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10.- Conversación sobre los estigmas

YO: Marta, necesito tu ayuda. Este año en la Sorbona he tomado como tema de mi curso público «La existencia de Dios».

ELLA: Y ¿cómo lo vais a desarrollar?

YO: Lo hago avanzando por vías convergentes. Al principio —hace ya tres años— estudié el cosmos, el orden armonioso y simple que existe en el mundo y que hace posible la ciencia. He llegado a la idea de que para dar razón de este orden hace falta admitir una causa soberanamente inteligente. Al año siguiente, expuse el mundo moral, la psicología humana: nuestras aspiraciones tienden al infinito. Y concluí que hacía falta admitir que esa causa inteligente era capaz de colmar nuestros deseos: que era al menos, eso que llamamos una persona.

ELLA: ¿Y después?

YO: Después, Marta, he estudiado esos seres extraños, esos monstruos sagrados que aseguran estar en contacto con esa causa inteligente y amorosa. Les he llamado, según la costumbre, místicos. Entonces he leído sus libros, pero jamás durante mi vida he conocido un solo místico. Por eso precisamente tengo necesidad de ti. No me vayas a dejar en este atolladero. El buen samaritano recogió al levita (sic) en su camino.

ELLA: Pues pregunte Vd. Intentaré contestaros.

YO: En primer lugar te rogaría que me des alguna luz sobre esa experiencia tuya que se llama los estigmas, voz que tú jamás has empleado. La historia conoce aproximadamente ciento cincuenta estigmatizados, de los que la mayoría son mujeres. La primera cuestión que quiero plantearte es ésta: ¿Habías oído hablar de estos casos? ¿Estabas al corriente? ¿Habías leído la historia de san Francisco de Asís?

ELLA: ¡Oh, no! Ciertamente, no. ¡Si supierais qué poco iba por tal camino mi cura! Yo no había leído ningún libro, ni había oído hablar jamás de estas cosas. No conocía nada. Mi padre se había enterado de que yo quería hacerme carmelita —él había dejado de practicar—, yo le dije entonces: «Papá, ¿por qué has dejado de ir a misa?» Me respondió: «Métete en lo que te atañe». No insistí más. Como os he dicho, me entregué entonces de manera absoluta a Dios, pero no eligiendo ser carmelita, sino no eligiendo nada en absoluto. Recuerdo que un día estaba en casa de mi hermana haciendo las labores y tropecé con un viejo libro de piedad, que cayó al suelo, donde leí esta frase: Debe preferirse el sufrimiento a la alegría, debe preferirse la lucha al descanso. No leí nada más. Fue mi iluminación. Después recaí en la enfermedad en casa de mi padre. Mi familia estaba de nuevo destrozada por mi causa.

YO: Marta, eres muy hábil. Te he dicho que me hables de los estigmas y de eso no me dices nada.

ELLA: ¿Qué queréis que os diga? ¡Es tan difícil hablar de estas cosas! Preguntad algo concreto, veré si puedo responder.

YO: La pregunta que te voy a hacer es muy sencilla. En los análisis que he leído sobre la estigmatización y la transverberación, he tomado siempre nota de una observación que hacen quienes han sido a la vez favorecidos y víctimas, y que dicen ser algo al mismo tiempo doloroso y delicioso. ¿Cómo es posible que lo doloroso y delicioso se den juntos?

ELLA: Cuando decís «delicioso», sin duda se piensa en algo sensible, un placer o un gozo humano. No tiene que ver nada con esto. Aquello es un gozo vivo, pero es un gozo divino, o mejor un gozo interior. Es un sufrimiento extremado, insoportable; pero es un sufrimiento muy dulce.

YO: Y ¿has sentido algo así como eso que los místicos llaman un dardo, una especie de punta de fuego?

ELLA: Sí, he sentido un fuego ardiente, a veces un fuego interior. Este fuego salía de Jesús. Exteriormente yo lo veía como una luz.

YO: ¿Qué tipo de luz? ¿Lo puedes precisar?

ELLA: Pues bien, una luz roja, más bien roja oscura; una luz ardiente, una luz que quemaba... Todo lo que digo ahora está muy mal expresado. Una vez más hay que dejar de lado lo exterior. Lo interior es Jesús, Jesús en su vida divina. Ciertamente Jesús no sufre más una vez entrado en su gloria, pero Él está siempre ofreciéndose actualmente. Nosotros, nosotros podemos sufrir todavía como Él sufrió.

(Marta insiste sobre el carácter repentino, sin aviso previo, de su experiencia. Me dice: «Se tiene la impresión de que Jesús sufre en ti, al margen del tiempo y del espacio; más bien Jesús en su gloria». Mientras la escuchaba, yo me repetía una frase que había leído no sé donde: «Aquello fue como un amanecer, pero el de un sol de sangre». Y oía a Marta que me repetía: «No os lo puedo explicar; era algo insoportable... y era delicioso»).

YO: Permíteme, Marta, citarte un pasaje del libro de Job, del Antiguo Testamento: «Era aquello un fuego devorador que quemaba mis huesos. Todo en mí se disgregaba «.

ELLA: No he leído nunca a Job. No sabía que él había dicho eso que me citáis. Dios es fuego devorador, es verdad.

YO: Permíteme preguntarte una vez más. Sabes que me intereso por las relaciones del tiempo con la eternidad. Intento saber cómo percibimos el tiempo y me gustaría que me indicaras cómo lo percibís vosotros durante esta operación. ¿Puedo preguntarte cuánto tiempo dura, cómo empieza y cómo finaliza?

ELLA: Es algo que sucede tan rápido que a una le da vértigo. El sufrimiento es tan grande, la acción tan íntima que una tiene... cómo diría yo... la impresión de que se disloca, que no se puede resistir más.

YO: ¿Tuvo fases sucesivas?

ELLA: ¡Si se puede llamar fases a aquello...! Dios hace lo que quiere. Cuando quiere ponerte en la Cruz, te pone en la Cruz... Me parece que una voz me había preparado antes, que esta voz me había señalado un día próximo, como si Jesús me hubiera dicho: «Mira, mi pequeña Marta, tengo una cosa que decirte» y que aquella cosa era que iba a ser como Él, ser Él. Nunca he oído esa voz interior. Era mucho más simple y aquello no se retrasó.

Lo primero, Jesús me pidió que le ofreciese mis manos. Me pareció que un dardo salía de su corazón y se dividía en dos rayos: el uno para herir mi mano derecha, el otro la izquierda. Pero al mismo tiempo eran atravesadas mis manos, por decirlo así en lo interior. Después Jesús me invitó a ofrecer mis pies, lo que hice al instante separando mis piernas y estirándolas. Entonces también vi un dardo que se dividía en dos. Pero todo duró un instante. Jesús me invitó seguidamente a presentarle mi pecho y el corazón, como había hecho con mis manos y mis pies. Esto se realizó mucho más intensamente por lo que Vd. ha llamado dardo. Quedé casi desvanecida durante varias horas. Los rayos de fuego desaparecieron de repente, así como de repente habían venido. Jesús me invitó aun a recibir la corona de espinas. La colocó en mi cabeza apretándola muy fuerte.

YO: ¿Tuviste la impresión de que aquel era un fenómeno que sucedía una vez por todas o de que se repetiría de nuevo?

ELLA: ¡Oh, no! Desde un principio comprendí que aquello era para siempre. Pero, como yo lo repito, cada vez se hace más íntimo, cada vez más interior.

Pasados varios años, ya no estoy en la Cruz exteriormente. Yo soy la Cruz, por así decirlo. La Cruz está en mí y yo en ella. Ya os he contado que en mis visiones al principio llegué a ver a la gente al paso de Jesús subiendo al Calvario. Que había oído las burlas. Ahora he superado eso. Es más, yo diría que ni me interesa. Lo que me interesa es la Pasión, es Jesús sólo. No sé cómo explicároslo. Estas cosas son tan dolorosas que, si Dios no te sostuviera, morirías. Y, sin embargo, es delicioso.

YO: Permíteme hacerte una pregunta indiscreta. Querría saber qué sientes el martes cuando te dan la comunión, que es tu único alimento, tu sola bebida. ¿Tienes la misma sensación que cuando el fuego te atravesó el corazón?

ELLA: Es cierto. Yo no me alimento más que de eso. Se me humedece la boca, pero no puedo tragar. La hostia pasa a mí, no sé cómo. Ella me produce entonces un efecto que me es imposible describiros. Esto no es una comida ordinaria, es una cosa diferente. Es una vida nueva que penetra en mis huesos. ¿Cómo decirlo? Me parece que Jesús está en todo mi cuerpo, que Él es mi cuerpo... como si yo resucitara... Después no hago pie; estoy desligada del cuerpo, libre con relación al cuerpo.

YO: Entonces, ¿estás fuera de lo que, nosotros los filósofos, llamamos el tiempo?

ELLA: No conozco los términos filosóficos. Os repito que no hago pie.

YO: Se me ha dicho que entonces, en ese momento, viajas por el espacio, que tienes la impresión de que visitas países lejanos.

ELLA: ¡Si se puede llamar a eso viajar! Es como Gagarine, aunque Gagarine estaba de suyo en el mundo actual. Yo viajo en Dios, Él me lleva donde quiere.

YO: En tal caso —le dije sonriendo— ¿os lleva a Roma o a Constantinopla?

ELLA: Sí, a Roma y a Constantinopla, pero en Jesús. Y también con la Virgen. Una veces con Él y otras con ella. Y estoy siempre en el mismo estado de dolor. Es el amor quien me conduce. No tengo sino dulzura dejándome llevar por el camino.

Jesús es tierno. Él toma para sí lo que hay de penoso y no me deja más que el mérito de seguirle sin resistencia. Vd. sabe que con la fe en Dios y el conocimiento de su amor se puede fácilmente prescindir del resto, mientras que todos los bienes de la tierra no pueden sustituir esta paz, esta ternura. Cuando se comprende el amor de Dios para con nosotros, se aprecia que la eternidad no será suficientemente larga para agradecérselo. Es un océano. Nuestra felicidad forma parte de su felicidad. No sé cómo explicaros todo esto...

Reflexiones

Tales fueron las respuestas de Marta, tomadas en vivo, a mis preguntas. Respuestas ingenuas (naïves) como se decía en el siglo XVII. Marta no había leído nada sobre los estigmas. Yo me hallaba frente a una fuente pura. Nuestras respectivas exigencias eran gemelas: yo aplicaba mi método crítico no deduciendo sino el mínimum de un texto o un dato. Marta hablaba naturalmente el lenguaje campesino, elíptico, conciso, evitando los comentarios, no comprometiéndose demasiado. Sin reflexionar, conveníamos en elegir entre dos términos el de menor significado. Ya había caído yo en la cuenta, cuando preguntaba a Mons. Pouget en su celda, que el espíritu campesino y el espíritu crítico se apoyan como dos formas de la virtud de la prudencia.

Más tarde he comprobado los dichos de Marta comparándolos con los ejemplos famosos. San Buenaventura ha narrado la estigmatización de san Francisco de Asís. La impresión de las llagas había estado precedida de un incendio íntimo, una especie de exceso de gozo. Francisco describió al serafín bajo un aspecto gracioso. Fue después de los coloquios con el ángel ardiente cuando llegó el dolor.

He aquí el pasaje de santa Teresa en el que cuenta la transverberación: «Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite... No quisiera ver ni hablar, sino abrazarme con mi pena, que para mí era mayor gloria que cuantas hay en todo lo creado». (Vida, cap. 29) Decía además que no podía comprender cómo pena y alegría podían darse en ella simultáneamente. Y es lo que hemos experimentado, más o menos, todos quienes a veces hemos sentido amargura en el placer o dulzura en el dolor.

¡Qué impotente es nuestro vocabulario para definir y para describir! ¡Cuántas veces decía Marta que las palabras eran mentirosas! Ella jamás pronunció la palabra estigmatización. ¡Qué difícil es describir lo que es en sí un gran amor! ¡Cuán indispensables y cuán lamentables son las expresiones «yo amo» o «yo sufro» para manifestar los matices del dolor o del afecto! Un placer ardiente se puede tornar en lamento y un extremo dolor puede dar una alegría íntima. Un veterano jugador decía que si existe la alegría de ganar, él sabía que hay una más pura, la de perder. ¿Por qué? En el momento de la muerte, abandonados de todas sus fuerzas físicas, juzgados por muertos por los que les rodean, algunos tienen la impresión de entrar en una zona de calma, radiante, luminosa, como si sus facultades, hasta entonces dormidas, se despertaran. Los místicos, tanto orientales como occidentales, han hablado de una visión por la que parecen fusionarse en el océano divino, al mismo tiempo que éste en oleadas sucesivas los invade.

La Hora

La vida de Marta giraba en torno al viernes, día en que ella sufría; y esto me llevaba a reflexionar sobre lo que el Evangelio de san Juan llama La Hora, centro al que tendía la vida de Jesús.

Parece como si en un lapso de 20 horas se presentaran las formas más diversas del sufrimiento, como si todo hubiera sido combinado por un calculador de capacidad infinita. Tal acumulación de improbabilidades es tan grande que, para ciertos críticos radicales, como era el Dr. Couchoud, el relato de la Pasión no es histórico. De hecho el lector se encuentra frente a esta alternativa: o bien este relato es obra de un falsario consumado —sería un Poe, Stendhal, Merimé— o bien se trata de un conjunto querido por el Señor de los Kairoi. A partir del momento en que Jesús «se entrega», la maquinaria cibernética funciona de tal modo en fabricar un máximum de pruebas en el menor espacio de tiempo. El ordenador opera como un hábil cirujano: con rapidez cruel, implacable, pero sin el menor exceso trágico, sin efusión inútil de sangre. Yuxtapone, a los sufrimientos físicos establecidos por la ley judía y romana, humillaciones suplementarias. El Rey de reyes es tratado como un esclavo fugitivo, el Justo de los justos es juzgado autoritariamente sin defensa.

¡Qué difícil era conseguir en pocas horas esta doble condena, la de la justicia judía y la de la justicia romana, y sobreañadir a esto formas de suplicio muy diferentes, como la flagelación o la cruz! El falsario debía respetar la verosimilitud humana al mismo tiempo que la verosimilitud geográfica, jurídica, sin olvidar la yuxtaposición, tan difícil de respetar, de dos jurisdicciones rivales. Hacía falta también que Jesús fuera idéntico a sí mismo, que se le reconociera su nobleza, su sublimidad, pero también los desfallecimientos de su debilidad. Todo esto, repito, en tan poco tiempo; la muerte debía ocurrir antes del crepúsculo. Se confesará que esto era un puzzle de una dificultad considerable. Si un fabulador lo ha resuelto, debemos concluir que este tal era un incomparable mitólogo. De modo que, teniendo todo en cuenta, me parece más razonable pensar que este mitólogo no fabulaba. Pero cerremos aquí este paréntesis para abrir otro sobre la filosofía del sacrificio.

Marta no era ni filósofa ni teóloga: ella no pensaba susacrificio. Ella lo vivía. A otros les toca pensarlo, a otros comprenderlo.

En cuanto a mí, después de conocerla, buscaba entre los pensadores una justificación de lo que en ella era como un hecho, eso que los marxistas llaman praxis. Y antes de cerrar este capítulo querría indicar brevemente en qué dirección podrían comprometerse los filósofos o teólogos de mañana.

Lachelier ha dado una definición del sacrificio, cuando escribió en el Vocabulario Filosófico que quien se sacrifica supone que el ser finito no existe fuera del infinito sino interinamente, por una especie de tolerancia, a la cual el alma siente que es bueno renunciar. Pero aún podemos ir más lejos y debemos aprobar cuando Hegel veía en el sacrificio el momento en el que la muerte y el amor absoluto coinciden. Como ha recordado recientemente Hans Küng, el sacrificio de Cristo representa en el tiempo de la historia humana la idea eterna divina. Fue ésta también la intuición de Scheeben, el teólogo alemán quizás más profundo del siglo XIX. En efecto, para quien reflexiona es difícil separar la vida íntima de Dios de la manifestación de esta vida en la tierra. Es difícil no suponer que Dios en la creación se imita a sí mismo en alguna manera proyectando su semejanza. Es por lo mismo difícil pensar la Redención, la Eucaristía y los «misterios del Cristianismo» sin ver en ellos la expresión de la Vida divina eterna. La Encarnación, que es una generación temporal, prolonga la generación eterna del Hijo por el Padre. Y el don sacrificial del Hombre Dios es la más perfecta expresión concebible del Amor eterno infinito. Desde esta perspectiva me esforzaba por ver y percibir, «comprender» lo que pasaba cada semana en aquella casa.

En 1921 Emilio Boutroux vino a la Escuela Normal para conversar con alguno de sus alumnos de filosofía y hacer para ellos su testamento. Iba a morir pocos meses después. Recuerdo que, intentando resumir lo que tienen de común Pascal y Spinoza, (difícil empresa pues nos sitúa en el corazón de la mística) pronunció estas sibilinas palabras: No podemos dejar de buscarnos a nosotros mismos más que si Dios condesciende a buscarse en nosotros. Había de pasar medio siglo antes de que Marta me aclarase estas palabras llenas de misterio.

Ahora en...

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