cierto que en los Estados Unidos se emplea con frecuencia el término de «comunidad», no sólo, por lo demás, en sentido étnico o religioso, sino también de forma muy general e imprecisa, para designar una ciudad, un barrio, un condado, una asociación, una profesión, los adeptos a un deporte, a un juego, a una distracción. En el sentido étnico, «comunidad» abarca las costumbres, creencias, fiestas, hábitos alimentarios o vestimentarios, etc., de los ciudadanos descendientes de una categoría determinada de inmigrantes o inmigrantes ellos mismos. Pero esa fidelidad a los orígenes no debe engañarnos. No entraña ningún antagonismo entre esos grupos culturales y los demás ciudadanos americanos. La comunidad irlandesa desfila en masa y ruidosamente por las calles de Nueva York o de Boston el día de San Patricio, santo tutelar de Irlanda. Sin embargo, esas festividades no impiden a los descendientes de los irlandeses llegados en el siglo xixsentirse plenamente ciudadanos americanos, tanto como franceses se sienten los «aveyroneses de París» o los «francoconteses de Lyón». Cuando un neoyorquino nos dice: «Soy irlandés» o judío o italiano, no pretende repudiar su nacionalidad americana; se limita a darnos una indicación trivial, en una sociedad que se constituyó acumulando inmigrantes, como puede hacerlo un asiático o un latino en California o en Florida, inmigrantes o descendientes de inmigrantes más recientes. Su vocabulario no debe incitarnos a decretar que el «melting pot» ha dejado de funcionar. Al contrario, sigue funcionando muy bien.
Sin embargo, durante el último tercio del siglo xx, una minoría que se las daba de progresista propugnó —cierto es— el multiculturalismo y reivindicó el derecho de cada una de las comunidades étnicas a su «idoneidad», por considerar la americanización una opresión, pero igualmente cierto es que en el año 2002 se puede comprobar que ese movimiento ha fracasado. Es lo que revelan los estudios sociológicos más recientes. Citaré más en particular uno de los mejores, el libro de Michael Barone, The New Americans, How the Melting Pot Can Work Again [Los nuevos americanos, así es como el melting pot puede volver a funcionar].[88] Barone traza interesantes paralelismos entre las oleadas de inmigrantes de la segunda mitad del siglo xix o del primer tercio del xx —irlandeses, italianos y judíos esencialmente— y las llegadas después de la segunda guerra mundial: negros, latinos y asiáticos. Extrañará encontrar en esta lista a los afroamericanos, cuyos antepasados se encuentran en los Estados Unidos desde hace dos siglos y más contra su voluntad, pero lo que Barone describe es la inmensa emigración de los negros del sur hacia el norte, en el propio país, a partir de 1945, probablemente uno de los mayores desplazamientos internos y voluntarios de poblaciones de todos los tiempos. De 1945 a 1960, la mitad al menos de los negros del «sur profundo» y en particular casi todos los más jóvenes se fueron a vivir a los Estados del norte y del este. Por ejemplo, la población negra de Chicago pasó de 287.000 habitantes en 1940 a 813.000 en 1960; la de Nueva York, durante esos mismos veinte años, de 458.000 a 1.088.000. Así, pues, el extrañamiento y los problemas de integración de esa población fueron del todo comparables a los de inmigrantes procedentes del exterior del país, dados la distancia y el abismo cultural que separaban al sur del norte. Barone muestra de forma convincente que los problemas y los modos de inserción de esos negros se parecieron mucho a los de los irlandeses entre 1850 y 1914. Si se objeta que en el norte los negros fueron víctimas —menos que en el sur, pero, de todos modos, aún demasiado durante mucho tiempo— de una discriminación racial, responde que los irlandeses también sufrieron discriminación al principio. De modo que la integración de los negros en el norte reprodujo en muchos sentidos, según el autor, lo que había sido la de los irlandeses. Esos paralelismos entre el caso de los judíos en el pasado y el de los asiáticos hoy, entre los italianos del siglo xx y los latinos en el xxi no dejan de apuntalar sólidamente para el lector la tesis central de la continuación o la revitalización del melting pot, en detrimento del multiculturalismo comunitario, sean cuales fueren a ese respecto los prejuicios de europeos mal informados que consideran el comunitarismo el «modelo americano» por excelencia.
Una de las últimas batallas de la minoría «liberal»—(nosotros diríamos progresista) americana en pro de las «identidades separadas» y del comunitarismo multicultural fue reñida —y perdida— a propósito del derecho a la enseñanza en la lengua española para los hijos de los latinos en California. Se trataba en teoría de impartir una enseñanza bilingüe en la que el inglés debía codearse con el español, pero, con la experiencia, los padres se dieron cuenta de que sus hijos, al utilizar el español a la vez en casa y en la escuela, si bien adquirían en clase un inglés rudimentario, suficiente para la vida corriente y los oficios no especializados, no lo dominaban, en cambio, lo suficiente para después hacer estudios más prolongados y lograr empleos especializados o incluso ingresar en la universidad y acceder a las profesiones intelectuales. Resultaba tanto más nefasto para ellos cuanto que su español —el de las familias, la mayoría necesariamente modestas y con frecuencia analfabetas, procedentes de México y de Centroamérica— era también rudimentario. Así, esos jóvenes perdían en los dos marcadores: el monolingüismo español los encerraba en el medio inmigrante y se los privaba de la posibilidad de superar —por no aprender en clase un buen inglés— su desventaja inicial.
Eso es lo que no dejaron de indicar los hijos de inmigrantes que en épocas anteriores habían triunfado en sus estudios y en la vida, gracias a principios pedagógicos totalmente opuestos a los del multiculturalismo seudo—«progresista». Es lo que cuenta Norman Podhoretz en su libro de recuerdos My Love Affair with America [Mi historia de amor con América].[89] Podhoretz, nacido en 1930 y criado en Brooklyn en una familia judía pobre procedente de Galicia (provincia que siempre ha oscilado entre Polonia y Ucrania), no hablaba ni oía hablar en su casa y en su barrio otra lengua que el yiddish. En cuanto tuvo edad para ir a la escuela, aprendió, evidentemente, el inglés, entonces única lengua escolar en la enseñanza pública en América. Pero no lograba deshacerse de su acento yiddish. Así, pues, su maestra lo colocó en una remedial-speech class, una clase de «corrección de acento». El resultado fue, escribe, el «de erradicar toda huella de mi acento yiddish sin por ello substituirlo por el acento de Brooklyn». Iniciado así desde la infancia en el buen inglés, Podhoretz, una vez llegado a la adolescencia, pudo seguir estudios superiores en la propia América y, más adelante, tras obtener al comienzo del decenio de 1950 una beca, continuarlos en Cambridge, en Inglaterra, donde concluyó su recorrido universitario. Así pudo hacer la eminente carrera que conocemos, como autor político, memorialista, crítico literario y director de la influyente revista Commentary. «Por culpa del bilingüismo —comenta—, esa teoría demente y desacreditada ( ... ), millones de niños nacidos o llegados en los últimos decenios del siglo ( ....) fueron sometidos a una experiencia opuesta a la mía. En lugar de ayudarlos, como americanos, a entrar en la cultura del país, se multiplicaron delante de ellos los obstáculos que les vedaban el acceso a ella».
Una primera figura del infame cine hollywoodiano —Kirk Douglas, en quien algunos serviles americanófilos creyeron ver talento, llamado Issur Danielovitch Demsky, hijo de inmigrantes judíos polacos— protestó también ruidosamente contra la entronización del español como primera lengua en las escuelas elementales californianas. «En nuestra casa —explica—, hablábamos yiddish. Nuestros vecinitos de rellano hablaban italiano con sus padres, pero en la escuela todos nosotros, los niños, aprendíamos el inglés. Si no hubiera sido así, nunca habría podido ser el actor que, gracias a mi inglés correcto, pude llegar a ser.» Por lo demás, el bilingüismo escolar fue rechazado al final en California por referéndum. Con motivo de la celebración de dicho referéndum, el 90 por ciento de los padres hispánicos, chinos, coreanos o de otras procedencias ni siquiera se molestaron en procurarse los formularios destinados a aprobar el bilingüismo... Es decir que se consideraban mejor informados que las minorías «liberales» sobre el tipo de enseñanza que convenía a sus hijos para facilitarles un futuro conveniente.
En Francia, de 1980 a 2000 el comunitarismo falazmente llamado «a la americana» y que es mucho más «a la francesa» no ha cesado, al contrario, de hacer estragos, como también el tabú de las «identidades culturales». No cuesta nada imaginarse los gritos de indignación que habría provocado la propuesta de crear clases especiales «correctoras de acento» para los jóvenes magrebíes y africanos, en vista de que la remedial-speech class de la que habla Podhoretz no mejoraba sólo el acento de sus alumnos, sino también su conocimiento y su manejo de la lengua en cuanto tal, escrita y hablada. Ni que decir tiene que el verdadero bilingüismo es una ventaja y no una maldición, pero gran número de jóvenes magrebíes que llegan al final de su adolescencia «con fracaso escolar» (por emplear el eufemismo que disfraza de catástrofe natural, sin causa humana, lo que procede de la tiranía de concepciones pedagógicas estúpidas) no saben, en realidad, mejor el árabe que el francés. De modo que quedan fuera de cualquier cultura y, lejos de hablar dos lenguas, no hablan ninguna correctamente ni participan en ninguna de las dos civilizaciones cuya clave son dichas lenguas. Tal vez hayan espigado en su casa algunos retazos de uno de los dialectos de África del Norte y hayan aprendido de memoria en la mezquita algunos versículos del Corán en árabe clásico sin comprenderlos, pero esos pobres retazos lingüísticos en modo alguno constituyen una iniciación a la cultura y al pensamiento árabes. Asimismo, es probable que los vecinitos de rellano del joven Kirk Douglas no practicaran el italiano, sino un dialecto siciliano o napolitano, que a sus padres les habría resultado, por lo demás, imposible escribir, en tiempos en que millones de italianos eran aún analfabetos. Si no se les hubiera enseñado el buen inglés en la escuela, habrían seguido siendo, como muchos de nuestros magrebíes, analfabetos funcionales, al margen de cualquier civilización, moderna o antigua, oriental, europea o americana. Lejos de proteger una identidad contra otra, en los inmigrantes cierto multiculturalismo suprime las dos.
En cambio, ha dado un impulso reciente y potente a un comunitarismo destructor, un multiculturalismo del rechazo, que durante mucho tiempo había sido algo desconocido en Francia. Durante el último tercio del siglo xx, los políticos y los medios de comunicación franceses empezaron a referirse corrientemente a unas «comunidades» judía, musulmana o protestante, mientras que antes sólo había habido ciudadanos o residentes franceses de confesión o tradición judía, musulmana o protestante. Entre todas esas nuevas «comunidades», la musulmana es con mucho la más favorecida por los poderes públicos. Está indirectamente subvencionada y tácita o incluso oficialmente autorizada a contravenir las leyes.[90]
Pero ese culto oficial rendido por la República a la «excepción cultural» y litúrgica musulmana en nada ha servido a la integración. Al contrario, ha alimentado el «odio» (por recoger el título de la película de Mathieu Kassovitz),[91] un odio sin límites, sentido por hijos de inmigrantes musulmanes para con los demás franceses, a los que no quieren llamar compatriotas. La gran masa de esos magrebíes podrían escribir —en caso de que supieran hacerlo— un libro que sería el revés exacto del de Norman Podhoretz y se titularía My Hate Affair with France [Mi historia de odio con Francia].
Ese comunitarismo del odio es en gran medida la consecuencia de la ideología escolar que, con el pretexto de la veneración identitaria y del igualitarismo pedagógico, ha denegado a los magrebíes el acceso a la cultura francesa sin por ello impedirles perder la suya, salvo cuando se trata de aclamar a Osama ben Laden o a Sadam Husein. Y la consecuencia de ese propio comunitarismo es el desprecio absoluto de las leyes de la República que profesan y aplican tantos magrebíes. Para ellos, el Estado de derecho no existe y su voluntad de permanecer ajenos a él se manifiesta en particular en un comportamiento extraño, que he analizado con frecuencia[92] y que podríamos llamar el mecanismo de la inversión de las responsabilidades en materia de delincuencia y criminalidad. ¿En qué consiste?
Cuando los suyos cometen infracciones o incluso un asesinato, cuando estalla un tiroteo, desencadenado por uno de ellos y después uno de ellos cae alcanzado por la bala de un policía que responde, los magrebíes expulsan de su mente toda la primera parte de la historia. El guión no empieza hasta el momento en que ha intervenido la policía. Así, pues, según ellos, la policía ha tomado, en frío, sin razón, la iniciativa de matar a un árabe. El 27 de diciembre de 2001, dos granujas enmascarados entran, empuñando pistolas, en un banco de Neuilly-sur-Marne, en los alrededores de París. Arrebatan a los empleados una importante suma de dinero amenazándolos de muerte, pero, cuando salen, se tropiezan con policías de una comisaría muy cercana a los que una telefonista del banco ha podido avisar. Abren fuego sobre los policías. Éstos responden: uno de los truhanes, que resulta ser un magrebí, de veintiún años de edad, y multirreincidente, resulta muerto. En seguida, durante aquella noche, y las cuatro o cinco siguientes, en Vitro-sur-Seine, lugar de residencia del gángster muerto, bandas de magrebíes devastan la ciudad e incendian varias decenas de coches.[93] Van equipados con fusiles y granadas y toman por asalto la comisaría. Las granadas proceden de la antigua Yugoslavia, lo que evidencia un comercio de armas de guerra en los «barrios», en las narices de un Estado francés impotente o incapaz. Según los asaltantes, la policía «asesinó» fríamente a su compañero. Según el funcionamiento selectivo de su memoria y su moral, antes no había perpetrado un asalto, una amenaza de muerte, un robo a mano armada, un intento de librarse de los policías disparándoles. Para ellos, todos esos actos criminales quedan comprendidos en una amnesia, si no una amnistía. Convendrá conmigo el lector que resulta difícil llevar más lejos el narcisismo comunitario, la inconsciencia jurídica y el arte de declinar toda responsabilidad de los propios actos.
Como se ve, el comunitarismo a la francesa ha llevado tan lejos sus consecuencias, que llega hasta el extremo de que las autoridades consideren casi normal que existan en el territorio varios millones de ciudadanos o residentes que no se consideran regidos por las leyes del país. No hace falta que subraye hasta qué punto contrasta esa actitud con el uso americano, según el cual toda naturalización va acompañada de un juramento por el que el nuevo ciudadano se compromete a respetar las leyes y las instituciones de la patria que ha elegido y que lo acoge.
Por lo demás, la de «acoger» no es una palabra vana en América. El periodista británico Jonathan Freedland cita este pasaje del discurso de un funcionario de Inmigración y Naturalizaciones en el momento en que entrega sus papeles de ciudadanos americanos a 68 inmigrantes: «Ésta es una magnífica oportunidad para los Estados Unidos —dice—. Personas como ustedes son las que han contribuido y contribuyen a hacer de este país el más próspero de la historia de la Humanidad. Hemos recibido extraordinarias aportaciones culturales y maravillosos beneficios intelectuales de personas como ustedes... América es ustedes».[94]
Y, en efecto, de 1840 a 1924 llegaron a los Estados Unidos 35 millones de inmigrantes, es decir, el equivalente de la totalidad de la población francesa en 1850 o de la población de Italia en 1910. Lejos de desminuir, esa oleada ha aumentado más bien en nuestros días, ya que el censo de 2001 ascendía a 281 millones de ciudadanos y residentes, es decir, respecto del censo de 1991, un aumento de 30 millones, debido en su mayoría a la inmigración, es decir, el doble de lo que se había calculado en las proyecciones. Así, pues, sostener que el melting pot ya no funciona en los Estados Unidos es algo propio de un exorcismo ideológico, destinado a satisfacer en el creyente europeo una necesidad subjetiva. No es fruto de una información seria.
Si puedo permitirme introducir una observación suplementaria, tímidamente y entre paréntesis, es como para pensar que esas decenas de millones de extranjeros que desde hace un siglo y medio se han instalado en los Estados Unidos, procedentes de múltiples puntos del globo y, en particular, los 35 millones, la mayoría europeos, que se trasladaron allí de 1850 a 1924, eran todos unos completos imbéciles. En efecto, ¿qué espejismo los engañaba para que se obstinaran, generación tras generación, en abandonar los países de jauja, paz y libertad en los que habían nacido para ir a perderse en la jungla americana, donde, de creer lo que se imprime aún ahora todos los días en la prensa europea, sólo les esperaban la pobreza, las discriminaciones raciales, desigualdades cada vez mayores entre los ricos y los «desfavorecidos», la inhumana sumisión al beneficio capitalista, la ausencia total de protección social, las violaciones permanentes de los derechos humanos, la dictadura del dinero y el desierto cultural?
¿Cómo es que aquellos europeos que se habían extraviado por inconsciencia en el infierno americano no escribían a sus familias y amigos, que nadaban aún en la felicidad de los paraísos ucraniano, calabrés o griego, para que sobre todo no acudieran a reunirse con ellos? ¿Y cómo es que, cincuenta o cien años después, hay vietnamitas, coreanos, chinos, mexicanos, salvadoreños o incluso rusos tan ciegos para caer, a su vez, en la misma trampa? Sin embargo, los descendientes de las antiguas generaciones de inmigrantes debieron de explicarles sin falta que sus antepasados no habían encontrado en los Estados Unidos otra cosa que pobreza, precariedad y operación, ¿no? Podemos entender que el «sueño americano» engañara a los primeros que llegaron, pero, si ese sueño es una simple mentira, no se puede entender, en cambio, que el amargo descubrimiento de los pioneros no disuadiera más a sus sucesores para que no siguiesen el mismo camino que ellos. La Historia menciona otros sueños cuyo carácter mistificador resultó en seguida evidente y que en poco tiempo provocaron más candidaturas a la marcha que a la integración. Por eso, si el melting pot americano es un fracaso semejante, extraña no ver multitudes enteras huir de los Estados Unidos para establecerse en Albania, en Eslovaquia o en Nicaragua.
En Francia, al contrario, si, según nosotros, los inmigrantes magrebíes y africanos se han integrado, al parecer, mucho mejor que en los Estados Unidos, es porque hemos renunciado a enseñarles el francés; además, porque nuestro Alto Consejo de la Integración se negó a instituir el equivalente del juramento de los naturalizados americanos y así, al revés que en los Estados Unidos, no somos lo bastante antidemocráticos para pedir a los nuevos ciudadanos franceses que se comprometan a respetar las leyes de la República. Hasta qué punto se han considerado estos últimos dispensados de ello es algo, por lo demás, que ha superado las previsiones más pesimistas.
Cierto es que no es aplicable a todos los inmigrantes, por fortuna. En toda nuestra sociedad encontramos ciudadanos franceses de origen magrebí o africano cuya integración moral, política y profesional ha sido totalmente lograda: obreros, empleados, comerciantes, profesores, médicos, abogados, funcionarios, agentes de los servicios públicos. Pero nunca se los oye expresarse como «comunidad» en los momentos críticos, en los que sus posiciones podrían yugular el «odio» de los otros. Están marginados por los violentos, por las bandas armadas de las «ciudadelas» que monopolizan la representación de la «comunidad». ¿Por qué? Los sociólogos políticamente correctos —es decir: conformistas de seudoizquierda— nos aseguran que esa comunidad delincuente, que ha transformado tantas ciudades en «zonas sin ley», constituye una pequeña minoría simplemente. Si es así, ¿cómo es que las fuerzas del orden no consiguen impedirle causar daños? ¿Cómo es que, durante varios años seguidos, en la misma época, en el mismo lugar (Estrasburgo o Nantes, por ejemplo), elementos violentos pueden saquear impunemente barrios enteros, incendiar centenares de coches? Esa observación pone aún más de relieve la carencia del Estado, pero también el relativo aislamiento de los inmigrantes bien integrados.
Carencia o indulgencia, la inacción del Estado equivale a oficializar en cierto modo la ilegalidad, del mismo modo que se oficializó previamente la falta de trabajo y disciplina en la escuela. Así ha podido constituirse, legitimarse incluso, la «comunidad» delincuente, tanto más peligrosa cuanto que, al tiempo que afirma ser víctima de una discriminación, es, a su vez, xenófoba y racista. Lo es contra los franceses en general, por quienes siente «odio», y contra los judíos en particular: entre el 1 de octubre de 2000 y el 1 de julio de 2002 se cometieron en Francia numerosos atentados antisemitas contra sinagogas, escuelas judías, comercios e incluso viviendas de particulares. Así, pues, en cuanto comunidad es como los musulmanes atacan sin duda alguna a otra. No sólo tenemos comunidades, lo que contraría toda nuestra tradición republicana, sino que, además, ¡una de ellas ataca a otra![95] Con ese arte gubernamental, muy francés, de minimizar los crímenes que se renuncia a combatir, el ministro del Interior de entonces declaró que se trataba tan sólo de «la acción de jóvenes desocupados» y el único comentario que hizo el prefecto de policía de Bouches-du-Rhône, después del incendio de una escuela judía en Marsella fue el de que se trataba de «un triste fenómeno de moda».
Esos representantes del difunto Estado de derecho usan menos el lenguaje del poder que el de moralistas melancólicos. No podrían haber expresado con mayor claridad su firme determinación de no actuar. ¿Acaso no cantaba victoria el alcalde de Estrasburgo el 1 de enero de 2002, alegando que durante la noche de San Silvestre «sólo» había habido 44 coches incendiados frente a 52 el año anterior? Se tienen las victorias que se pueden conseguir...
Así, pues, los franceses, en vista de esa «guerra de las calles» que ha llegado a ser permanente, no son los más indicados para burlarse del comunitarismo falsamente denominado «a la americana». En la realidad, el éxito y la originalidad de la integración a la americana se debe precisamente a que descendientes de inmigrantes puedan perpetuar sus culturas ancestrales sin por ello dejar de sentirse plenamente ciudadanos americanos. Cada una de las comunidades culturales puede financiar escuelas privadas, en las que sus hijos, los días en que no hay escuela, pueden ir a iniciarse en el griego o en el iraní. En los Estados Unidos se escuchan por doquier radios privadas en coreano, en español y en una multitud de otras lenguas, sin que esos instrumentos de «diversidad cultural» tengan el menor significado conflictivo por parte de las comunidades de que se trate en sus relaciones con la civilización americana. Al contrario: son su fuente y su suma.
Ese equilibrio armonioso entre tradiciones y ciudadanía es el que no conseguimos encontrar en Francia. En cuanto se habla de enseñar una lengua regional en tal o cual de nuestras provincias, se siente al instante esa iniciativa como reveladora —y con frecuencia lo es— de una voluntad política de eliminar el francés. Las escuelas coránicas y las mezquitas, con frecuencia subvencionadas por Gobiernos extranjeros, son menos lugares de transmisión de la civilización árabe que centros de propaganda prointegrista y antifrancesa. En cambio, en los Estados Unidos la lengua inglesa ha desempeñado desde el principio un papel unificador enteramente aceptado e incluso mayor de lo que lo era en el propio Reino Unido. «A causa de los frecuentes desplazamientos de un extremo al otro del país, se puede observar una uniformidad mayor de la lengua en los Estados Unidos que en Inglaterra», escribía ya en 1816 John Pickering. Tras citar esa observación, Daniel Boorstin, en su Historia de los americanos[96] comenta que el inglés hablado en los Estados Unidos, al contrario que el de las islas Británicas, pasa rápidamente a ser el mismo en todas las regiones, en todas las clases sociales, en todos los grupos socioculturales: italiano, polaco, alemán, judío, mexicano, chino, etcétera. En comparación, en 1794 el abate Grégoire exponía ante la Convención que al menos seis millones (de 27 millones) de franceses no hablaban nada la lengua nacional y que el número de los que la hablaban «con pureza» no superaba los tres millones.
¿Son conscientes los franceses de que lo que llaman con reprobación comunitarismo «a la americana» se da en su propia historia? En todas partes es constante el proceso por el cual inmigrantes de procedencias geográficas muy variadas y de un peso demográfico importante se funden en la civilización de su nuevo país sin por ello dejar de mantener vivas ciertas tradiciones de sus antepasados. Los franceses de religión cristiana ortodoxa, descendientes de inmigrantes procedentes de la Europa oriental, no tienen la impresión de oponerse a los otros franceses cristianos, por que celebren la Navidad el 7 de enero y su Año Nuevo el 13 de enero. ¿Y acaso se sienten los franceses judíos, que celebran el suyo en septiembre, menos ciudadanos y de cultura menos francesa que sus compatriotas? La compatibilidad entre lo general y lo particular, entre la pertenencia plena al cuerpo de los ciudadanos de un país y la perpetuación de prácticas religiosas, costumbres folclóricas, usos vestimentarios o patrimonio culinario caracteriza la edificación y la evolución de casi todas las grandes civilizaciones... y no solo de los Estados Unidos. Las «asociaciones» francesas izquierdistas y políticamente correctas, las autoridades del propio Estado, profesan en esa esfera un razonamiento intrínsecamente contradictorio: por una parte, denuncian el comunitarismo supuestamente «a la americana» y, por otra, reivindican para ciertas poblaciones inmigrantes el «derecho a la diferencia», incluidos el analfabetismo y la poligamia, es decir, la imposibilidad de la integración. Ahora bien, la integración, consciente y voluntaria por parte del integrado, sigue siendo un imperativo, si se quiere evitar el desastre, con el desempleo y la guerra de las calles. Pero la integración lograda puede enriquecerse, a su vez, con la aportación de nuevas culturas, sin que por ello se trate de un comunitarismo de rechazo. La síntesis se hace con una dosificación sutil que los franceses han experimentado con frecuencia en su propia historia.
Durante los siglos xix y xx no cesaron de llegar al territorio de la Francia metropolitana poblaciones italiana, armenia, griega, polaca, húngara, española, portuguesa, judíos de la Europa central u oriental. Esas poblaciones, constituidas por inmigrantes económicos o refugiados politicos que huían de la pobreza o las persecuciones, o ambas cosas, eran a veces de tal amplitud, que trastornaban la composición demográfica de una región o una ciudad. En el año 1926, Albert Londres publicó un reportaje titulado Marsella, puerta del Sur. Durante su investigación in situ, al oír hablar sólo italiano en torno al Puerto Viejo, preguntó al alcalde de entonces, un tal Flaissière: —«¿De qué ciudad es usted, señor alcalde?» «Pero bueno», respondió Flaissière, «está usted un poco confuso mentalmente esta mañana: ¡Ya lo ve usted que soy alcalde de Nápoles!»[97] No por ello dejaron de integrarse los hijos de aquellos italianos, armenios o (en el norte de Francia) polacos y muchos otros, como los de los españoles o portugueses después de la guerra, aun conservando en su caso un apego muy vivo a la cultura de sus padres. El director de cine Henri Verneuil, fallecido en enero de 2002, cuyo verdadero nombre era Achod Malakian, armenio llegado a Marsella a la edad de cuatro años con sus padres escapados del genocidio, fue el autor de algunas de las películas más «francesas» del cine francés. Naturalmente, era tan perfectamente francófono como cualquier otro marsellés, sin por ello haber dejado nunca de hablar corrientemente el armenio. Nunca desaprovechaba una oportunidad de proclamar esa fusión íntima en él del hombre francés y del hombre armenio. Así, pues, la oposición radical entre la integración y la diferencia es errónea o, al menos, se debe matizarla. El acontecimiento nuevo, ocurrido durante el último cuarto del siglo xx, fue que se empezara a considerarlas mutuamente excluyentes. ¿Por qué?
¿Por qué la «diferencia» de la inmigración magrebí, africana o turca, aunque sea en la fase de la segunda generación, casi siempre, a su vez, de nacionalidad francesa, es en su mayoría una diferencia de ruptura, confrontación, rechazo o incluso «odio»?
En La familia, crisol de la integración, «Investigación sobre la Francia inmigrante», libro ya citado, Christian Jelen aporta ciertos elementos fundamentales de la respuesta. Las integraciones anteriores salieron en conjunto bien, incluso entre los inmigrantes más pobres, gracias a dos factores o motores esenciales: la autoridad de la familia sobre los hijos y la creencia sin reservas en la escuela como mecanismo indispensable para integrarse en la cultura de acogida.
Observamos esas características sociales y culturales tanto en los inmigrantes de antes, italianos, armenios o judíos, como en algunos de los inmigrantes posteriores o actuales cuya integración se ha hecho y se sigue haciendo sin choques importantes: portugueses, vietnamitas, chinos. En cambio, encontramos en general muy poco esas bazas formadoras entre los inmigrantes magrebíes y menos aún entre los que proceden del África subsahariana. Entre estos últimos, además, las carencias nefastas resultan agravadas aún más por la poligamia. Se trata de un uso que nuestros dirigentes políticos se vedan mencionar, por hipocresía bien pensante, al tiempo que lo autorizan discretamente, con desprecio de las leyes de la República. Por lo demás, esa «palabra está proscrita en todos los reportajes y todos los comentarios», añade Christian Jelen, quien dedica a ese fenómeno y a sus consecuencias todo un capítulo de su libro.[98]
La irresponsabilidad de la familia, que se desinteresa del empleo del tiempo de sus hijos, los deja libres para que vaguen por las calles sin control, es una causa preponderante de la degradación de los «barrios», de la generalización de la violencia y del paso de los jóvenes, e incluso los niños, a la delincuencia y la criminalidad.
Sin embargo, siempre que los representantes municipales han intentado reaccionar contra esa irresponsabilidad, ya fuera proponiendo la reducción de las prestaciones familiares de los padres culpables de negligencia o instaurando un toque de queda para obligar a los hijos menores de doce o trece años (o incluso mucho menores: ¿quién va a comprobarlo? ¡Carecen de papeles!) a volver a sus casas antes de medianoche, se han visto, evidentemente, insultados, tachados de fascistas y racistas por los partidos, los ministros y la prensa de izquierda.[99] La izquierda se ha ensañado, así, en la destrucción de una de las condiciones decisivas para la integración.
La otra condición, la eficacia escolar, ha resultado minada también por las teorías pedagógicas, o más bien antipedagógicas, resultantes del «pensamiento del 68» y que se instauraron durante el último cuarto del siglo xx. Su efecto desmovilizador en general para todas las clases de alumnos resultó, naturalmente, agravado por las dificultades particulares que debían superar los hijos de emigrantes, incluso los nacidos en Francia. Para la mayoría de ellos, fue el golpe de gracia, al que fue a sumarse el de la incomprensión de los padres magrebíes y africanos en lo tocante a la importancia de la escuela. Abundan los ejemplos de la indiferencia de esos padres respecto de la asiduidad de su progenitura. ¡Cuántas cartas de maestros y profesores en las que comunican ausencias o proponen una entrevista quedan sin respuesta! En cambio, a los profesores les parten la cara o incluso los apuñalan, si ponen malas notas a los alumnos o les imponen la disciplina. En 1950, los padres inmigrantes estaban siempre de parte del maestro que quería hacer trabajar a sus hijos y lograr que superaran los exámenes. A partir de 1975-1980, están contra él.
Así, pues, no se ve cómo habría podido lograrse la integración de esa inmigración reciente, cuando resulta que los propios dirigentes del país de acogida la rechazaban, al dejar de alentar a las poblaciones inmigrantes a fortalecer las condiciones necesarias para ello.
Así, la nueva ideología francesa ha creado desde 1970 un comunitarismo que llama «a la americana», hasta entonces desconocido en Francia, para disculparse mejor de haberlo provocado y para fingir olvidar que hoy se trata, por desgracia, enteramente de un comunitarismo «a la francesa». Se trata de un nuevo ejemplo de esa permuta de la responsabilidad que es una de las funciones del antiamericanismo y que consiste en proyectar en los Estados Unidos las taras de la sociedad propia.
Añado que la sociedad americana es descrita por los europeos —contradicción suplementaria, que se remonta, por lo demás, al siglo xix— ora como una yuxtaposición de individuos aislados, sin arraigo en una historia y una cultura comunes a todos ora como una muchedumbre gregaria, uniformizada por el conformismo, en la que el individuo no puede ni reaccionar ni pensar por sí mismo.
Notas
[86] La palabra carece del menor sentido en este contexto, pues imperium (véase el diccionario latin-francés de Félix Gaffiot, Hachette) significa «delegación del poder del Estado, que entraña el mando militar y la jurisdicción», delegación que, evidentemente, ningún periodista, americano o no, puede recibir. Pero imperium tiene la ventaja de sugerir imperialismo.
[87] Los franceses son -ya se sabe- de un desinterés notorio.
[88] Washington, Regnery Publishing Inc., 2001.
[89] Nueva York, The Free Press, 2000.
[90] Véase a ese respecto el libro de Pierre-Patrick Kaltenbach, la France, une chance pour l'Islam [Francia. Una oportunidad para el Islam], Le Félin, 1991. Y, del mismo autor, Tartuffe aux affaires [Tartufo en los negocios], Editions de Paris, 2001, págs. 112-115. El Consejo de Estado se ha mostrado a veces indulgente incluso para con la poligamia. Véase Christian Jelen, La Famille, creuset de l'intégration [La familia, crisol de la integración], R. Laffont, 1993.
[91] 1995.
[92] Véase, por ejemplo, en Fin du siècle des ombres, Fayard, 1999, pág. 349, el comentario que publiqué a ese respecto en Le Point del 3 de junio de 1991 y titulado «Violence, drame en trois actes» [Violencia, drama en tres actos].
[93] No olvidemos que, según el Código Penal, el incendio voluntario no es un delito menor, una muestra de «incivismo», sino un crimen, cuyo autor puede ser procesado por la audiencia de lo criminal.
[94] Jonathan Freedland, Bring Home the Revolution, Londres, Fourth Estate limited, 1998.
[95] Véase L'Express, nº 2.631, de 6 de diciembre de 2001. En un editorial, Denis Jeambar, director de la revista, escribe: «Está demostrado: esos actos antisemitas son cometidos esencialmente por musulmanes».
[96] The Americans, Random House, Nueva York, 1973. Traducción francesa: Editions Robert Laffont, col. «Bouquins», París, 1991.
[97] Citado por Christian Jelen, La Famille, creuset de l'intégration [La familia, crisol de la integración J, Robert Laflont, 1993.
[98] Capítulo 3, «La poligamia en Francia».
[99] Véase el artículo dedicado a una de esas polémicas, «Sécurité. Les enfants après!» [Seguridad, ¡los niños después!] en Le Point, 26 de julio de 1997, reproducido en Fin du siècle des ombres, op. cit., pág. 587.
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