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14.- Perspectivas Últimas

Al fin de su vida Michelet escribía: «El ritmo de los tiempos ha cambiado, ha acelerado el paso de una manera extraordinaria. En la vida normal de un hombre corriente, setenta años, he visto dos grandes revoluciones que en otro tiempo habrían quizás tenido un intervalo de dos mil años. Nacido bajo el terror de Babeuf, veo antes de morir el de la Internacional».

Los que han nacido al principio del siglo XX podrían decir que en la simple vida de un hombre han visto un espectáculo más fuerte, más desconcertante aún que Michelet: dos guerras, unas cuantas revoluciones, descubrimientos imprevisibles que transforman los modos de vida, temores apocalípticos que jamás se habían presentado. Recuerdo mi emoción de niño curioso cuando Blériot cruzó La Mancha: en tiempos de los «ciervos voladores» aquello era una sorpresa. Cuando Lindberg cruzó el Atlántico quedé ya sin aliento; más aún cuando Armstrong hizo su paseo titubeante sobre la luna. Mi generación, que ha visto los saltos de pulga de los primeros aviadores, no se admira de los «cohetes» que exploran Júpiter y Venus. ¿Sospecha quizás que estos cambios desconcertantes no son sino la espuma de transformaciones aún más profundas, el anuncio oscuro, profético de un cambio inaudito?

Estoy persuadido de que la época en la que entramos a ciegas, vueltos de espaldas al porvenir —sobre el que proyectamos una imagen que viene del pasado— no tiene verdadera analogía ni en la historia ni en la prehistoria del hombre sobre este planeta.

Se puede evocar el fin de los imperios, en particular el de Roma. Pero los imperios se iban sucediendo sin que el destino de la humanidad estuviera en juego. Si nos atrevemos a hablar de la «crisis» presente, si la percibimos tan mal, si sentimos confusamente que nos atañe, es porque nos faltan referencias análogas. Por lo demás, nunca una mutación radical en la evolución de las especies, de las religiones, de las técnicas ha sido conocida en el momento de su verdadero origen. No sabemos jamás si marchamos sobre brotes nuevos o sobre retoños. Se confunden siempre la semilla con los desperdicios.

No hemos explorado más que la superficie de las cosas. Extendamos nuestras miradas. Consideremos la evolución de la humanidad desde sus comienzos hasta su término posible.

En la hora presente no se trata de provocar la aparición de nuevos progresos técnicos, de un nuevo reparto del mundo, de una nueva forma en el pensamiento o en el arte. Estas no son más que transformaciones que yo llamo accidentales, pues estas tales no ponen en cuestión la esencia de la humanidad. Desde las perspectivas convergentes de bastantes exploradores del futuro, nosotros estamos en trance de extinción, de mutaciones en profundidad. ¿Quién afirmaría que los ordenadores no van a transformar la esencia de la comunicación por signos, lo que llamamos lenguaje y que es lo que hasta ahora ha transmitido la escuela; o que las máquinas calculadoras no van a disminuir ese esfuerzo inútil que llamamos trabajo? ¿Habrá quien diga que los descubrimientos biológicos no van a transformar la generación, dando nacimiento bien a subseres monstruosos, bien a superseres? ¿Y nos dirá alguien que después del homo faber y el homo sapiens no va a aparecer otro hombre para el que no tenemos nombre que lo designe? ¿Quién afirmará que el fenómeno llamado historia no va a pasar y que a la «prehistoria», que conocemos en sus grandes fases, no va a suceder una posthistoria en la que la humanidad se estabilizará para lo peor o para lo mejor, siendo la historia sólo un intervalo, un intermedio provisional? Entiendo por posthistoria un periodo indefinido en el que no habrá más «acontecimientos», siendo la historia un paréntesis tumultuoso y vano entre dos estados casi inmóviles.

Mas esta posthistoria, en la que entramos, puede tener dos sentidos: el uno de catástrofe, que se preludia en la sociedad robot; el otro de metástrofe, de paz, de espiritualidad, de «Reino». Después de dos mil años de cristianismo virtual, vamos a vernos constreñidos por la fuerza de las cosas a elegir entre dos caminos, pues la zona intermedia en que al presente nos encontramos, no podrá durar. Jamás una generación se ha encontrado en tal dilema.

Puede, pues, dividirse la aventura humana en dos periodos: uno el subatómico, que va del sílex a Hiroshima; otro que comienza en 1945 y cuya duración no podemos prever, corta o larga, gloriosa o dolorosa. El problema de la supervivencia de la especie pensante no se había planteado nunca, se plantea ahora por vez primera. Ahora sabemos que en cualquier instante la especie humana puede suicidarse.

Marta: los espirituales, los místicos que os precedieron, no han podido enfrentarse ni con el pensamiento, la oración o el dolor, a los problemas inauditos planteados por este tiempo sin analogía. Vos generosamente quisisteis representar a la humanidad total, de tomar sobre vos todos estos dolores para disminuirlos, para abolirlos.

Mientras que la mayoría no tiene más que una idea confusa de este periodo nuevo y hablan el lenguaje anterior empleado durante millares de años, vos, Marta, erais plenamente consciente del carácter apasionante de este tiempo nuevo. Vos aparecíais ante mí como un embrión proyectado para el futuro, prototipo de un pensamiento y de un sufrimiento que aún no ha aparecido.

¿Lo diré? Se me ocurre pensar no que nosotros estamos «al final de los tiempos», sino que vamos a atravesar una fase «final» de ese gran ritmo del tiempo que a veces se acelera para apagarse y rebrotar. En otros términos: se me ocurre pensar que este periodo posthistórico, en el que entramos, será breve y que se va a parecer al periodo en que vivieron los primeros cristianos.

El tiempo de Jesús era un tiempo del «fin de los tiempos» y como suele decirse, un tiempo escatológico. Fue en esta perspectiva de un fin próximo en la que Jesús habló y profetizó, en la que vivieron los primeros fieles en hábito de peregrinos, como si una vez más abandonaran Egipto en una nueva Pascua. Les faltó constatar que el tiempo no acababa de finalizar. Y al Evangelio ha sucedido la Iglesia. Esta impresión de marcha acelerada, de comida tomada deprisa, de tiempo semiilusorio, pues va a quedar absorbido por el eterno presente, lo he tenido desde la infancia, ha nutrido mi pensamiento. Por esto no me he sentido desorientado en esta época extraña, acelerada y casi final de este periodo. Y esta semejanza de Marta con la situación de los Fundadores, esta proximidad de Marta con la Hora decisiva no me ha sorprendido jamás. He visto en ella un signo que esta época nos hace sin dramatismo, con una sonrisa.

Intento imaginar bajo qué luz nos juzgará la futura generación; cuando hayamos pasado la prueba, cuando hayamos superado la crisis. Que la humanidad sea un pequeño «resto» de supervivientes después de un «apocalipsis» o, por el contrario, que haya conseguido instaurar un orden nuevo. Lo que es seguro es que el tiempo presente será juzgado.

Todo será pasado por la criba, todo será criticado, todo será interpretado a la luz de un nuevo estado de la sociedad. Los juicios que se dan sobre las instituciones, sobre los descubrimientos, sobre las formas de vivir, sobre nuestras filosofías, sobre nuestras conductas políticas o religiosas: todo será entonces juzgado. Con cierta mezcla de sorpresa, de indulgencia, de severidad y de piedad. Ya vemos ese juicio retrospectivo sobre los que creyeron en el progreso. «El porvenir de la ciencia» de Renan, las anticipaciones de Víctor Hugo, las páginas de Bergson sobre la victoria del hombre sobre la muerte, las de Teilhard sobre «El Punto Omega», las profecías marxistas sobre la felicidad final de los pueblos... toda esta literatura de esperanza ha terminado por perder su poder sobre nosotros. Mañana se habrá hecho insoportable. Ahora son los lúcidos, los profetas de la desgracia, como Nietzsche o Dostoievski quienes nos parecen actuales y nos reconfortan con su acento de veracidad. Y entre los libros de la Biblia, los que interesan al presente, —como ya concordadamente habían advertido André Chamso y Paul Claudel— los que nos estremecen o nos tranquilizan son el Génesis y el Apocalipsis. A pesar de la proximidad del último concilio, Gaudium et Spes, ese mensaje de alegría y esperanza, ha envejecido mucho. Y Juan Pablo II no habla como Pablo VI. Siempre se mantiene la esperanza, pero como en tiempos de Abraham, es la esperanza contra toda esperanza, es decir, la Fe.

La marcha del tiempo, ya lo he dicho, se acelera. Las transformaciones de la época prehistórica duraban millones de años. El paso de la Edad Media a los Tiempos modernos duró tres o cuatro siglos. Pero el paso de las armas antiguas a las armas atómicas no habrá durado más que el espacio de una generación, y estas mismas armas atómicas pasan de moda cada diez años. Los ordenadores de 1941 nos parecen tan ridículos como los primeros aeroplanos. Todo pasa como si avanzáramos cada vez más de prisa hacia un umbral.

Marta era una mutante, un anticipo. Le fue concedido vivir en un tiempo acelerado, loco, «exponencial» —éste que nos corresponde en la evolución— y de vivirlo intensamente, pero de vivirlo de la manera más pura y más elevada. Ella no vivía el tiempo presente en su desarrollo histórico, sino en el seno de la eternidad, Marta vivía su tiempo en Dios. El mundo de la mecánica cuántica, del átomo, de las manipulaciones genéticas, de las guerras y las revoluciones no era su mundo; si bien era cada mañana informada por sus visitantes y aunque se interesase grandemente por ello. Pero como sucede con los místicos, no retenía la actualidad, sino como la imagen efímera de un Acto más presente y más estable; más noble también. De la actualidad recogía el eco, el rumor confuso, el sordo lamento humano. El universo en que estaba era el universo de la Creación, de la Encarnación y de la Redención; el universo de la caída y de la salvación, el universo de la fe, que no era para ella un universo de palabras.

En nuestros días, por un falso optimismo, se recomienda poner entre paréntesis los aspectos dramáticos de la existencia; no se habla de ello apenas, ni aun en las iglesias. Nada prueba que tengamos razón por no querer considerar lo que tantos cristianos creyeron desde hace siglos. Marta se sitúa en la larga y lenta caravana de los hijos de Abraham, en la «nube de testigos» de la fe.

Lo que falta a nuestro tiempo no es el progreso, que realiza saltos asombrosos. Lo que falta en nuestro tiempo es un método que impida que el progreso se destruya a sí mismo. Lo que falta a nuestro tiempo no es el dominio de la tierra, sino la dulce paz por la que poseamos la tierra. Lo que falta a nuestro tiempo no es lujuria, sino pureza de corazón. Lo que falta a nuestro tiempo no es el reino de la justicia, sino el soportar las persecuciones a causa de la justicia. Lo que falta a nuestro tiempo es la energía que brota de eso que el Evangelio llama las «Bienaventuranzas». Y se acerca el momento en que nuestra civilización no podrá ser salvada sino por lo contrario de lo que se pregona. Es decir, no por la lujuria, sino por la castidad; no por el consumismo, sino por la austeridad; no por la riqueza, sino por la pobreza. Esto se ha dicho millares de veces, pero al lado de Marta resultaba evidente.

Reflexionando sobre la historia de Marta se presentaba a mi espíritu otra consideración más. Se refiere a las «dificultades» para creer en este final del siglo XX después de Cristo.

He soportado encontrar entre mis amigos más cercanos, entre algunas personas inteligentes muy informadas, y conciencias que buscan la perfección una casi imposibilidad de examinar con calma las razones que yo tengo para creer en el cristianismo.

Me pregunto cómo se presentará no tardando el problema que plantea Jesús. Hablo de la realidad histórica de Jesús. Recordamos la dificultad del «visitante de la tarde» del que hablé en el primer capítulo de este libro. Paul Louis Couchoud admitía la verdad simbólica y mística de la Encarnación, pero no su verdad histórica. Podía admitir todo el Credo, excepto sub Poncio Pilato passus est.

Pero si la humanidad continúa su curso durante mil años sin ser interrumpido por una catástrofe o una «metástrofe», la revelación de Jesucristo, que es esencialmente histórica, datable, «hecha de una vez por todas», ¿no va a dejar de lado aquel acontecimiento? En efecto, cuanto más tiempo haya transcurrido, más se alejará de aquel acontecimiento, más lejano parecerá, más incierto, penosamente comprobable. Cuanto más se extienda entre Jesús y nosotros la duración, más intimidad, densidad y presencia perderá Jesús. Y los espíritus escépticos, los filósofos rigurosos se plantearán el problema de saber si la Encarnación pertenece a la historia. Como Couchoud, Loisy, Bultmann, tenderán a separarla de la historia. La trasladarán del pasado al presente. Jesús se convertirá en un símbolo de la humanidad presente, existente en aquel momento. Lessing había expresado así la dificultad: «¿Puede nacer de la historia una certidumbre eterna? ¿Se puede fundar la felicidad eterna sobre un saber histórico?» ¿Podrá la fe del año 3000 apoyarse sobre la interpretación de unos papiros, sobre el testimonio remoto de algunos judíos; en resumen, sobre testimonios? Cada día más tendremos que enfrentarnos con este esencial problema.

Será pues deseable que el momento inicial se reproduzca. La historia de los santos es esta reproducción; como eran para Israel los profetas: esa «nube de testigos» que cita la Carta a los Hebreos. Jesucristo existe ayer, hoy y siempre, por una presencia intemporal; pero sería deseable que, a veces, en algún lugar, se vuelvan a encontrar «fenómenos» análogos a los del origen, a pesar de la diferencia infinita que siempre habrá entre Cristo y sus imágenes. Preciso aún más: será bueno y será bello que haya de vez en cuando sobre esta tierra imitadores de la Pasión. La imagen óptica de la Pasión permanece en el espacio, donde ella se desplaza a la velocidad de la luz y ¿no alcanzará las fronteras del Cosmos? Hasta se puede imaginar que seres análogos a nosotros la están contemplando en este momento.

¡Cuán deseable sería que existiera sobre la Tierra una nueva presencia, una «representación» de aquello que puede ser imitado de la Pasión! Lo que la Iglesia conmemora, lo que reproduce místicamente estaría entonces presente a nuestra mirada. El interés que despierta desde hace una veintena de años el «sudario de Turín», responde a esta necesidad de rescatar del tiempo, de volver contemporánea a nosotros fotográficamente la Pasión y la Resurrección, saltándonos el intervalo de la redacción de los documentos y dándonos la proximidad del testigo. No intento pronunciarme sobre el valor del sudario. No puedo compararlo a Marta Robin, quien en este siglo científico, preso del positivismo, fue un sudario viviente. Pero el sudario no será jamás sino un lienzo que la NASA examina como se estudia una estrella, un fragmento de materia. Marta no era un lienzo, era una persona.

¿Estamos en un periodo del «fin de un tiempo», en una fase escatológica?

Me parece que la duración en que entramos es una duración precipitada, concentrada, aspirada por la proximidad de un fin, que la asemeja al periodo original del cristianismo. San Pablo se apresuraba de país en país, de ciudad en ciudad, porque pensaba que se acercaba el fin. Cuando asisto a misa creo sentir que después de la comunión se entra en un tiempo apresurado: ¡la policía está aquí! Maran Atha! Apresurémonos a hacer el equipaje, como los hebreos en la salida de Egipto. La Iglesia fue fundada por espíritus que se creían en una fase final. Nosotros estamos sumergidos en una duración del mismo tipo. Pero jamás sabremos si nos hallamos al final de una época o en el momento que precede a la aurora. Toda fase final es rica en esperanza.

Tuve ocasión de charlar familiarmente con el P. Teilhard de Chardin, de hacer suposiciones sobre el porvenir de la especie pensante. Me decía: «Encuentro cierta analogía entre el estado de la Tierra hacia el final de la era terciaria y el estado religioso del mundo presente. Hace un millón de años un observador que hubiera observado y clasifica­do los primates, hubiera podido inducir que una cierta línea de grandes simios llevaba con respecto al hombre la imagen del porvenir. Así, —continuaba Teilhard— nosotros podemos percibir en el universo actual los primeros esbo­zos de un cristianismo nuevo, o mejor, de una religión per­fecta que no será otra cosa que el catolicismo plenamente desarrollado». Y añadía: «En un parecido alejamiento en el porvenir, y tomando como unidad de medida el millón de años, es imposible decir qué forma tendrá este catolicis­mo, en su teología, en su liturgia, en sus experiencias mís­ticas. Lo que nosotros podemos decir es que si la humani­dad continúa reflexionando, —si el gusto por la vida no se agota— entonces la religión de Jesús estará más viva que nunca».

Marta era así, tal vez, uno de los primeros ejemplares de lo que yo llamo el homo mysticus y que es el homo sapiens evolucionado. Si el mundo es en realidad «una máquina de hacer santos», si la evolución es theodromo, si el sentido de la evolución a través de las especies es, saltando los umbrales, conducirnos a estados cada vez más improbables, si el fin último de esta cabalgata es producir algunos ejemplares de seres humanos más perfectos, —lo que, como toda cualidad, sería una cantidad en estado naciente— entonces podría decirse que nuestra humanidad se eleva, que progresa.

Mi viejo amigo, el cardenal Saliège con quien conversaba sobre Marta, pensaba en ella cuando escribía: «que del metal humano en ebullición surja un día una aldeana o una obrera que tome los miembros dispersos y sangrantes de la humanidad para hacer de ellos la unidad».

Comparaciones últimas

Antes de dejar a Marta deseo compararla con dos de mis hermanas espirituales, que han vivido en el mismo siglo sin conocerla, y han experimentado el sufrimiento de este mismo siglo.

La primera es Teresa del Niño Jesús.

Con frecuencia he comparado a Marta con Teresa del Niño Jesús. Ella decía que la había «visto en visión» varias veces y que de ella había recibido la consigna de continuar la misión bajo distinta forma. Los que han estudiado los últimos años de Teresa han advertido que ésta tuvo experiencia de las «tinieblas», que participó de la incredulidad. En tales momentos no creía ya «en el cielo», en la existencia de la vida futura, no veía ante sí más que la nada. En el instante en que Teresa entregaba todo a Dios, parecía que su Creador le quitaba ese todo para no dejarle ver más que el «agujero negro» de la nada. «Adelante, adelante, alégrate —decía Teresa a su alma—. Alégrate de la muerte que te dará no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada». Algunos han advertido que, en la época en que los católicos veían un pecado en la increencia, Teresa, adelantándose a su época, superando su ambiente sufría el mal del siglo siguiente que es la increencia, la muerte de toda esperanza. «¡Qué gracia tener fe!» —decía Teresa—. Si yo no hubiera tenido fe, me habría dado muerte sin dudarlo un solo instante».

No parece que Marta haya tenido angustia alguna a causa de la fe. Jamás la escuché poner en duda un punto del catolicismo, ni, por ejemplo, la existencia de Jesús que su amigo Couchoud rechazaba. Nunca me hizo preguntas sobre estos problemas filosóficos o exegéticos de los cuales sabía que yo me había ocupado. En este sentido era menos moderna que Teresa, no dudaba. Y si el veneno la había tentado, era para escapar de la intolerable prueba, no para precipitarla en la nada.

Lo que era su prueba propia era la experiencia de la «condenación», es decir, la participación en lo que podría ser el mal infinito: la privación de Dios.

«El mayor acontecimiento actual: Dios ha muerto, éste es el hecho. La creencia en el Dios cristiano se ha hecho insostenible y comienza a extender sus primeras sombras sobre Europa. Ha llegado el momento en el que todo lo que fue construido sobre la antigua creencia quedará sepultado con ella. ¿Quién osará hacerse pregonero de esta larga y densa serie de destrucciones, trastornos que tenemos ante nosotros, de esta espantosa lógica de ensombrecimiento, de una tiniebla tal como jamás la tierra ha atravesado?»

Marta vivía una hora por semana lo que Nietzsche describía en este texto y de lo que él se evadió por la blasfemia y la locura.

Se me ocurre también evocar a propósito de Marta a su contemporánea Simone Weil.

Ambas jamás se encontraron, ninguna, sin duda, oyó hablar de la otra, no obstante ambas vivieron la misma época como dos semejantes.

Simone estuvo perpetuamente obsesionada por un deseo de inmolación. Se puede decir que, a despecho de todos, en medio de los conflictos de este siglo buscó realizar heroicamente ese estado de no ser que Marta poseía por privilegio.

Simone se «encarnó» en las condiciones más desastrosas, en las circunstancias más duras, queriendo morir al fin de inanición para participar en la suerte de la Francia ocupada; siempre llamando al postigo de la Iglesia, pero sin querer entrar nunca. «Yo estaría mejor dispuesta —decía— a morir por la Iglesia, si algún día, no tan lejano tiene necesidad de que alguien muera por ella, que a entrar en ella. Morir no compromete a nada, pues se puede decir «en esto no hay engaño».

A veces dijo que no encontraba más que dos instantes en la existencia humana perfectamente puros: el del nacimiento y el de la agonía. Pensaba que ofreciendo su muerte a la Iglesia le entregaba del mismo golpe su auténtico nacimiento. Más aún: «Si, lo que Dios no quiera, debo un día separarme de la Iglesia, esto sucederá en nombre de exigencias que ella habrá hecho nacer en mí. La podré golpear, pero la fuerza misma de mis puños la sacaré de los alimentos que ella ha introducido en mis entrañas».

Leyendo estas declaraciones de Simone y comparándolas a las palabras de Marta, he medido la profundidad de sus semejanzas y la profundidad de sus diferencias, notando que Simone había llevado hasta el extremo el ideal de la pureza, de la pureza absoluta, de la pureza cátara, y que Marta había superado también este estadio, logrando que la pureza quedara absorbida por lo que Bergson llamaba «humildad divina».

¿Qué habría pensado Marta de su vagabunda hermana? Y ésta, ¿qué hubiera pensado de su hermana inmolada? ¿Se habrían juzgado? Yo creo que habrían cruzado sus miradas. Simone Petrement, la confidente de Simone Weil, ha dicho en alguna parte que Simone «deseaba probar si no sería posible a los seres humanos vivir sin comer, nutriéndose sólo de la luz del sol».

Mas entre las comparaciones que no he cesado de hacer mientras componía cada día, obstinada, difícilmente esta obra que voy ya a dejar, la más constante fue, como he confesado en el pórtico de este libro, que también es un retrato, la de Mons. Pouget y Marta Robin.

Entre la aparición de ambos retratos hay cuarenta años. Este díptico tiene para mí un profundo significado. Uno no se conoce a sí mismo excepto por esos trazos sobre arena que son los escritos. Y me pregunto por qué estoy yo tan ligado a estos dos seres tan diferentes. Sin duda porque he intentado desde mi juventud escapar de la tentación de la inteligencia, la de la Escuela bajo cualquiera de sus formas; es decir, huir de lo que ocupa únicamente el cerebro y su materia gris y sombría. Pero estos dos desconocidos, (y que jamás se conocieron) estos dos para quienes el mundo era ciego, estos dos proscritos, representan la otra cara de la realidad, la que el entendimiento descuida: no el cielo estrellado, sino la tierra maciza y pesada, la tierra de los surcos, la tierra. El trabajo de la tierra del que toda nobleza tiene en definitiva origen.

Mas a medida que comparaba a mis dos «ángeles», como tiendo a encontrar los tipos eternos en los individuos, los sublimaba, los contemplaba, como Platón había hecho con Sócrates, más allá, más altos que ellos mismos. Yo buscaba las Ideas que ellos representaban, que encarnaban.

Y así veía en ellos, en su paso efímero, dos rayos de luz que se unían sin confundirse; sí, dos rayos que iluminaban nuestro paso: uno de mayor brillo, otro de mayor fuego: Los he llamado Pensamiento y Dolor.

Dolor, Pensamiento — Pensamiento, Dolor. Ámbitos distintos, pero siempre presentes en nosotros, inspiradores de las más grandes obras por su convergencia, como muy bien dijo Proust.

Y sin embargo, no se pueden colocar en un mismo plano el pensamiento y el sufrimiento. Sólo un muy pequeño número de seres pueden entregarse al difícil trabajo del pensamiento. Su número es ínfimo si se compara con el número de los que sufren. Y ¿quién no sufre en el ejercicio más duro del pensamiento?, ése que plantea el último pro­blema: ¿Por qué existo? ¿Dónde voy?

Si pudiera unirse el pensamiento y el dolor —compren­der, justificar, amar la condición humana— ¡cómo quedaría transformada entonces la vida!

La humanidad avanza hacia lo imprevisible. Antes se podía disociar el destino de los hombres del destino de la humanidad y afirmar que, si los hombres fracasaban, la humanidad progresaba y no fracasaba. Hiroshima ha terminado con esta esperanza. Desde ahí, el destino de la humanidad ha llegado a estar al mismo nivel que el del hombre solitario. Su gran, su único inexpresable sufrimiento será el sufrimiento del pensamiento: no saber su razón de ser y lo que les espera después del fin.

Vuelvo a Marta. Por última vez me acojo a su lado.

Si alguien, en alguna ocasión en este siglo XX, se ha preocupado del problema planteado por el mal bajo todas sus formas, si un ser viviente entre nosotros no se ha con­tentado —como yo y tantos otros pensadores y escritores— con meras disquisiciones sobre el mal, si ha habido un ser en el mundo que luchó contra el mal a brazo partido y se ofreció generosamente, continuamente para intentar disminuirlo, no con llanto y palabras, sino con su carne y sangre, fue la amiga cuyos rasgos he intentado dibujar.

Sartre decía que la vida es una pasión inútil. Sartre no sospechaba expresarse tan bien. Él fue quien me proporcionó la mejor definición de Marta. Pues la pasión de Marta Robin fue una pasión útil.

Burgos, 13 de Marzo de 1999.

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