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12.- Lucifer
Marta tenía casi a diario una extraña experiencia. Yo sería infiel a su memoria si escondiera estas cosas.
Para hablar con exactitud y discreción, como observador imparcial, me limito a decir que había junto a ella un elemento que le hacía la contra; que, según ella decía «le estropeaba todo». A veces de una manera infantil, como un chiquillo enrabietado, descolocaba los objetos, no dejaba abrir la puerta, tiraba la lámpara; siempre, sin embargo, sin romperlo ni dañarlo, como si estuviera furioso, pero inofensivo. Otras veces intentaba suscitar dificultades fuera, tramar enredos, incidentes, intentar —como Marta también decía— «demoler el Hogar».
No soy psiquiatra ni tengo la misión de investigar sobre «el Maligno». Me limito a describir las apariencias y las impresiones. Lo que me sorprende de estos testimonios es que, ése que Marta llamaba muy simplemente él, no ejercía sobre ella más que una acción exterior; nunca alcanzaba su intimidad. Y más bien le movía a risa. Con este maestro de la ironía Marta luchaba sirviéndose también del arma de la ironía. Y no me hablaba de él más que lacónicamente, compasivamente, como una esposa habla de su marido ebrio, como un soldado nombra al capitán feroz.
Él, este él, ¿quién es? Se comprende que yo pensara en ese que el Evangelio en el Pater llama «el Maligno». Hemos preferido traducir por «líbranos del mal» lo que debería traducirse por «líbranos del Maligno». Y los exégetas que son tan susceptibles de exactitud en la traducción del Gloria, hasta el punto de no aceptar la expresión querida de Jules Romain: los hombres de buena voluntad, han rebajado al Maligno para reducirlo al mal. ¿No habrán contentado, sin duda, a este compañero sutil, que adora el disimulo y que tanto goza persuadiendo a los sabios de este mundo de que no existe?
Lo que me ha sorprendido, conversando con Marta sobre esta punzante y ordinaria prueba es que, como en las tentaciones del Evangelio, Marta no despreciaba a su gentil Belcebú. También Descartes había creído ver al Maligno en la noche del 10 de noviembre de 1779. Creyó que debía llamarle «un genio maligno» y le hizo jugar un gran papel en su dialéctica. Marta decía que él es muy inteligente, y añadía que él era bello.
Desde entonces ya no he podido representarme jamás al Adversario bajo las formas barrocas, repulsivas y ridículas. Cuando para pintar a Lucifer más propiamente yo intento representármelo, me imagino un magnífico tipo de doctor. Veo dos largas y finas manos, con bellas uñas, unidas como en oración, pero sin entrelazar los dedos, que es signo de amor. En resumen, me imagino un ser castigado por haber amado mal o demasiado, a la criatura, a una imposibilidad eterna de amar.
Cuando Marta hablaba de él, acabo de decirlo, no le despreciaba. Percibía que, aunque ser caído, mantenía su nobleza. Caín estaba protegido por Yahvé, quien no permitía que se le tocara. Él era a los ojos de Marta, como el hermano de Abel, un príncipe caído y sin esperanza, que había recibido el poder de «estropearlo todo».
Cuando él atacaba su cuerpo virginal, al que zarandeaba, lanzaba contra el muro, tiraba por tierra —como hizo el último día— nunca le causó heridas, ni jamás la descubrió. El Impuro respetaba su pudor. Si en el último momento de su vida sobre la tierra la tiró al suelo, me atrevo a pensar que fue por una postrera discreción: para permitirle evadirse de este mundo en soledad, sin molestar a nadie con su agonía.
En resumen, el triunfo del Maligno era a los ojos de Marta un triunfo fracasado, su poder era un poder impotente. Esta era también la idea de Goethe: en «Fausto» Mefistófeles habla como un desesperado, como un vencedor vencido.
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