» bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias
Conclusión
La consecuencia de la obsesión antiamericana es la agravación o incluso la creación del mal o el inconveniente con el que quisiera acabar y contra el que pretende luchar, a saber, el «unilateralismo» atribuido a los Estados Unidos. En efecto, a fuerza de criticar a los americanos, hagan lo que hagan y en toda ocasión, incluso cuando tienen razón, nosotros, los europeos (no somos los únicos, si bien dirigimos el baile), los incitamos a pasar por alto nuestras objeciones, incluso cuando tienen fundamento. El reflejo de los americanos, provocado por la avalancha ininterrumpida de anatemas que reciben en la cara, los incita cada vez más a pensar: «Como, de todos modos, los demás nos quitan siempre la razón, ¿para qué vamos a consultarlos? Sabemos de antemano que van a ponernos en la picota».
Ejemplo: el aumento de las subvenciones a los agricultores americanos decidida en la primavera de 2002. Merece indudablemente una severa condena. Sin embargo, expresada por los europeos, dicha condena resulta un poco sospechosa, habida cuenta de dos datos notorios. El primero es el de que la Unión Europea con su Política Agraria Común (PAC) distribuye en cinco años a sus agricultores el doble de las subvenciones que los Estados Unidos distribuyen a los suyos en diez años. En el presupuesto de la Unión Europea, el apoyo a los agricultores es la primera partida de gasto. Así, pues, los europeos y sobre todo Francia no son los más indicados para reprochar a otros países que ayuden a su agricultura, por reprensible que sea ese obstáculo al libre cambio. El segundo dato es el de que, desde que aumentó la apertura de los mercados internacionales con la mundialización, se ha visto y oído, en diversos continentes, a manifestantes, a intelectuales, a sindicalistas, a varios gobiernos, denunciar la liberalización de los intercambios por considerarla nefasta, en particular para los más pobres: factor de desempleo, esclavización de los trabajadores al beneficio capitalista y, a fin de cuentas, un medio para que los Estados Unidos subordinen la economía mundial a la suya. Así, pues, si los europeos no ven en el liberalismo otra cosa que la máscara tras la cual avanza el unilateralismo americano, al menos no deberían ser contrarios a una dosis correctora de proteccionismo. ¿Por qué, pese a ello, censuran ese mismo proteccionismo con tanta virulencia como el liberalismo, cuando uno y otro son americanos? De semejante incoherencia un americano sólo puede sacar una conclusión: lo que los europeos denuncian no es el liberalismo ni el proteccionismo, sino a América, conclusión tanto más legítima, a su juicio, cuanto que, incluso después de su aumento, las subvenciones agrícolas en América siguen siendo inferiores a las de Europa, donde los franceses figuran entre los primeros beneficiados. Así se entiende mejor la afirmación del Comisario europeo Franz Fishier: al tiempo que anunciaba su intención, muy oportuna y justificada, de acusar a los Estados Unidos ante la Organización Mundial del Comercio, añadía: «Pero que no se hagan ilusiones los franceses. En ningún caso aprovecharemos para mantener una PAC demasiado dispendiosa».[164] En efecto, los franceses se oponen a cualquier reforma de la PAC. La lección que debemos sacar es la de que, si en los Estados Unidos hay una tendencia al unilateralismo, ha de salir por fuerza reforzada de semejante embrollo. Ven a nuestros gobiernos dirigirles sin descanso reproches que nunca se dirigen a sí mismos y, encima, reproches que se contradicen miserablemente entre sí. Con interlocutores tan liantes, ¡cómo no iban a sentir la tentación de actuar solos!
Si bien la obsesión antiamericana engendra la incoherencia misma cuando los Estados Unidos tienen un mal planteamiento, se supera en la confusión intelectual cuando tienen uno que resulta defendible. Durante todo el año 2001, George W. Bush fue objeto de ataques procedentes de China, de Rusia, de la Unión Europea, porque había vuelto a poner en el orden del día el proyecto de escudo anticohetes. En realidad, la polémica había precedido a Bush y se remontaba al año 1999. El Congreso, mediante una votación bipartidista, había encomendado entonces al Presidente Clinton que reanudara los experimentos de cohetes interceptores de cohetes. Las reacciones habían sido intensas, en primer lugar en los Estados Unidos, donde el programa de «guerra de las galaxias» siempre había contado con adversarios resueltos, empezando por The New York Times; después, en Francia en particular, donde el ministro de Asuntos Exteriores socialista, Hubert Védrine, escribió en seguida a Madeleine Albright, Secretaria de Estado, para expresarle las inquietudes de su Gobierno respecto del «efecto desestabilizador» de un sistema de defensa balístico. El Presidente de la República, Jacques Chirac, pese a oponerse al Gobierno Jospin, adoptó la misma posición y afirmó, en «plena convergencia» con los presidentes ruso y chino, que el proyecto americano podía «reactivar la carrera de armamentos».
Aquella carga a galope tendido contra el escudo anticohetes reactivaba críticas ya antiguas, oídas en la época de la presidencia de Reagan, en el momento de su primera aplicación, con el nombre de Iniciativa de Defensa Estratégica. Dichas críticas, entonces como quince años después, se reducen a dos argumentos principales:
—El escudo anticohetes es irrealizable. Es una impostura, inventada por la propaganda del Pentágono. Nunca funcionará. Es un «camelo», me dijo, literalmente, un ministro del Gobierno de Jospin; es un «farol», me precisó otro ministro muy importante del mismo Gobierno.
—El escudo constituye una amenaza para la paridad nuclear entre las grandes potencias, tal como la formuló en 1972 el Trata do ABM (antibalístico). Va a hacer que se desplome todo el edificio del equilibrio de fuerzas que garantiza la seguridad internacional.
Sin necesidad de hacer un esfuerzo cerebral sobrehumano, nos damos cuenta de que la yuxtaposición de esos dos enunciados incompatibles es un absurdo lógico. O bien la estrategia de defensa anticohetes es una mistificación ridícula y condenada a una ineficacia eterna, cosa que los servicios de información de los diversos países afectados y los expertos competentes no pueden dejar de confirmar, o bien, al contrario, permite efectivamente a los Estados Unidos neutralizar el armamento nuclear de las otras grandes potencias y con ello incita a éstas a reanudar la «carrera de armamentos» con la intención de colocarse al nivel del posible enemigo.
La falta de seriedad de los dirigentes y los medios de comunicación que profieren simultáneamente esas dos afirmaciones incompatibles bastan para desacreditarlos en el debate geopolítico. Va acompañada de una negativa deliberada a tener en cuenta los fundamentales cambios habidos al final del siglo xx en el juego estratégico internacional. La doctrina de la «destrucción mutua asegurada» en la que se basaba el Tratado ABM estaba, con toda evidencia, vinculada a la guerra fría. En el siglo xxi resulta enteramente caduca. El riesgo de un ataque por cohetes intercontinentales de Rusia contra América o a la inversa ha desaparecido, sencillamente, y los tratados destinados a detenerlo también están caducos. En cambio, han surgido nuevas amenazas. Proceden de dictaduras que han adquirido y siguen acumulando arsenales químicos, biológicos e incluso nucleares. Dichas dictaduras no respetan tratado alguno ni aceptan control alguno. Por último, el terrorismo internacional, con su amplitud y su organización, representa también una amenaza inédita que requiere respuestas inéditas. La ceguera voluntaria de los europeos ante esas modificaciones radicales hace que a América le resulte estéril cualquier intento de diálogo con ellos sobre esos asuntos y la incita, naturalmente, a adoptar un mayor unilateralismo. ¿Cómo se puede debatir sobre un problema con personas que niegan su existencia?
¿Qué puede pensar el Presidente de los Estados Unidos, cuando, en visita oficial a Berlín y después a París, al final del mes de mayo de 2002, ve en las dos capitales a miles de manifestantes con pancartas en las que han escrito: «No a la guerra»? ¿Cómo tienen tantos millares de europeos el descaro de proclamar así, claramente, que, según ellos, los únicos responsables de la guerra de Afganistán fueron los Estados Unidos sin que hubieran sido, a su vez, víctimas de ninguna agresión previa? ¿Y cómo pueden esos europeos, no sólo contra los Estados Unidos, sino también contra su propio interés, contra el de la democracia en el mundo y contra la liberación de los pueblos oprimidos, gritar que, haga lo que haga Sadam Husein, nunca habría que intentar derrocarlo? La verdad es que la «izquierda» europea no ha entendido nada de la historia del siglo xx. Sigue siendo fanática con los moderados y moderada con los fanáticos.
Ésa es la línea de conducta que siguieron, a su vez, los manifestantes franceses que el 26 de mayo de 2002 abuchearon la presencia de George W. Bush en París, con lo que vilipendiaban a América, «su lógica de guerra y de dominación». En cuanto a la lógica de sectarismo y falta de honradez de dichos manifestantes, se veía en el cinismo con el que escamoteaban, también ellos, la realidad del hiperterrorismo islámico a fin de poder atribuir la intervención de los Estados Unidos en Afganistán exclusivamente a la sed de «dominio».
Esa inversión de las responsabilidades tuvo abogados elocuentes ya el día siguiente al de los atentados de Al Qaeda contra Nueva York y Washington. Tres días después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Celso Furtado, célebre economista brasileño, publicó en uno de los más importantes periódicos de su país un artículo en el que proponía su explicación del hipotético desastre. Según él, la destrucción de las torres del World Trade Centre, se debió a una conspiración de la extrema derecha americana. Se proponía aprovechar esa provocación urdida por ella, ¡para «tomar el poder!» Nótese que en la historia de los Estados Unidos no se ha registrado nunca proceso golpista alguno, mientras que en la del Brasil... Corramos un tupido velo. Y proyectemos en América nuestras propias faltas para absolvernos de ellas. Conque el gran intelectual brasileño comparaba las operaciones suicidas contra las torres gemelas y el Pentágono con el incendio del Reichstag en 1933, perpetrado por los nazis y atribuido por éstos a la izquierda con la intención de proporcionar un pretexto para la instauración del régimen totalitario. El 11 de noviembre de 2001, el teólogo Leonard Boff declaró al diario O Globo lamentar que sólo un avión se hubiera estrellado contra el Pentágono: le habría gustado ver veinticinco. Caridad cristiana... Pues se formulan esas explicaciones aberrantes, esas incitaciones al asesinato, en un país que nada tiene que ver con el Islam y en el que ningún mulá predica la guerra santa a multitudes fanatizadas por una visión histérica del Corán.
En esas condiciones, se comprende que los Estados Unidos se hayan retirado del Tratado constitutivo del Tribunal Penal Internacional, firmado en Roma en 1998 y en vigor desde el 1 de julio de 2002. Muchos amigos de los Estados Unidos deploraron esa actitud. Pero, dadas las mentiras groseras, las fábulas ridículas, las acusaciones imaginarias que desfiguran todos los días la política americana, se puede prever que miles de fiscales en todo el planeta se alzarían en seguida para exigir la comparecencia ante el Tribunal Penal de todos los dirigentes americanos y de los miembros del Congreso, por crímenes contra la Humanidad. El funcionamiento equitativo de una instancia tan delicada como un tribunal internacional supone, en todas las naciones signatarias de semejante tratado, un mínimo de buena fe de unas para con las otras. América tiene fundamento para pensar que la buena fe no es lo que predomina para con ella en el mundo actual.
Dicha «buena fe» se manifiesta en los comentarios tanto a propósito de ciertos detalles de la política interior americana como de evoluciones capitales en la diplomacia y la estrategia.
Pequeño ejemplo del primer caso: el 8 de mayo de 2001, el Departamento de Educación americano anunció que en adelante autorizaría (sin obligarles) a las escuelas públicas a no aplicar la escolaridad mixta, obligatoria desde 1972, cuando el Congreso prohibió que hubiera escuelas sólo para niñas y otras sólo para niños. La razón aducida para dicha autorización es la observación en la enseñanza privada, en la que la escolaridad mixta no había pasado a ser obligatoria, de que las escuelas separadas obtenían mejores resultados tanto de las niñas como de los niños. Así, pues, los padres retiraban cada vez más a sus hijos de las escuelas públicas, todas mixtas, para enviarlas al sector privado, en el que sólo una parte practicaba la escolaridad mixta. Para detener ese desequilibrio era para lo que el Departamento de Educación permitía a la enseñanza pública introducir en esa esfera cierta flexibilidad, sin obligación ni sanción. La prensa europea substituyó, por su parte, esas motivaciones puramente pedagógicas por una motivación reaccionaria e ideológica procedente de George W. Bush. Con ese reglamento, facultativo, por lo demás, el Presidente había deseado, supuestamente, dar satisfacción a las asociaciones de la derecha cristiana, que quieren velar por la castidad de sus hijos. La aprobación concedida a la nueva directriz por una de las feministas militantes más intransigentes de los Estados Unidos, nada menos que la senadora demócrata por Nueva York, la señora Hillary Rodham Clinton, revela hasta qué punto esa teoría resulta cómica.
En el capítulo de la diplomacia y la estrategia, el proceso al «unilateralismo» debería haberse suspendido, con toda lógica, al menos provisionalmente, cuando George W. Bush emprendió en mayo de 2002 la gira por las capitales europeas para consultar a sus aliados. Y también se debería haber atenuado la acusación de que se negaba a aceptar reducción alguna de los armamentos cuando el 24 de mayo los Estados Unidos hubieron firmado en Moscú un acuerdo con Rusia, en virtud del cual cada una de las partes se comprometía a reducir su arsenal nuclear en una cifra comprendida entre 1.700 y 2.200 ojivas hasta 2010, en comparación con las 6.000 y 7.300 desplegadas por una y otra parte en 2002. También en aquel caso los comentaristas europeos, oficiales o periodísticos, pusieron mala cara, por considerar que esas dos iniciativas de los americanos no demostraban ni su voluntad de concertación ni su renuncia a la «carrera de armamentos». Según ellos, Bush, seguía obsesionado con su «cruzada» antiterrorista, inspirada por miedos caprichosos, seguramente, como acababan de comprobarlo a sus expensas los europeos, ya que en Djerba, en Túnez, y en Karachi, en Pakistán, los terroristas acababan de matar a algunas decenas de alemanes y franceses. Quitar la razón a los Estados Unidos, hagan lo que hagan y nos ocurra lo que nos ocurra, hace que nuestras minorías selectas no tengan en cuenta nuestros propios cadáveres. Si Bush insiste en el peligro terrorista, es, según nosotros, la prueba de que dicho peligro no existe y de que nuestros conciudadanos no han sido asesinados... o muy poco.
No cabe duda —y lo he repetido numerosas veces en las páginas precedentes— de que la necesidad de contener los desbordamientos reales o posibles de la superpotencia americana requiere, por parte del resto del mundo, una vigilancia crítica y la exigencia de participar en la elaboración de decisiones que atañen a todos los países, pero, si las críticas y las reivindicaciones que se les dirigen no son pertinentes y racionales, no existe la menor posibilidad de que los Estados Unidos tengan en cuenta dichas vigilancia y exigencia.[165]
Las exageraciones, con frecuencia delirantes, del odio antiamericano, las imputaciones de los medios de comunicación, unidas ora a incompetencia ora a mitomanía, la mala voluntad pertinaz que da la vuelta a todo acontecimiento a fin de interpretarlo sin excepción de forma desfavorable para los Estados Unidos han de convencer por fuerza a éstos de la inutilidad de cualquier consulta. El resultado es el opuesto del que supuestamente se buscaba. Las mentiras de la parcialidad antiamericana son las que fabrican el unilateralismo americano. La ceguera tendenciosa y la hostilidad sistemática de la mayoría de los gobiernos que se relacionan con América no hacen otra cosa que debilitarlos a ellos mismos al alejarlos cada vez más de la comprensión de las realidades. Esos mismos gobiernos, enemigos y aliados confundidos, son los que, al substituir la acción por la animosidad y el análisis por la pasión, se condenan a la impotencia y, por efecto de contrapeso, alimentan la superpotencia americana.
Notas
[164] Le Figaro Economic, 14 de mayo de 2002.
[165] Tomemos el discurso pronunciado por George W. Bush el 24 de junio de 2002 a propósito del Oriente Próximo. Se censuró al Presidente por querer apartar a Arafat e «imponer» a los palestinos otros dirigentes. Ahora bien, él hablaba no de imponer a nadie, sino de celebrar elecciones, con el deseo de que «el pueblo palestino elija a nuevos dirigentes que no estén comprometidos con el terrorismo». ¿Qué tiene de escandaloso semejante deseo? Sobre todo cuando en el mismo discurso Bush declaraba que, una vez instaurado un auténtico Estado palestino, los israelíes debían volver a su fronteras de 1967 y aceptar la existencia de una parte palestina de Jerusalén, lo que equivalía a oponerse totalmente a los designios de Sharon.
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