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Educar en el deber

Parte de la herencia de la cultura posmoderna, caracterizada por el relativismo, es precisamente la ausencia del deber, o al menos, el menosprecio por él. Solo importan mis derechos, y en la medida que convenga a los réditos personales, también los de los demás. Pero a la hora de educar, cuando hablamos sobre todo de los padres con respecto a los hijos, hay una serie de factores que se olvidan con demasiada facilidad.

Literalmente, la cosa bien hecha es la que merece una recompensa. Un deber cumplido acarrea un derecho. Si se trabaja bien, hay derecho a un buen sueldo, a unas buenas vacaciones, al descanso y a disfrutar del tiempo libre con quiena uno le plazca. Hasta aquí, hemos hecho algo que tiene su directa consecuencia, sin tener en cuenta por supuesto situaciones fortuitas en las que con un mínimo esfuerzo el panorama de la vida cambia radicalmente, como por ejemplo, ganarse la lotería. Pero no suele ser lo más común.

Los problemas en la educación surgen cuando, sin el deber cumplido, aparecen las protestas por los derechos. Con tal de aliviar situaciones de tensión en la familia se cede fácilmente a los caprichos del infante, a las protestas rabiosas del adolescente y a la conducta inmadura de aquel que lucha por entrar en la madurez. Es decir, las cosas se empiezan a lograr con una mínima rabieta, que a veces se transforman en verdaderas amenazas. Con un gesto de disgusto es suficiente para que la madre o el padre otorguen lo pedido. Mínimo esfuerzo, grandes logros. Años después, el mecanismo por el cual el chiquillo conseguía las cosas es reproducido en el ambiente laboral y en las nuevas familias. Si instala poco a poco la noción de que lo único que existe son los derechos y aquellos que están exclusivamente a la merced de mis caprichos y de mis voluntades enfermizas. El mundo es bipolar: aquellos que tienen caprichos y aquellos otros que están para cumplirlos. Y sin exagerar, esta escala arranca desde la galletita pedida con un insulto a la niñera hasta actitudes propias de delincuentes en la vida social. Olvidamos, muy a menudo, el deber.

Más grave aún es que existen pocos modelos del deber bien cumplido. Está instalada la idea de que es más fácil acortar caminos e intentar con la suerte como la solución ideal. Proliferan los programas en los que la meta es convertirse en millonario de un día para el otro; los juegos de apuestas, los concursos que reparten hasta lo que no existe, las tecnologías que facilitan todo. Aún así, con este panorama, siempre hay lugar para cumplir bien lo que corresponde al deber de estado. Al casado, al soltero, al niño, al adulto. Hay que enseñar a trabajar y a cumplir con la palabra dada. Enseñar a invertir tiempo para adquirir cultura y medios para desenvolverse con propiedad en la vida. Hay que enseñar más que las cosas cuestan y mucho y que para disfrutarlas, hace falta el esfuerzo de todos los días, sin claudicar ante las dificultades.

Educar en el deber significa, ni más ni menos, que enseñar que cada uno, según su circunstancia, tiene un deber que cumplir, y que sólo en esas condiciones es posible hablar, recién en esa instancia, de derechos. Una vez que uno ha cumplido con lo que le correspondía, entonces tiene el derecho, valga la redundancia, de hacer valer sus derechos. Primero, el deber.

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