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La libertad: don y tarea
"Todos nacemos como originales y morimos como copias iguales", afirman los cínicos. Si dirigimos una somera mirada hacia nosotros mismos y a nuestro alrededor, parece que no están muy lejos de la verdad. En nuestra sociedad existe una evidente uniformidad en el pensar, hablar, vestir, actuar y reaccionar. El ambiente es cada vez más artificioso, la manipulación cada vez más agresiva. Con frecuencia, no tenemos ni tiempo ni ganas para cultivar la propia interioridad.
Es sumamente necesario que el Compendio nos recuerde un aspecto esencial del mensaje cristiano: fuimos creados libres, y estamos llamados a vivir a la altura de nuestra naturaleza [1]. Según afirma Guardini, una vida lograda comienza con una determinación aparentemente muy sencilla: "que el hombre se decida a vivir como hombre" [2].
En contra de la propaganda oficial, difundida desde años, Dios no es enemigo de la libertad; muy por el contrario, es su creador, su gran amigo y protector. Nuestra libertad es un don suyo. Si nos abrimos a su ayuda, Dios nos sopla con el viento de su Espíritu para que lleguemos a ser lo que somos, y lo que el mundo puede esperar de nosotros que, por otra parte, coincide con lo que debemos al mundo.
1. ¿Qué es la libertad?
En una primera aproximación, podemos decir que la libertad es apertura al infinito. Es la capacidad radical de ser protagonistas de nuestra vida. Es un inmenso don que pone en juego todas nuestras potencias y marca decisivamente nuestro carácter y destino. Podemos relacionarla, por un lado, con alegría y amor, con las ansias hacia la plenitud, hacia Dios; y, por el otro, con la desesperación, la angustia y el absurdo. La libertad permite alcanzar la máxima grandeza, pero también incluye la posibilidad de un desvío completo. Tiene que ver con la autorrealización y con la autodestrucción del hombre.
La libertad es una experiencia personal e íntima de cada persona. Hace referencia al entendimiento, a la voluntad y a la creatividad, y llega hasta el nivel más hondo del hombre. En ocasiones, nos enfrentamos a ciertas preguntas: ¿De qué vivo? ¿Cuáles son mis raíces? ¿Qué es lo que configura mi pensar y mi querer? Podemos mirar hacia atrás con agradecimiento por todo lo que hemos recibido de quienes nos han precedido, por las obras (ocultas o conocidas) que otros han aportado a este mundo. Pero no podemos olvidar que también cada uno de nosotros tiene la misión de alumbrar algo nuevo. Cada hombre es original y único. Con cada nacimiento, algo singularmente nuevo comienza en el mundo. Lo nuevo, dice Hannah Arendt, "siempre aparece en forma de milagro" [3]. Nadie sabe cómo va a evolucionar, qué llegará a ser, para qué utilizará sus capacidades. El ser humano no sólo está dotado de la capacidad de proponerse un fin, sino también de ser su propio fin: está llamado a hacerse a sí mismo. Puede convertir su existencia ?y a sí mismo? en algo realmente grande. Cabe esperar de él lo inaudito, lo inesperable.
Todo hombre puede ofrecer al mundo muchas sorpresas, aportar pensamientos nuevos, palabras nuevas, soluciones nuevas, actuaciones únicas. Es capaz de vivir su propia vida, y de ser fuente de inspiración y apoyo para otros. A veces, conviene recobrar la mirada del niño, para abrirnos a la propia novedad ?y a la de cada persona?, y así descubrir el desafío que encierra cada situación. El mundo será lo que nosotros hagamos de él. Al menos, nuestro mundo es lo que hacemos de él. Nuestra vida es lo que hacemos de ella.
Somos libres, a pesar de las circunstancias adversas que nos pueden rodear e influir. Y no sólo tenemos el derecho, sino también el deber de ejercer nuestra libertad, precisamente en este mundo sutilmente tiranizante en que nos ha tocado vivir. Nadie debe convertirse en un "autómata", sin rostro ni originalidad. Nadie está destinado a ser un "hombre-masa". Justamente hoy es más urgente que nunca que tomemos conciencia de la gran riqueza de la vida humana y busquemos caminos para llegar a ser "más" hombres, y no unas personas renuentes, asustadas y enlutadas. A esto nos exhorta el Compendio.
1.1. La libertad como patria interior
La libertad fundamental o libertad interior se traduce en la seguridad de que la persona humana dispone de un espacio interior e inviolable (el llamado "santuario" de lo humano), en el cual está, de algún modo, a disposición de sí misma. Lo íntimo es lo que sólo conoce uno mismo, lo más propio. Puedo entrar dentro de mí, y ahí nadie me puede apresar: me poseo en el origen. El poseerse a sí mismo es característico del espíritu.
El hombre es libre cuando mora en la propia casa. Desgraciadamente, hay muchas personas que no "están consigo", sino siempre con los otros. No saben descansar en sí mismas y pensar por cuenta propia; así pueden convertirse fácilmente en marionetas de los demás.
Cuando "estoy conmigo" me doy cuenta de lo innecesario e incluso ridículo que es el buscar la confirmación y el aplauso de los demás. El valor de una persona no depende de los otros; no depende de las alabanzas o gestos de confirmación que pueda recibir o no. Somos más de lo que vivimos en lo exterior. Hay un espacio en nosotros al que no tienen acceso los demás. Es nuestra "patria interior", un espacio de silencio y quietud. "Mientras no descubramos esa antiquísima verdad, estaremos condenados a andar errantes y a buscar consuelo donde no lo hay: en el mundo exterior" [4].
Por el entendimiento y la voluntad, el hombre es dueño de sí mismo. Está, además, radicalmente abierto al mundo, ya que ambas facultades tienen a la realidad por objeto formal: todo lo que es, en cuanto que es, puede ser pensado y querido. Y ante este horizonte indefinido, cada uno tiene la posibilidad y la tarea de realizarse; está llamado a ser el que puede llegar a ser.
Desde toda la eternidad, Dios tiene una idea maravillosa de cada uno de nosotros; ha confiado a cada uno un proyecto original. "Yahvé desde el seno materno me llamó, desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre," afirma el profeta Isaías, como representante de todos nosotros [5]. Con estas palabras expresa la originalidad de cada ser humano: al llamar al hombre "nominalmente", por su nombre, Dios ?el eternamente Nuevo? ha dado a cada uno su vocación, su misión, su talento específico para enriquecer el mundo.
Se cuenta una anécdota interesante de un rabí sabio que fue admirado y amado por todo el país. La gente decía que este hombre tan dichoso tenía un hijo igual a él. Un joven que llegó al pueblo y conoció al rabí, tenía curiosidad por conocer al hijo de tan gran personalidad. Se tomó la molestia de ir a otro pueblo más lejano donde vivía el hijo del rabí que, amablemente, le invitó a su casa. Después de vivir varios días con él, el joven exclamó: "¡Cómo pueden decir que eres igual que tu padre! ¡Eres completamente distinto! Ciertamente, eres también una gran personalidad, pero tienes otro modo de pensar y sentir, otro modo de resolver los problemas, otros gustos y aficiones..." ? "Por supuesto ?respondió el hijo sonriendo? pero a pesar de ello somos iguales: mi padre es un original, y yo soy un original."
Todos somos distintos, así que cada persona puede reflejar unos aspectos específicos de la bondad y belleza del Salvador, diferentes a los que expresan los demás [6]. Cada uno puede hacer presente a Cristo de un modo nuevo y original, como nunca nadie le ha manifestado, ni nadie le podrá manifestar jamás. Este es el sentido más profundo de su vida.
Somos fruto de una llamada inédita de parte de Dios. Ser hombre, ser este hombre, es la vocación que hemos recibido, y a la que hemos de dar una respuesta igualmente inédita y original. El arte de vivir consiste en descubrir nuestro auténtico rostro, aquel que Dios ha visto antes de crearnos [7].
Sin embargo, el "poseerse en el origen" es un riesgo. Puedo fracasar rotundamente en la tarea de ser yo mismo. Por eso, algunos filósofos existencialistas afirmaron que el hombre está condenado a ser libre y siente angustia ante sus propias capacidades.
1.2. La libertad como horizonte
El hombre es dueño de sí mismo y, en consecuencia, es dueño de las propias manifestaciones y acciones que son guiadas, en última instancia, por la voluntad. Por tanto, cuando aplica su voluntad, ejerce su libertad de un modo explícito. Tiene la capacidad de decidir por sí mismo, hacer planes y cumplirlos. Cuando, en cambio, no ejerce su libertad evitando tomar decisiones concretas y comprometedoras, no es él quien traza su historia personal y única, ya que se deja llevar por las circunstancias.
En principio, cada persona tiene algunas ideas generales sobre su vida, aunque no haya reflexionado explícitamente sobre ellas. Cada una tiene algún proyecto existencial, que puede ser rico o pobre, profundo o superficial. En él figuran ideas acerca de la familia y la profesión, la cultura y la política, principios morales y creencias religiosas.
La pregunta clave es: ¿Para qué utilizo mi libertad? Si se carece de una meta alta que valga la pena conseguir, la libertad puede reducirse a cosas insignificantes. Una libertad cuyo único argumento consiste en la posibilidad de satisfacer las necesidades inmediatas, no es una libertad humana, sino que seguiría recluida en el ámbito animal. La libertad se mide por aquello a lo cual nos dirigimos. Cuánto más grandes son las aspiraciones, más grande es la libertad.
Una persona se realiza y es feliz, cuando cumple la propia verdad personal. Se "construye" a través de sus actos libres; es artista de su propia existencia: no solo hace cosas, sino que se hace a sí misma. Nuestra vida no es algo dado de una vez para siempre. Es un quehacer, un proyecto, que tenemos que realizar. Y cuanto más hacemos el bien, nos hacemos más libres [8].
2. Influencias sobre la voluntad
Pero la libertad humana no se expresa sólo a través de la voluntad. Se relaciona también con el entendimiento, los sentimientos y las circunstancias exteriores.
2.1. Libertad y verdad
La inteligencia y la voluntad son facultades que, por tener objetos universales que se incluyen mutuamente, interactúan de manera recíproca. En efecto, lo verdadero es un aspecto del bien universal y lo bueno es una razón particular de verdad. La voluntad no se mueve a querer, si previamente la inteligencia no le propone un objeto conveniente. Ni la inteligencia entiende algo, si no es aplicada a la acción por la voluntad. Una persona sólo se apasiona por un libro, si lo ha leído; y sólo lo lee, si se interesa por su contenido.
La libertad es la obra conjunta de la inteligencia y de la voluntad [9]. Es la propiedad de tener en sí mismo el principio de cada actuación procedente. Tiene su raíz en la inteligencia, que conoce el mundo. Su sujeto propio es la voluntad, que dirige hacia el mundo conocido. Como la voluntad pone todas las facultades en ejercicio, es ella sobre la que recae, en último término, la decisión de los actos libres.
En casos normales, el acto libre sigue a los conocimientos que le proporciona el entendimiento. Es preciso que estos conocimientos sean verdaderos. Hay que excluir la ignorancia y el error. El proyecto vital se va perfilando más claramente en la medida en que el hombre encuentra la verdad de sí mismo. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo y a dónde voy? ¿Por qué estoy en el mundo? Cuando una persona se hace estas preguntas, puede descubrir que no le es posible realizarse a sí misma, en el orden operativo, en contra de la verdad de sí misma, en el orden constitutivo.
Cada hombre tiene que seguir la verdad que él mismo ha encontrado, escuchando la voz de Dios en su propio interior, en su conciencia, que es "el primero de todos los vicarios de Cristo" [10]. Si no actúa en armonía con su lógica interna, se rompe. Por otro lado, está llamado a buscar la verdad en su plenitud ?a través de la meditación, la lectura, el diálogo? y a aceptar también la ayuda que otras personas le pueden ofrecer (obedecer, en el sentido más amplio).
Una libertad sin obediencia puede desviarse fácilmente, dado que el hombre es limitado. Pero una obediencia sin libertad es una contradicción en sí misma. Es una actuación sin profundidad, sin entusiasmo, sin amor, que no es digna al hombre. Si una persona actúa según reglas cuyo sentido no comprende, no es libre.
2.2. El lugar de los sentimientos en la libertad
Los sentimientos pertenecen a la naturaleza humana como el entendimiento y la voluntad, y pueden perfeccionar la libertad. Si faltan, los actos no son íntegros y maduros, y la persona no se desarrolla completamente.
No obstante, los sentimientos pueden oscurecer la verdad. Debido a ellos una persona puede frenar o desviar la actuación de su entendimiento; es el caso de quien no quiere enterarse de una verdad por miedo a las consecuencias. Hace falta tomar en serio las experiencias afectivas, aceptarlas, identificarlas y ordenarlas rectamente. El acto libre de la voluntad puede consistir en corregir algunos sentimientos más o menos profundos, como la envidia o el odio. Este acto no depende de los sentimientos, aunque puede ser enriquecido por ellos.
2.3. La situación exterior y la aceptación de sí mismo
También las situaciones exteriores pueden disminuir notablemente la libertad sin excluirla por completo, ya que tampoco ellas intervienen esencialmente en el acto libre [11]. Así, una persona está condicionada, en cierto modo, por el país, la sociedad, la familia en la que ha nacido, por la educación y cultura que ha recibido, por el propio cuerpo, su código genético y su sistema nervioso, sus talentos y sus límites y las experiencias del pasado; pero a pesar de ello, es libre, pues tiene la capacidad para discernir sobre todos estos condicionamientos. Un hombre puede ser libre también en un Estado totalitario e incluso en una cárcel, como lo han mostrado muchos personajes a lo largo de la historia (Boecio, Santo Tomás Moro, D. Bonhoeffer). Puede mantener una creencia, un deseo o un amor en el interior de su alma, aunque externamente se decrete su abolición absoluta.
Los identificamos a menudo con las opiniones de otros sobre nosotros mismos, con el cargo que ocupamos y los roles que jugamos, con nuestro trabajo y posición social, nuestra salud o enfermedad. Nos definimos por el éxito y por el rendimiento, por el interés que la gente muestra hacia nosotros y por las relaciones entabladas. Pero de este modo, nos hacemos ciegos para ver nuestra genuina realidad; y llegamos a ser cada vez más dependientes de los demás, cada vez más esclavos de la propia "imagen". Un viejo proverbio dice: "El éxito no es un nombre divino."
Una condición indispensable para influir positivamente en nuestro mundo, consiste en aceptarnos a nosotros mismos de todo corazón. Somos más fuertes cuanto más somos nosotros mismos, cuando asumimos nuestra realidad.
3. Actos de la voluntad
La libertad humana se ejerce principalmente en dos actos: el amor (acto principal) y la elección (acto secundario).
3.1. Elecciones necesarias, elecciones decisivas
El fin último del hombre abarca tanto el amor de Dios como la propia felicidad. Los dos aspectos son inseparables: la felicidad humana consiste, en último término, en amar a Dios, y cuando el hombre ha encontrado a Dios, es realmente feliz.
Sin embargo, de estos dos aspectos de su único fin, el hombre tiene conciencia inmediata sólo del último. Por la constitución de su naturaleza tiende necesariamente a la felicidad en todo lo que hace, pero por limitación de la misma naturaleza no se inclina necesariamente a Dios, el único bien que le puede saciar plenamente. Su "amor originario" (Tomás de Aquino) o "impulso íntimo" (Juan Pablo II) tiende de un modo natural hacia el fin último en general (el bien, la felicidad); pero no se refiere directamente a Dios, el fin último en concreto.
La razón se encuentra en el hecho de que a cada acto de la voluntad ha de preceder un conocimiento intelectual. Para amar a Dios de modo explícito, por tanto, hace falta conocerlo. Pero el hombre, en esta vida, ni siquiera tiene evidencia inmediata de la existencia divina, ya que el fin que le es dado, le transciende completamente.
El entendimiento humano no puede conocer a Dios, la suma verdad, en toda su plenitud. En consecuencia, no puede presentárselo a la voluntad como el bien absoluto, y por tal razón, la voluntad no está determinada necesariamente hacia su fin último en concreto. Hay que hacer una elección. Por la imperfección de la naturaleza humana cabe también la posibilidad de rechazar a Dios.
El hombre tiene que elegir el fin último precisamente porque no lo ve en plenitud. Si viera a Dios tal como es, le querría sin necesidad de elegir: vería que no hay ningún bien creado comparable a él. Entonces le querría a la vez con absoluta necesidad y con absoluta libertad. La elección es consecuencia de nuestra propia limitación, de la condición finita de una criatura racional ante la infinitud divina.
Tenemos que hacer una auténtica elección acerca del fin último, que implica la posibilidad de rechazarlo. Se trata de la elección decisiva de la vida humana; con ella se realiza o se frustra la inclinación espontánea al bien. La elección del fin último se reduce a la opción entre el amor Dei y el amor sui, ya que el hombre no puede descansar definitivamente en ninguna criatura. Si no alcanza a Dios, vuelve sobre sí mismo y se pone a sí mismo (consciente o inconscientemente) como último fin de su vida.
Dios, en cuanto que es el sumo bien, abarca todos los bienes particulares y los excede infinitamente. En cuanto que es el fin último de la vida del hombre, se le puede alcanzar mediante múltiples y diversos caminos que pueden incluso oponerse. Algunas personas pueden encontrar su camino, por ejemplo, en el matrimonio, otras fuera del matrimonio. Dios es infinito, e infinitas son las maneras en que se le puede alcanzar.
Cada situación puede llevar a Dios, pero no todas las situaciones pueden conducir a un bien particular. Mientras que el amor al fin último no pone condición alguna, la elección de los fines parciales las trae consigo. Estos fines parciales determinan la vida humana a situaciones concretas, que excluyen otras. Cada elección tiene consecuencias que afectan a las posteriores elecciones, y que producen, poco a poco, una biografía única e inconfundible.
La libertad se realiza y perfecciona en la medida en que el hombre se ordena hacia un bien que tiene razón de fin. Lo decisivo no es tener varias posibilidades de elegir, sino llegar al fin. Cuando una persona, por ejemplo, quiere visitar por primera vez a un amigo, agradece si alguien le explica antes el camino a su casa; así no perderá el tiempo buscando la calle. La libertad permanece si voy directamente a la casa del amigo; es señal de perfección. Incluso la libertad sigue existiendo si sólo hay una posibilidad para alcanzar el fin. Nadie deja de ser libre por el hecho de seguir un camino necesario que le lleva a un fin querido por él mismo. De esta forma, se manifiesta que la elección es sólo un acto secundario de la libertad. El acto primordial es el amor.
3.2. El amor, máxima expresión de la libertad
El hombre está llamado a amar a Dios y a los demás como a sí mismo, aceptándose profundamente como proyecto divino original.
Esta tarea está dificultada por el pecado, que rompe el orden en su interior (oscuridad en el entendimiento, debilidad en la voluntad, desorden en la afectividad), mientras la gracia ?otorgada por Cristo? crea en él una nueva armonía. Conduce a la persona hacia el radio de acción divina y la capacita para ejercer su libertad con madurez.
Evidentemente, el hombre no puede dar nada a Dios que no sea ya suyo. Pero puede entregarle algo que, anteriormente, ha recibido de él: su capacidad de amar, su corazón. Es decir, la libertad que Dios le ha regalado como don natural al comenzar su vida, llega a la máxima realización, cuando se la dirige al Creador. "Mi libertad para ti" no quiere decir que el hombre anule su libertad, ni que renuncie a ella. Esto no sería digno ni tampoco posible. El hombre en cuanto hombre no puede vivir sin libertad. No puede arrancarse una parte constitutiva de su ser, justo al llegar a Dios. Esta actitud ?"mi libertad para ti"? no destruye la libertad, sino que la potencia: quiere decir que en aquel espacio íntimo del silencio y de la quietud que hay en mí, donde nadie puede entrar sino yo, no quiero estar solo. Invito a Dios a entrar y estar conmigo ? y a conducir mi vida. Entonces, mi autodeterminación consiste en hacer lo que él me diga. Es aquí, en el fondo mismo de nuestro ser, en ese lugar profundo y misterioso donde se esconde el último secreto de nuestra libertad: podemos acoger o rechazar el amor que Dios nos ofrece.
El amor a Dios no "sustituye" el amor a los hombres, sino que lo realiza plenamente. Amando a los demás, estamos llamados a continuar y perfeccionar la obra de la creación, ya que una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: "Es bueno que existas." (J. Pieper) Hace falta la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y abrirse a los demás. Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada.
Amar no consiste simplemente en hacer cosas para alguien, sino en confiar en la vida que hay en él. Consiste en comprender al otro con sus reacciones más o menos oportunas, sus miedos y sus esperanzas. Es hacerle experimentar que es único y digno de atención, es ayudarle a ver su dignidad, la luz oculta en él, el sentido de su existencia. Y consiste en manifestar al otro la alegría de estar a su lado.
Quien ama, descubre las necesidades del otro y vive en una actitud interior de servicio. Alberto Magno afirma: "Quien ayuda a su prójimo en sus sufrimientos ?sean espirituales o materiales? merece más alabanza que una persona que construye una catedral en cada hito en el camino desde Colonia a Roma, para que se cante y rece en ellas hasta el fin de los tiempos. Porque el Hijo de Dios afirma: No he sufrido la muerte por una catedral, ni por los cantos y rezos, sino que lo he sufrido por el hombre" [12]. Ciertamente, la persona humana es el templo que Dios prefiere, sin quitar por ello la necesidad de los templos materiales. Lo expresaba bien aquella madre que le susurraba a su hijo pequeño, en la quietud del templo: "Tú eres, hijo mío, la mejor catedral." En definitiva, estamos llamados a amar a Dios y a los demás hombres con todo el corazón. Así ejercemos plenamente nuestra libertad, y alcanzamos la máxima autorrealización.
Al amar ?acto libre por excelencia? se pierde la independencia, y cuanto más fuerte es la volición, más ata la persona, y mayor es por tanto la vinculación. Pero la vinculación es voluntaria, y la aparente "pérdida de libertad" es, en realidad, su máximo exponente. Sólo quien es verdaderamente dueño de sus actos, puede entregar este dominio a otro y mantener viva esta decisión. El amor quiere comprometerse, entregarse. La libertad es el don más grande en el ámbito natural. La entrega por amor es el ejercicio más noble de este don.
4. Vivir la propia vida con Cristo
Si creyéramos realmente en nuestra dignidad divina, tendríamos un sano conocimiento del propio valor. Mi núcleo más íntimo es algo que procede inmediatamente de Dios, es un misterio. Es la imagen original que Dios se ha formado de mí. Convencerse del propio valor no es tan difícil para alguien que se sabe incondicionalmente amado y apoyado por Dios. "No te tengas en poca estima pues Dios no te tiene en poca estima," reza un dicho del oriente.
El mismo Dios, la fuente de toda vida, quiere habitar cada vez más profundamente en nosotros. Desde nuestro núcleo más íntimo, quiere darnos la "vida en abundancia" [13]. De algún modo u otro, cada hombre puede revivir el drama experimentado por San Agustín: "Tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando" [14]. A nosotros, Dios nos pide un mínimo de apertura, disponibilidad y acogida de su gracia: "Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón" [15]. Es decir, para encontrar a Dios dentro de nosotros, hace falta ?misteriosamente? "abrirle las puertas" de nuestra casa.
Cuando Dios habita en mí, tengo gusto de "entrar en la propia casa". Allí experimento un espacio protegido en el que puedo ser enteramente yo mismo. Nunca estaré solo, sino acompañado por quien más me quiere. No hace falta hacer monólogos con mis propios pensamientos ruidosos, ni resolver yo mismo los pequeños y grandes problemas de cada día. La vida cristiana es una vida estrictamente dialogal [16].
Cuando estoy "conmigo", entonces estoy "vivo". "Cuanto más dejamos entrar a Dios en nuestra vida, más somos y nos sentimos nosotros mismos" [17], incluso somos más espontáneos y activos. Dios no se sobreañade a nuestras acciones; está en el mismo núcleo de la libertad. "Mirad que el reino de Dios se encuentra dentro de vosotros" [18].
Jesús sabe que la tentación de los hombres será siempre la de querer ser como los "reyes de las naciones" [19]. El peligro estriba en dejarse seducir por el brillo exterior, por lo que es grande, por el poder y las riquezas, por placeres y privilegios. Ahora bien, si buscamos estas cosas de un modo compulsivo, no sólo nos apartamos de Dios ?creando nuevos dioses?, sino también nos alejamos de nosotros mismos, porque deformamos nuestra naturaleza y rechazamos ser aquellos que Dios ha querido desde siempre. Nos situamos voluntariamente en lo que se ha denominado "la autoculpable minoría de edad" [20].
El arte de vivir consiste en desarrollar los talentos recibidos. A la luz de la fe, "talento" no es solamente tener algo, sino también carecer de algo. La salud es un talento, pero también lo es la enfermedad; el éxito es un talento, pero el fracaso lo es aún más [21]. "Poco se aprende con la victoria, pero mucho con la derrota," dice un proverbio japonés. Cada crisis es una fuente de vida. Cada situación es un don de lo alto, especialmente aquellas en las que experimentamos nuestras incapacidades y limitaciones, rechazos y duras críticas. Dios permite el dolor, porque sabe lo que va a hacer al "tercer día". Si nos deprimimos ante la dificultad, enterramos un talento recibido [22].
Sobre todo, debemos tener mucho cuidado de no "echar a perder" ese poco sufrimiento injusto que a veces puede aparecer en nuestra vida, pues nos une de manera muy especial a Cristo: humillaciones, envidias, incomprensiones y ofensas de todo tipo forman parte de una vida espiritual seria. Es como si Dios permitiese misteriosamente estas contradicciones para hacernos ver lo que sale de los oscuros fondos de nuestro corazón, y para conducirnos ?poco a poco? a una humilde madurez [23]. En muchos cuentos, las aventuras comienzan con una especie de "suerte de principiante" del héroe de la respectiva trama, pero termina con duras pruebas que tiene que superar el conquistador.
No echar a perder el sufrimiento significa, por ejemplo, no hablar de él si no es realmente necesario y de gran utilidad, guardarlo celosamente como un secreto entre nosotros y Dios. Un antiguo Padre del desierto afirma: "Por grandes que sean tus sufrimientos, tu victoria sobre ellos se encuentra en el silencio" [24].
Se trata de afirmar: "Sigue tu camino, a pesar de todo. ¡Sé tú mismo, realízate! ¡Sé el que puedes llegar a ser! Descubre tu forma original, individual e infalsificable que pensó Dios únicamente para ti. Y ármate de valor para vivir según esa forma." Entonces comienza una historia personal y única. El hombre que utiliza su libertad, comienza a vivir la propia vida. Introduce algo nuevo en el mundo. No por lo que hace, sino por lo que es. Quiere ser aquel a quien Dios ha soñado desde siempre.
Un verdadero cristiano es completamente libre. "Ha comprendido que tiene que ser un escándalo para este mundo ?destaca el filósofo Hildebrand?... Debe aceptar alegremente ser tomado por loco, ridículo y retrasado mental" [25]. Aunque sea un "rebelde", a menudo es más sano que una persona considerada "normal" en razón de su buena adaptación en nuestra sociedad, porque no renuncia a su capacidad de pensar por cuenta propia, ni a su espontaneidad; dice abiertamente, sin adulaciones, lo que piensa, y lucha, con la fuerza de la gracia y la humildad, contra todo lo que empequeñece al hombre, le masifica o cosifica, contra todo lo que dificulta una convivencia serena, como la mentira, el orgullo, los prejuicios o la manipulación [26]. No hay nada más revolucionario que una persona que se deja llevar por el Espíritu Santo [27]. Jesucristo predijo que sus discípulos "expulsarán demonios" en su poder, "hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes con sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño [28]. Respecto a la situación actual, el Papa Juan Pablo II comenta que el futuro cristiano de un país "depende de cuánta gente sea lo bastante madura para ser inconformista" [29].
A los grandes santos les trajo absolutamente sin cuidado lo que los demás pensaran de ellos. Gozaron de "la libertad de los hijos de Dios" [30]. La experiencia del amor divino les procuró paz y valentía; les hizo sentirse acompañados en todas las encrucijadas del mundo y también en la soledad, en una soledad llena de Dios. Recordando, por ejemplo, diversas escenas de la vida de Teresa de Jesús, Tomás Moro o Juana de Arco, vienen a la cabeza unas palabras del Nuevo Testamento que describen los amigos de Dios: "Por la fe ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas, cerraron la boca de los leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon al filo de la espada, convalecieron de sus enfermedades y fueron valientes en la guerra" [31]. No fue esto un producto de sus fuerzas propias. Hubo en ellos un misterio que les sobrepasó.
En este sentido afirmó Alfred Delp, que murió en un campo de concentración nazi: "Hombre, entrégate a Dios y volverás a tenerte a ti mismo. Ahora son otros los que te tienen, los que te torturan, los que te asustan, los que te llevan de un apuro a otro. Esto es la libertad, que canta: no hay ninguna muerte que pueda matarnos. Esto es la vida, que discurre por una llanura sin final" [32].
La fe es, para un cristiano, el motor secreto que le impulsa a la acción y le da una independencia sana con respecto a este mundo pasajero. La vida eterna es el polo de atracción de sus pensamientos, la brújula que le indica la dirección como a los navegantes, la realidad que levanta su corazón, como la luna llena levanta las aguas del mar en la marea alta. La mirada a Cristo le proporciona la seguridad de que, en definitiva, ninguna persona tiene poder sobre él, aunque pueda causarle daño. "La rodilla doblada y las manos vacías tendidas hacia delante, son los dos gestos originarios del hombre libre" [33].
Nota final
La libertad constituye el regalo más grande que hemos recibido al entrar en este mundo. Ciertamente, es un poder que puede ser usado mal, pero sin el cual no se puede hacer ningún bien. Por el otro lado, la libertad puede ser robustecida y elevada por la gracia. Deberíamos tener una clara conciencia de lo valiosa que es, y luchar por mantenerla, defenderla y crecer continuamente en ella.
Asimismo, tenemos la grave tarea de proteger la libertad de los demás [34]. Todas las comunidades humanas deberían ser una tierra de libertad, y los cristianos tenemos una ayuda muy poderosa para lograr que, efectivamente, sean así.
Notas
[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, Madrid 2005, nn.56, 363-366 y 425.
[2] R. GUARDINI, Tugenden. Meditationen über Gestalten sittlichen Lebens, Mainz-Paderborn, 31987, p.84.
[3] H. ARENDT, La condición humana, Barcelona-Buenos Aires-México 1993, p.202.
[4] J. BUGENTHAL, Stufen therapeutischer Entwicklung, en R.N. WALSH y F. VAUGHAN (eds.), Psychologie in der Wende, München 1985, p.217.
[5] Is 49,1.
[6] Cfr. Rm 12,6.
[7] Cfr. 1 Co 7,17: "Que cada cual viva según el don recibido del Señor."
[8] Cfr. Compendio, n.363.
[9] TOMÁS DE AQUINO afirma que la libertad es facultas voluntatis et rationis. Cfr. Summa theologiae, q.1, a.1,c.
[10] Catecismo de la Iglesia Católica (= CEC), n.1778.
[11] Cfr. Compendio, n.364.
[12] ALBERTUS MAGNUS, cit. en Geistlicher Impuls zu den Messtexten von Montag der 25. Woche im Jahreskreis, en "Schott-Messbuch für die Wochentage" II, Freiburg 1984, pp.483s.
[13] Jn 10,10.
[14] SAN AGUSTÍN, Confesiones 10.
[15] Sal 94, 7-8.
[16] Cfr. CEC, 27. Compendio, n.425.
[17] J. MORALES MARIN, Virgo veneranda, en "Scripta de Maria" VIII (1985), p.432.
[18] Lc 17,20.
[19] Lc 22,25.
[20] I. KANT, Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, en AA.VV., ¿Qué es la Ilustración?, Madrid 1988, p. 9.
[21] Flp 1,29: "A vosotros se os ha concedido la gracia, no sólo de creer en Cristo, sino de sufrir por él."
[22] Cfr. Compendio, n.56.
[23] Cfr. Hb 12,6: "El Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos."
[24] Apophthegmata Patrum, Poemen 37: PG 65, 332.
[25] D. VON HILDEBRAND, Nuestra transformación en Cristo, Madrid 1996, p.174.
[26] 1 Co 7,23: "No os hagáis esclavos de los hombres."
[27] Cfr. Compendio, n.366 in fine.
[28] Mc 16,17.
[29] JUAN PABLO II, cit. en J. ROSS, Der Papst Johannes Paul II. Drama und Geheimnis, Berlin, 32001, p.93.
[30] Rm 8,21.
[31] Hb 11,33.
[32] A. DELP, Meditación del día de Epifanía de 1945, en IDEM, Gesammelte Schriften IV, Frankfurt 1984, p.219.
[33] Ibid., p.218.
[34] Cfr. Compendio, n.365.
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