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Prefacio
¿Quién era esa desconocida mujer cuyo retrato hago?
Una campesina francesa que recibía en su casa; que durante treinta años no tomó ningún alimento, ninguna bebida; que estaba estigmatizada, sufriendo cada viernes los dolores de la Pasión; que fundó sobre la tierra sesenta "foyers de charité» (hogares de caridad), que fue sin duda el ser más extraordinario, el más desconcertante de nuestra época; que en el siglo de la televisión, salvo el día de su muerte, permaneció desconocida del público, amortajada en un profundo silencio.
¿Y cómo es que al fin de mi vida me he sentido tentado a escribir tal retrato?
A mi pesar, como voy a relatar, fui empujado hasta su oscura habitación. Fui introducido por uno de los espíritus más negadores de este tiempo, el médico de Anatole France, el discípulo de Loisy, el director de una colección anticristiana. Desde mi primer encuentro con Marta Robin comprendí que ella sería ya siempre para mí una hermana de la caridad, como lo fue para millares de visitantes. Y tuve el presentimiento de que algún día me vería obligado, impelido por su genio, a darla a conocer al mundo.
Me hacía pensar en Catalina Emmerich. Son conocidos los escritos compuestos bajo su influjo por Clemente Brentano, el amigo de Goethe, quien había preferido la habitación de Catalina a la corte de Weimar, y que permaneció durante seis años como su secretario, dando forma a sus visiones, especialmente a las que tenían por objeto la Pasión. Marta también tuvo visiones de la Pasión. Por modestia jamás me habló de esto, salvo para comentarme que ella había "conocido esto y que lo había superado". Lo que más me sorprendió de Marta Robin fue la distancia que tomaba en relación con estos estados extraordinarios en que estaba inmersa. Sobrepasando los accidentes iba a la esencia, eso que ella llamaba "lo interior".
También yo podría rubricar aquello que escribió sobre Catalina Emmerich el amigo de Goethe: Lo que dice es breve, pero sencillo, lleno de profundidad, de calor y de vida. Yo comprendía todo. Ella era la flor del campo, el pájaro del bosque. A veces dichosa, amorosa, digna, maravillosa; a veces rústica, ingenua, jovial; siempre enferma, agonizante; no obstante delicada y fresca, casta, sufrida, sincera y, con todo, muy campesina. Estar sentado a su lado era ocupar la sede más bella del mundo".
Los que en el futuro escriban sobre Marta Robin no dejarán de dar a conocer abundantemente los aspectos inverosímiles de su existencia. Sin menospreciar el aspecto "paranormal" de su vida, me propongo aplicar el método prudente que siempre ha guiado mis estudios y que aconseja limitar el elogio y no deducir de un texto, de una expresión, de una admiración más que un mínimum de su contenido. Recurriré con poca frecuencia al testimonio de otros. Intento dar mi propio testimonio. Este está limitado en el tiempo: no he pasado con Marta Robin más de cuarenta horas en veinticinco años. Como en mí la memoria no se separa del pensamiento, he mezclado mis reflexiones con el relato. Este libro del final de mi vida es el último fragmento de ese "Diario", raramente interrumpido, que mantengo desde mis dieciséis años, que es el manantial de mis otras obras y como su ceniza, su "poso".
Diré por fin que este libro pertenece a ese género literario que imita a la pintura, donde existe una acción recíproca entre el artista y su modelo. Jean Paulhan, cuando decidí escribir «Retratos", me citaba esta frase de Schneider: «Veo el punto donde la esencia y el destino del hombre coinciden: ésta es la norma del arte del retrato".
Yo había escrito antes de la última guerra un "retrato" de Mons. Pouget, mi maestro. He aquí el "Retrato de Marta Robin''. Cuarenta años los separan. Pero en mi espíritu estos dos retratos de estos seres "incomparables" se complementan y se corresponden. Si estos dos retratos se parecen, esto se debe a su origen: la obligación que se siente de dar testimonio de un ser excepcional si se le conoció en vida y que permanece desconocido o menospreciado.
Los dos retratos difieren por su extensión. Cuando era joven mi trabajo consistía en desarrollar ideas o recuerdos; acrecerlos, como hace la naturaleza en primavera. Tal es el método del profesor en clase. En el otoño de mi vida es preferible, me parece, hacer la tarea inversa: cortar los tallos inútiles, limpiar para que quede lo esencial: la guía, lo único que trepa.
Nadie sabrá jamás lo que he tenido que podar omitir, destruir. Este libro es semejante a un árbol en invierno, cargado de omisiones, sacrificios y silencios.
18 de agosto de 1985
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