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La añadidura del Creador
Este es el último número de hispanidad.com del siglo XX y del segundo milenio. Lo cual no significa otra cosa que la oportunidad de hacer balance, aprovechando una gradación arbitraria del tiempo que los seres humanos llamamos calendario, y que necesitamos porque somos esclavos de la magia de los números, magia a veces maléfica y, a veces, inane.
Vamos con el balance. Si Dios es Dios, ¿por qué no se muestra? Es más, ¿por qué no lo demuestra? Esta es la pregunta que late al fondo de toda la historia del siglo XX, del corazón mismo de la modernidad. Y de ello depende todo lo demás, entre otras cosas el vértigo metafísico del hombre actual, el que ha vivido el siglo más sangriento de la historia, o la abulia de la desesperanza aturdida. Esa pregunta está en la raíz de la política, el pensamiento, la ciencia, el arte y la economía del mundo actual. Si no la consideramos es más bien difícil entender nada.
EL hombre actual no está dispuesto a reconocer a Dios en la naturaleza, empezando por él mismo, ni tan siquiera en la necesidad de un ser existente: exige que Dios entre por los ojos. Pero el problema no es que el Creador se rebaje ante la criatura para saciar su soberbia, el problema es que no serviría para nada, más que nada porque la soberbia nunca sirve para nada.
Uno de los personajes que mejor han entendido el mundo moderno es Vittorio Messori, ese periodista italiano sin complejos. En su último libro (Algunas razones para creer. Editorial Planeta-Testimonio) afirma lo siguiente:
Pensemos por un instante: ¿qué puede impedir a Dios —que es, por definición todopoderoso—, organizar un bello espectáculo de luz y de sonido? Por lo demás, a nosotros nos parecería más cómodo (porque buscar requiere esfuerzo) que lógico. Podríamos sugerirle este programa: una noche, la oscuridad queda iluminada por una gran luz (mientras, y al mismo tiempo, en el otro hemisferio terrestre sucede lo contrario: que la noche es sustituida por el día). En el cielo, y precedido de sonidos de trompetas y coros de ángeles, aparece el arcángel Gabriel (el de la anunciación a María y, por lo general, el encargado de las 'comunicaciones' divinas) que emplaza a la humanidad para el día- o la noche- siguiente.
A la hora señalada, mientras las muchedumbres están al aire libre y miran a los alto, aparece Cristo en el resplandor de su gloria con una voz que todos entienden, y con palabras que cada uno entiende en su lengua, para confirmar que es el Hijo de Dios, el Redentor y el Juez de la Humanidad. Además,- y esto es un añadido para nosotros los católicos-, confirma y recuerda que el sucesor de su apóstol Pedro, el obispo de Roma, es decir el papa, es su "vicario en la tierra". Y que debemos obedecerle.
Terminado el mensaje, y a modo de culminación, queda en el cielo como recuerdo imborrable una inmensa cruz luminosa...
La pregunta es: ¿Serviría de algo? No. El hombre es esclavo de la rutina y la soberbia es esclava de la curiosidad fugaz. Si un ovni con marcianos apareciera en la madrileña Puerta del Sol, o junto a la torre Eiffel, o aterrizara en la Quinta Avenida los medios informativos le dedicarían sus portadas durante al menos siete días. Luego comenzaríamos a investigar si no se trata de un fraude. No concluiríamos nada, claro está, pero la duda seguiría flotando en el aire, e incluso sospecharíamos del mago Coperfield. El punto final del proceso sería que los marcianos dejarían de ser objeto de curiosidad para convertirse en entes molestos, provocadores de grandes atascos de tráfico y otras molestias que destrozarían nuestra rutina. La cuestión sobre la existencia de la vida extraterrestre y, lo que es más importante, lo que supondría la existencia de otras razas o civilizaciones, pasaría al olvido: simplemente, la rutina habría hecho que no significaran nada para el hombre ni que la actuación del hombre cambiara lo más mínimo.
Pues con Dios lo mismo.
Pedimos a Dios que se nos muestre, pero, si lo hiciera, tampoco supondría nada. El reto del siglo XXI no consistirá en la demostración empírica de Dios, sino en el descubrimiento de la poquedad del conocimiento humano. A fin de cuentas, ¿quién ha dicho que el conocimiento transforma al hombre? Todo depende de que cómo se metabolice ese conocimiento. A fin de cuentas, para obtener respuestas sobre el origen y el destino del hombre, lo que hay que hacer es plantear correctamente las preguntas. Lo demás, se da por añadidura. Dios lo da por añadidura.
Del director
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