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Cultura política

Mayo de 1968 es la única revolución que realmente ha triunfado en el occidente democrático

El resultado de las elecciones presidenciales francesas ha tenido un eco fuerte y peculiar en España. Pero me temo que, una vez más, nos hemos quedado en lo superficial y anecdótico. Entre las diversas lecciones que esta vez nos han dado nuestros vecinos se encuentra, sin duda, el ejemplo de un nivel de cultura política muy superior a la mínima altura del depauperado discurso que padecemos por estos pagos. Tanto las dos etapas de la campaña electoral como las confrontaciones precedentes y las reflexiones posteriores se han movido allí a una altura conceptual inaccesible, hoy por hoy, a los políticos y comentaristas españoles. Entre nosotros, desde luego, nadie se atreve a plantear siquiera cuáles son las causas de la crisis ideológica del socialismo en Europa, o qué programa conservador podría convencer a los votantes de que se hace necesaria una ruptura con el estatismo galopante en el que está desembocando, paradójicamente, la crisis del Estado de Bienestar.

Los socialistas españoles están jugando al escondite consigo mismos. No se percatan de que sus planteamientos, tan inconsistentes, son pan para hoy y hambre para mañana. Cuando el mañana más inmediato quizá tiene ya fecha este mismo mes de mayo. Si, a pesar de la hinchazón autonómica y el nacionalismo emergente, Madrid es cada vez más una parte decisiva de España, lo que anuncian las encuestas para el Ayuntamiento y la Comunidad se aproxima bastante a una debacle electoral. Tanto más cuanto que el candidato socialista a la alcaldía madrileña está jugando con el fuego de la mentira y la irresponsabilidad, lo cual no deja de salpicar al propio presidente del Gobierno, que en cualquier país con una cultura política menos elemental que la nuestra ya estaría a su vez calcinado por la acumulación de pasos en falso.

Parafraseando el viejo apotegma democrático, cabría decir que se puede tomar el pelo a unos cuantos durante algún tiempo, pero no es posible tratar como tontos a todos durante todo el tiempo. La negación de la evidencia figura entre los síntomas culminantes de la ebriedad. Aunque en este caso se trate de un abuso de poder y no de alcohol, la evidencia negada también es pública y notoria. Como botón de muestra, baste con recapacitar sobre el tratamiento que se ha dado a la impugnación de las listas electorales colonizadas por ETA y Batasuna en Navarra o en el País Vasco. Porque hace falta mucho cinismo para sostener que el Tribunal Supremo ha dado la razón al Gobierno, cuando la literalidad de su resolución proclama todo lo contrario; o, en un asunto cercano a éste, mantener que la aparición de documentos del diálogo en curso con los terroristas responde a un hecho aceptado públicamente desde el partido socialista... Y lo que nos queda por saber, y las explicaciones que aún tendrá que dar Pepiño Blanco.

Éstos son, lamentablemente, nuestros temas. ¡Qué lejos estamos de la transpirenaica racionalidad cartesiana! Porque lo cierto es que también el centro derecha debería tomar nota de los planteamientos de Sarkozy. Y la diferencia no es, por cierto, una presunta crispación inducida por los conservadores españoles, frente a la supuesta serenidad que reinaría entre la población gala. Sabemos que en la noche postelectoral francesa se quemaron cientos de coches: clara señal de que los votantes de Sarkozy pusieron muy nerviosos a los progresistas. Lo peor es que, del interesante mensaje de la derecha francesa, parece que sólo ha quedado lo más anecdótico y dudoso, a saber, el anuncio del final del 68. Cuando lo cierto es que, para mal y para bien, mayo de 1968 es la única revolución que realmente ha triunfado en el occidente democrático. La revolución cultural y la revolución sexual que trajo consigo aquel cambio de mentalidad —mucho más que una rebelión estudiantil— se han instalado en las sociedades del capitalismo tardío. Y hace falta mucho más que una proclamación ocasional para dar por superadas las mutaciones que en estos últimos cuarenta años han acontecido.

¿Por qué tanta resistencia a pensar a fondo los temas sociales, éticos y educativos en una y otra banda del espectro político? Da a veces la impresión de que es incorrecto, por arrogante, salirse de la vulgaridad cotidiana. Pero lo cierto es que los problemas estructurales son en España más graves que en Francia, por la fundamental razón de que ni siquiera se han abordado. En el plano de las cuestiones decisivas para la convivencia, estamos viviendo de las rentas de lo que se caviló y se discutió durante los años de la Transición. Poco hemos ahondado desde entonces. Los enigmas, lejos de desvelarse, se han enredado. Y las discusiones en curso no suelen arrojar un adarme de luz sobre nuestro futuro común.

Me atrevo a pronosticar que, como en Francia, los ciudadanos españoles sabrán pronto discernir la claridad de la confusión. Y se comportarán en consecuencia.

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