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Cientificismo positivista y ciencia positiva hoy

Introducción

Desde el siglo XVII las ciencias experimentales de la Naturaleza han ido gozando progresivamente de una reputación y una aceptación popular que no ha dejado de crecer hasta nuestros días.

¿De dónde le viene la fuerza a ese triunfo popular que ha logrado la ciencia experimental? Su enorme éxito procede, sin duda, de los logros conseguidos a la hora de dominar y transformar la Naturaleza, a través de su aplicación práctica, labor de la que se encarga la técnica, acomodándola al hombre.

Este gran éxito, ya perceptible en el siglo XVII, dio lugar bien pronto al surgimiento del mito del progreso indefinido de la ciencia, incondicionalmente propugnado por el racionalismo ilustrado del siglo XVIII. El siglo XIX vio como algunos intelectuales alzaban la ciencia hasta el endiosamiento, al proponerla como la única modalidad válida de conocimiento objetivo. La omnipotencia cognoscitiva de la ciencia lleva a la negación de otras modalidades del conocimiento humano, concretamente la filosofía y la teología.

Dos guerras mundiales en el siglo XX y la introducción de la humanidad en la era nuclear, representando por primera vez la posibilidad de que el ser humano acabe con su propia existencia como especie de una forma fulminante, han hecho comprender la necesidad de un uso ético de la ciencia. Dicho de otro modo: no todo lo que es susceptible de ser realizado técnicamente es moralmente bueno para el ser humano. Por otra parte, un desarrollo tecnológico inmoderado comporta unos índices de contaminación y degradación medioambiental que resulta difícil de imaginar que pueda ser sostenible de un modo indefinido. De ahí que uno de los logros de finales del siglo XX haya sido el auge de una sensibilidad ecológica que defienda un crecimiento sostenido del progreso tecnológico y del bienestar de las sociedades humanas.

Sir John Eccles, Premio Nobel en Medicina, decía en un libro suyo publicado a mediados de la década de los ochenta, del pasado siglo, que las grandes corrientes ideológicas actuales podían resumirse en cinco grupos: a) el cientificismo, b) el relativismo moral, c) el materialismo, d) el evolucionismo reduccionista, y e) el ambientalismo. La suma de estas cinco clases de ideologías constituye lo que Eccles denomina: filosofía folk, una forma de pensamiento que se caracteriza por ser: divulgativa, popular y acrítica.

Nuestra exposición se centrará en el análisis de la ideología citada en primer lugar.

El cientificismo. Definición

El cientificismo es aquel horizonte intelectual que pretende hacer pasar por conclusiones de la ciencia experimental elementos propios de una filosofía materialista. El cientificismo es, pues, una manipulación ideológica de la ciencia por parte del materialismo, que es siempre una doctrina filosófica y no una conclusión extraible de los métodos de investigación científica.

Hablando de esta manipulación científica, Mariano Artigas ha declarado que: «Si un científico utiliza su ciencia arbitrariamente en función de sus preferencias ideológicas, además de faltar a la honradez, es responsable de engañar a su público en temas que tienen una notable importancia vital» [1].

Se impone distinguir entre cientificismo y ciencia positiva experimental. Ésta se dedica al estudio de la realidad empírica mediante una metodología consistente en proponer hipótesis interpretativas y explicativas, cuya verdad o validez deben ser confirmadas o refutadas mediante la experimentación. Las hipótesis comprobadas experimentalmente se consideran verdaderas mientras no surjan anomalías o datos empíricos que no puedan explicarse satisfactoriamente; o que, para mantener su validez, precisen de numerosas y complejas hipótesis ad hoc, cuya función consistiría en preservar o salvar a las hipótesis iniciales que se han visto comprometidas por la observación de nuevos fenómenos no explicables por el paradigma.

El cientificismo, por su parte, lo que suele hacer es intentar pasar por verdades científicas (es decir, comprobadas empíricamente o deducibles de conclusiones experimentales establecidas empíricamente) afirmaciones filosóficas asumidas de forma acrítica y enteramente a priorista. El dogmatismo del que hace gala el cientificismo, y con el que procede sistemáticamente, supone todo lo contrario de lo que, en teoría, representa la racionalidad científica: prudencia en la emisión de juicios; humildad epistemológica, o lo que es lo mismo: reconocimiento de los límites del saber científico; espíritu crítico, que impele a no aceptar como tesis firmemente establecidas lo que no pasa de ser hipótesis o conjeturas, por muy sugerentes que puedan ser; y mentalidad analítica y antidogmática que lleva a una abertura y a un diálogo fecundo con otras disciplinas del saber humano.

El cientificismo viene a ser la pseudociencia de quienes piensan que la ciencia lo es todo o que, al menos, es el medio principal de que disponemos para saber todo. El cientificismo vendría a ser la creencia dogmática de que el modo de conocer llamado ciencia es el único que merece el título de conocimiento. Juan Luis Arsuaga (Codirector de los yacimientos pleistocénicos de Atapuerca, Burgos; y célebre divulgador científico) lo ha expresado con estas palabras: «quien quiera verdades absolutas, dogmas incuestionables e inamovibles, debe mirar hacia otro lado, que no es la ciencia. Ésta sólo elabora hipótesis, vacilantes aproximaciones a la verdad, que siempre pueden ser modificadas total o parcialmente por la fuerza de los hechos: pero es lo mejor que el espíritu humano es capaz de crear» [2]. A este respecto cabe recordar las palabras, más acertadas, de Francisco Ayala, recogidas en su primer libro de divulgación científica, por otro de los codirectores de dichos yacimientos, José María Bermúdez de Castro, en las que se reconoce que «la ciencia es una forma de conocimiento, pero no es la única forma. El conocimiento deriva de otras fuentes, tales como el sentido común, la experiencia artística y religiosa y la reflexión filosófica» [3]. Además, respecto a esas hipótesis de las que nos habla Arsuaga, aplicadas al campo de la paleontología humana, resulta pertinente recordar las palabras del célebre paleontólogo Stephen Jay Gould, recientemente fallecido, y recogidas por Mariano Artigas quien, hablando de las filogenias, nos recuerda que: «Sería conveniente tomar buena nota de una observación de Gould, que sin duda es seria, pues se refiere a hechos concretos de su especialidad y afecta a las pruebas básicas del evolucionismo: «los árboles genealógicos de las líneas de la evolución que adornan nuestros manuales no contienen datos más que en las extremidades y en los nudos de sus ramas; el resto son deducciones, ciertamente plausibles, pero que no vienen confirmadas por ningún fósil». Habría, pues que señalar claramente que las líneas y flechas que unen esos extremos son hipotéticas, y no presentar las hipótesis como certezas o como la única explicación posible» [4].

Las ideas cientificistas se apoyan en una extrapolación del método de la ciencia experimental. El cientificismo presenta como científicas unas ideas que van más allá de lo que la ciencia experimental puede afirmar haciendo uso del método de investigación científica. Además, cataloga como pretensiones cognoscitivas carentes de sentido todas aquellas formas de conocimiento que no se ajusten a los métodos de análisis experimental de la naturaleza utilizados por las ciencias empiriométricas.

El enorme éxito social que alcanza la aplicación práctica de los logros de la investigación científica, lleva a realizar algunas afirmaciones científicamente injustificadas, y filosóficamente discutibles. Por ejemplo: el gran éxito social de la ciencia experimental de la Naturaleza, lleva a la afirmación de que la única forma de conocimiento objetiva válida es la propia del conocimiento científico; como éste sólo estudia entes materiales, se acaba concluyendo que lo único que existe realmente son las cosas materiales.

Dicho con otras palabras: «De la afirmación no conocemos nada que se sitúe más allá de nuestra experiencia sensible, se pasa fácilmente a la siguiente: no existe nada más allá de los datos de nuestra experiencia sensible» [5]. Carlos Cardona también lo ha sabido ver con claridad y, además, lo ha explicado con gran sencillez: «Es muy frecuente el paralogismo de empezar por decir «no se sabe si...», e inferir en seguida que «se sabe que no...» [6].

Kant se pronunció rotundamente contra este tipo de planteamiento y denunció la falsedad que encerraba el salto injustificado que da. Para Kant la experiencia nunca puede demostrar que una causa no exista por el mero hecho de que ésta nunca pueda captarla, lo único que la experiencia enseña es que no podemos percibirla: «¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa por medio de la experiencia —dice Kant—, cuando ésta no nos enseña otra cosa sino que no percibimos la causa?» [7] .

Así, al afirmar que la ciencia experimental es el único modo de conocimiento objetivo válido, ella se convertirá en el criterio de verdad. De este modo, sólo podrá ser verdadero aquel conocimiento que se ajuste a los parámetros del conocimiento científico experimental. Pero al adoptar esta posición, el cientificismo incurre en una abierta contradicción, ya que las tesis cientificistas no son la conclusión de ninguna ciencia experimental y, por consiguiente, carecen de validez si se le aplica el criterio de verdad cognoscitiva por él establecido. De este modo, el cientificismo aparece en su verdadera dimensión, o sea, como un postulado injustificable y arbitrario.

Orígenes y desarrollo del cientificismo

No pretendemos hacer un estudio exhaustivo del origen del cientificismo, pero sí dar unas pinceladas sobre este tema.

Ahondando sus raíces hasta el nominalismo ockhamiano, el cientificismo actual emerge a partir del empirismo radical humeano. Tras pasar por el optimismo ilustrado y el positivismo decimonónico, alcanzará su auge intelectual en el neopositivismo vienés del siglo XX, que ve en la ciencia la única forma de conocimiento objetivo válido y en la experiencia el único criterio de significación cognoscitiva. A caballo de los siglos XIX y XX el marxismo también manipulará ideológicamente a la ciencia presentándola como la avaladora incontestable de sus tesis materialistas. Veamos muy brevemente este itinerario intelectual seguido por le cientificismo.

Dado que el conocimiento sensible es respecto a nosotros (quoad nos) el más evidente, fácilmente nos puede asaltar la tentación de considerar la contrastación empírica como el criterio de significación y el criterio de veracidad, de modo que una proposición resultará verdadera sí y sólo sí resulta empíricamente contrastable, y un término lingüístico solamente tendrá sentido si podemos asignarle un referente empírico. En el Tratado de la Naturaleza Humana, Hume afirma que las ideas del entendimiento no son otra cosa que copias más o menos débiles de nuestras impresiones sensoriales, de esta suerte todo lo que conoce nuestro entendimiento de una forma objetiva antes ha estado presente en nuestra sensación; o lo que es lo mismo, los contenidos de nuestro conocimiento intelectual si tienen validez objetiva sólo pueden hacer referencia a cosas de la realidad empírica susceptibles de ser captadas por los sentidos. En su obra: Ensayo sobre el entendimiento humano, Hume también presenta el criterio de significación de una forma netamente empirista, formulándolo en los siguientes términos: «Si albergamos la sospecha de que un término filosófico se emplea sin significado o idea alguna (como ocurre con demasiada frecuencia), no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea, y si es imposible asignarle una, esto servirá para confirmar nuestra sospecha» [8].

Aunque Kant no es un empirista radical, sino un idealista trascendental afirma que real «es lo que se halla en interdependencia con las condiciones materiales de la experiencia» (Krv. B 266), lo que equivale a decir que el criterio de realidad, el criterio para que algo aparezca como real, es que se nos presente dado en la experiencia sensible, es decir, que se nos aparezca ante los sentidos. Así, para Kant «es real lo que de acuerdo con las reglas empíricas, se halla vinculado a una percepción» (Krv. A 376). Esto significa que no podemos conocer la realidad de una cosa sin mediar alguna percepción por parte nuestra. Así Kant insiste en que «es real todo cuanto se halla en conexión con una percepción según las leyes del progreso empírico» (Krv. B 521). Reconocemos explícitamente lo heterodoxa que puede parecer nuestra interpretación de estos textos kantianos, tan alejada de la clásica visión del idealismo trascendental, al situar en este tema al gran filósofo alemán entre el empirismo humeano y el Neopositivismo lógico, pero en este punto el filósofo de Könisberg se nos presenta como un pensador de fuerte acento empírico.

Ya hemos dicho que el optimismo ilustrado ve en la ciencia la panacea que solucionará todos los problemas de la humanidad gracias a su progreso indefinido. No importa que la ciencia no consiga arreglar algo ahora, en el futuro sí lo conseguirá. La Ilustración mantuvo lo que podríamos llamar un cientificismo optimista.

El positivismo comtiano se cimentó sobre la ley de los tres estadios, que se dan tanto a nivel de la especie humana (filogénesis) como a nivel de cada individuo (ontogénesis). El primer estadio es el religioso (y abarcaría desde los orígenes de la humanidad hasta el nacimiento de la filosofía en Grecia; a nivel de individuo correspondería a su infancia). El segundo estadio es el metafísico (que comprendería desde la filosofía griega hasta el siglo XVII-XVIII; en una persona su equivalente sería la adolescencia). El tercer y último estadio sería el correspondiente al espíritu positivo que sería aquél en el que la ciencia habría substituido a la religión y a la metafísica; Augusto Comte en el siglo XIX habría hecho entrar a la humanidad en este estadio, las personas lo alcanzarían individualmente en su madurez. Aunque Comte idolatraba la ciencia, comprendió que la humanidad no podía vivir sin religión, por este motivo inventó una: la religión de la humanidad, en donde algunos de los grandes personajes que había dado la historia eran los santos a venerar, y Clotilde de Vaux, su amante, la gran sacerdotisa de esa religión y el modelo a seguir.

El Neopositivismo lógico es en este punto, como en tantos otros, heredero de esta tradición, así lo testifica Carl Gustav Hempel cuando define el criterio de significación empírica tal como era concebido por el círculo de Viena: «El principio fundamental del empirismo moderno es la idea de que todo conocimiento no analítico se basa en la experiencia. Llamamos a esa tesis el principio del empirismo. El empirismo lógico contemporáneo le ha añadido la máxima según la cual una oración constituye una afirmación cognoscitivamente significativa y puede, por tanto, decirse que es verdadera o falsa únicamente si es, bien 1) analítica o contradictoria, o bien 2) capaz, por lo menos en principio, de ser confirmada por la experiencia» [9].

Presa de su impotencia, la superación del radicalismo neopositivista conllevó el hundimiento intelectual del cientificismo. Sin embargo éste aún pervive, y de una forma muy extendida, en el acervo acrítico del actual imaginario colectivo popular. Es decir, la mentalidad del hombre occidental es, por defecto, cientificista, puesto que está convencido que muchas de las verdades que le proponen los textos divulgativos o los medios de comunicación masiva son verdades que la ciencia ha establecido sólidamente mediante sus métodos de investigación empírica.

Hoy en día el ámbito propio de expansión de la ideología cientificista es el campo de la divulgación científica. Cuando el estudioso ahonda en el trabajo de los grandes investigadores puede sorprenderse al descubrir que las certezas son menos numerosas de lo que se suele decir; y las incertidumbres, como no podría ser de otro modo, son más de lo que inicialmente se suponía. Pese a los grandes avances tecnológicos y los descubrimientos realmente espectaculares que se han realizado a lo largo del siglo XX y principios del XXI, todavía no sabemos cómo se originó el Universo, cómo apareció la vida o cómo surgió el hombre, por citar sólo tres de las grandes cuestiones que, en no pocas ocasiones, suelen ser presentadas por los textos divulgativos y los mass media como casi resueltas; cuando, en realidad, aún nos queda mucho por saber en esos campos. Es precisamente en el terreno de la cosmología y de la paleontología humana donde pueden hallarse uno de los últimos reductos en los que aún sobrevive lo que podríamos denominar: cientificismo académico.

Un ejemplo práctico de cientificismo en la ciencia positiva

En paleoantropología son muchos los autores que sostienen una concepción puramente materialista del hombre, considerando inaceptable conceder cualquier validez a elementos metafísicos inscritos en una antropología filosófica y/o religiosa, por el simple hecho de que tales elementos, el alma humana por ejemplo, no son susceptibles de ser analizados con los métodos propios de la ciencia experimental, ya que no dejan una huella en el registro fósil o no pueden ser objeto de estudio de la biología molecular. Esto equivale a afirmar que sólo la ciencia positiva experimental representa una forma de conocimiento objetivamente válida. Esta afirmación se basa, como ya dijimos anteriormente, en la defensa de un prejuicio epistemológico y ontológico consistente en creer que sólo el conocimiento experimental de las ciencias de la Naturaleza tiene validez objetiva porque realmente sólo existen los objetos materiales, que únicamente son susceptibles de ser conocidos de una forma empírica. En rigor, este conjunto de afirmaciones trasciende totalmente el ámbito de la ciencia; constituyendo, en realidad, una serie de tesis filosóficas cuya veracidad no puede demostrarse ni refutarse con los métodos de la ciencia experimental.

En realidad la paleontología humana tiene sus propias limitaciones. En efecto: «En el campo de la evolución humana persisten abiertas todavía cuestiones fundamentales: cuántas especies de primeros homínidos hubo exactamente, cuáles de ellas fabricaron instrumentos y cómo caminaban» [10]. Todavía no sabemos cuál es el origen del hombre anatómicamente moderno (nosotros); ni cuando surgió la conciencia humana moderna (la nuestra); tampoco conocemos exactamente cómo surgió el género Homo, ni a partir de qué género, ni de qué especie de homínido evolucionó. Lo mismo nos sucede con los otros géneros de homínidos: Australopithecus, Paranthropus, Ardipithecus, Orrorin y Sahelanthropus; es más, algunos autores dudan que los ardipitecos sean homínidos, otros dudan que lo sea Orrorin y, finalmente, otros dudan lo mismo de Sahelanthropus (un supuesto homínido de siete millones de años de antigüedad). Otra fuente de conflicto entre los paleoantropólogos se deriva del hecho de que no conocemos con exactitud cuáles son las relaciones filogenéticas entre los distintos géneros y especies de homínidos, algo que provoca una serie de continuos enfrentamientos entre los investigadores a la hora de establecer las filogenias del árbol evolutivo de los humanos.

En este contexto, no son pocas las veces que se utiliza el concepto de evolución para negar el de creación. Cuando en realidad aquél presupone a éste. La noción de evolución no solamente no se opone a la de creación sino que la implica; de tal suerte es así que no existe una evolución creadora en cuyo seno emergiera la conducta humana moderna desde la pura materialidad, sino que la creación es evolutiva. Es decir: la creación es dinámica, de tal modo que se despliega en un proceso evolutivo. Antonio Fernández Rañada ha observado acertadamente que: «La doctrina cristiana no implica la creación separada de las especies, sino que su idea central, la verdaderamente importante, es que todo debe su existencia a un Dios trascendente al orden natural, y esto no se ve afectado por la teoría de Darwin. Al fin y al cabo, ¿por qué no puede ser la evolución la forma elegida por Dios para crear el mundo?» [11]. En efecto, ¿por qué la creación no puede ser un proceso continuado que se despliega en el tiempo?.

¿Verdaderamente se contraponen los conceptos de evolución y creación?. Carlos Javier Alonso, muy acertadamente, opina que no. Si consideramos que: «La realidad es que la evolución como hecho científico y la creación divina se encuentran en dos planos diferentes: no existe la alternativa evolución-creación, como si se tratara de dos posturas entre las que hubiera que elegir. Se puede admitir la existencia de la evolución y, al mismo tiempo, de la creación divina. Si el hecho de la evolución es un problema que ha de abordarse mediante los conocimientos científicos experimentales, la necesidad de la creación divina responde a razonamientos metafísicos (...) El hecho de la creación, así entendido, no choca con la posibilidad de que unos seres surgieran a partir de otros (...) Podría haber una evolución dentro de la realidad creada, de tal manera que, quien sostenga el evolucionismo, no tiene motivo alguno para negar la creación. Dicha creación es necesaria, tanto si hubiera evolución como si no, pues se requiere para dar razón de lo que existe, mientras que la evolución sólo se refiere a transformaciones entre seres ya existentes. En este sentido, la evolución presupone la creación (...) Aunque pueda resultar paradójico, es el evolucionista radical el que viola las exigencias del rigor del método científico, pues se ve forzado a admitir unas hipótesis que no pertenecen al ámbito científico, y deberá admitirlas aunque no puedan probarse» [12] .

En definitiva, en el campo de la evolución humana: «Aunque algunas divulgaciones presenten la evolución humana como una cuestión bien conocida, los juicios de los especialistas son muy diferentes y mucho más prudentes (...) La impresión de que en este terreno, todo está claro, es falsa, por más que se afirme frecuentemente» [13].

Conclusión

La superación del cientificismo se logra mediante un conocimiento adecuado del alcance y los límites del proceder metodológico de la ciencia positiva. Y, sobre todo, a través del reconocimiento de la existencia de diversas formas de conocimiento humano; todas ellas con una validez objetiva adecuada a sus métodos de investigación propios; y a sus correspondientes objetos de estudio. Se requiere, también, que se dejen de lado los prejuicios ideológicos subjetivos, tan propios de nuestra naturaleza humana, pero tan ajenos al saber científico en sí. Las interferencias de tales prejuicios en la buena marcha de la tarea propia de la ciencia lo único que hacen es entorpecer el conocimiento de la verdad, algo a lo que, cada una de las formas de conocimiento humano (las ciencias positivas, la filosofía y la teología) a su manera, contribuyen de forma decisiva. Hecho que reconocen los propios científicos, como es el caso de Jean Chaline, al manifestar que: «en la actualidad, las relaciones entre la filosofía, la religión y la ciencia se han ido aclarando parcialmente. Se admite hoy la existencia de dos niveles de conocimiento: el conocimiento del cómo, que es exclusivo de la ciencia, y el conocimiento del porqué, que concierne a la filosofía y la religión. Estos ámbitos son tan diferentes en sus objetivos y sus métodos que ambos enfoques son independientes y que bajo ningún pretexto deben inmiscuirse uno en el otro... Enfoques que en realidad son complementarios y deberían converger hacia una verdad única» [14].

Después de unas palabras tan atinadas como éstas, a nosotros no nos queda nada más que añadir.

Notas

[1] Artigas, Mariano: Las fronteras del evolucionismo; Ed. Palabra, Madrid, 1992, pp. 152.

[2] Arsuaga, Juan Luis: El collar del neandertal. En busca de los primeros pensadores; Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1999, p. 40.

[3] Ayala, Francisco: El azar y la selección natural; citado por Bermúdez de Castro, J. M.: El chico de la Gran Dolina. En los orígenes de lo humano; Ed. Crítica, Madrid, 2002, p. 67.

[4] Artigas, Mariano op. cit., pp. 95-96.

[5] Secretariado para los no creyentes: Fe y ateísmo en el mundo; Ed. BAC; Madrid, 1990, p. 31.

[6] Cardona, Carlos: Metafísica del Bien y del Mal; Ed. EUNSA, Pamplona, 1987, p. 195.

[7] Kant, Immanuel: Fundamentación de la metafísica de las costumbres; Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1973, p. 98.

[8] Hume, David: Ensayo sobre el entendimiento humano; Alianza Editorial, Madrid, p. 37.

[9] Hempel, Carl Gustav: Problemas y cambios en el criterio empirista de significado ; en Alfred Jules Ayer: El positivismo lógico; Ed. FCE, México, 1981, p. 115.

[10] Tattersall, Ian: De África ¿una... y otra vez?; Investigación y Ciencia, Junio de 1997, p. 20.

[11] Fernández Rañada, Antonio: Los científicos y Dios; Ediciones Nobel, Oviedo, 1994, p. 131.

[12] Alonso, Carlos Javier: Tras la evolución. Panorama histórico de las Teorías Evolucionistas; Eunsa, Pamplona, 2001, pp. 240-241. Para este tema cf. también: Ferrer Arellano, Joaquín & Barrio Maestre, José María: ¿Evolución o Creación? Respuesta a un falso dilema. Metafísica de la creación y ciencias de la evolución; Ediciones Eunate, págs. 298.

[13] Artigas, Mariano: Las fronteras del evolucionismo; Ed. Palabra, Madrid, 1992, pp. 57-63.

[14] Chaline, Jean: Un millón de generaciones. Hacia los orígenes de la humanidad; Ediciones Península, Barcelona, 2002, p. 211-212.

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